El golpe del martillo fue el último. El concreto cedió, y un velo de polvo se alzó. En ese instante, en medio de los escombros y el pasado, Miguel el albañil sintió que el tiempo se detenía. Lo que apareció ante sus ojos era una imagen que no encajaba con el presente, un pedazo de historia que lo hizo temblar. “¡Oigan, vengan acá!”, su grito, una mezcla de asombro y terror, hizo que los demás trabajadores se acercaran. Entre el hueco recién abierto en la pared de ese viejo edificio, una bolsa de cuero marrón descansaba, perfectamente preservada, como una cápsula del tiempo.
El capataz, Carlos, limpiando el sudor de su frente, susurró una pregunta que flotaba en el aire: “¿Cuánto tiempo crees que lleva ahí?”. Miguel, con sus ojos fijos en algo que brillaba dentro de la bolsa entreabierta, no respondió. Con el máximo cuidado, extrajo un pequeño objeto dorado: una cadena con un dije en forma de corazón. “Madre mía”, murmuró con voz entrecortada. Dentro de la bolsa había más cosas: un viejo celular de los años 2000, una billetera de cuero rosa y, lo que hizo que el corazón de Miguel se detuviera, una credencial de estudiante universitaria con un nombre que le era dolorosamente familiar: Catalina Mollano. Todo el barrio conocía ese nombre. Todos recordaban la historia que había conmocionado a la ciudad 21 años atrás: la chica que había salido al cine una noche de octubre y nunca regresó a casa.
Con la mano temblorosa, Miguel marcó un número que había visto en carteles de búsqueda durante dos décadas. Al tercer timbre, una voz cansada, pero familiar, respondió: “Diga, señora Moyano”. Miguel tragó saliva. “Soy Miguel Hernández. Encontramos la bolsa de su hija”. El silencio que siguió fue ensordecedor, una pausa cargada de dos décadas de dolor y esperanza contenida. Leonora Mollano, la madre de Catalina, llegó corriendo, su energía desesperada intacta a pesar de los años. Al tomar la cadena dorada entre sus dedos, susurró, “Es ella. Se la regalé en su cumpleaños número 20”. Pero entonces, vio algo más: un papel amarillento doblado en el fondo de la bolsa. Lo desplegó con manos temblorosas y leyó las palabras escritas con letra vacilante: “Si encuentras esto, busca en las coordenadas. Ahí está la verdad”. La esperanza se mezcló con el terror en sus ojos. Catalina había dejado coordenadas.
El detective Ricardo Vega, con 52 años de experiencia en la policía, observó la bolsa bajo la luz fluorescente de la estación. Los casos fríos rara vez reviven, pero cuando lo hacen, siempre traen sorpresas. Leonora, con voz temblorosa, relató una historia que había contado mil veces: la noche del 12 de octubre de 2002, cuando su hija de 22 años, Catalina, salió al cine a ver una película y no regresó. Vega tomó notas meticulosamente. Las cámaras de seguridad mostraron a Catalina entrando al cine, pero las de la salida estaban descompuestas esa noche. “Una coincidencia muy rara”, pensó Vega. Nadie la vio salir. El caso se enfrió después de seis meses.
De repente, el teléfono de Vega sonó. Era Morgana Cabrera, una mujer cuyo testimonio había sido ignorado en la investigación original. Su voz sonaba urgente: “Me enteré de que encontraron la bolsa de Catalina. Necesito hablar con usted. Hay algo que nunca les dije”. El corazón de Leonora se detuvo. Morgana había visto a Catalina salir del cine a las 11:20 p. m., pero no estaba sola. Estaba con un hombre que trabajaba en el cine, un hombre que la había amenazado si hablaba. El silencio en la habitación era total. “Necesito que venga a la estación”, dijo Vega con voz firme. “Y necesito que me diga exactamente cómo era ese hombre”.
Las coordenadas los llevaron a un terreno baldío en las afueras de la ciudad. El lugar era un páramo de maleza y basura. Vega y su equipo llegaron al amanecer, con Leonora insistiendo en acompañarlos. Después de dos horas de búsqueda, un detector de metales emitió un sonido diferente, más fuerte. A medio metro de profundidad, los forenses encontraron una bolsa de plástico negro con ropa de mujer. “Es de ella”, susurró Leonora, reconociendo la blusa que su hija llevaba puesta esa noche. Pero lo que hizo que todos se estremecieran fue el hallazgo de un teléfono celular viejo, no el de Catalina, y una credencial de empleado con el nombre “Martino Zulay” y la ocupación de “seguridad” del Cinema Palacio.
“Es él”, susurró Leonora. “Es el hombre que Morgana vio con Catalina”. La credencial estaba válida hasta diciembre de 2002, un mes después de la desaparición de Catalina. Vega sintió que las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar. Ramírez, su compañero, encontró que Martino había huido de su dirección actual solo tres días después de que la bolsa de Catalina fuera encontrada en la pared. Alguien le había avisado. La búsqueda de Martino se intensificó.
El Dr. Alejandro Morales, el forense, llamó a Vega. Había recuperado información del teléfono encontrado en el terreno baldío. Había mensajes de texto, pero no eran con Martino. Eran con otra persona, alguien que se identificaba como un “amigo del trabajo”. Según los mensajes, esta persona le había dicho a Catalina que Martino quería disculparse por acosarla. Era una trampa. Pero lo más inquietante fue el último mensaje, enviado a las 11:47 p. m. de esa noche: “Ya está hecho. Deshazte del teléfono como acordamos”. El teléfono estaba registrado a nombre de Morgana Cabrera. El mundo de Vega se detuvo. Morgana, la mujer que los había llevado a Martino, la supuesta testigo clave, había estado en contacto con Catalina. Era una cómplice.
La revelación fue devastadora. Morgana había traicionado a Catalina. La había engañado, atrayéndola a la trampa de Martino. La verdad era que Morgana, consumida por la envidia y los celos, había conspirado con Martino. Los mensajes en el teléfono de Catalina revelaban una amistad falsa y una envidia profunda. Morgana odiaba la popularidad y belleza de Catalina, y aprovechó el acoso de Martino para tenderle una trampa mortal. Lo que Morgana no sabía era que, en su desesperación, Catalina había escondido sus pertenencias en la pared del cine, dejando una pista crucial.
El caso de Catalina se transformó. Ya no era solo una desaparición, era una conspiración. Vega y su equipo encontraron una habitación secreta en el sótano de la casa de Martino, un espacio siniestro lleno de fotografías de mujeres y objetos personales. Martino no solo había sido el asesino de Catalina, sino un depredador en serie. Pero la pieza final del rompecabezas era la más amarga. La información del teléfono de Catalina apuntaba a Morgana como la persona que la había engañado.
El golpe final para Leonora fue el más doloroso de todos. La amiga de su hija, la mujer en la que confiaron, había sido la traidora. El caso de Catalina Mollano se cerró, pero dejó una herida que nunca sanaría. La justicia prevaleció, pero el costo fue inmenso. El martillo que golpeó la pared no solo rompió el concreto, sino que también desenterró un oscuro secreto, un secreto de traición y muerte que había estado oculto por 21 años. La historia de Catalina no solo es un recordatorio de la fragilidad de la vida, sino también de la oscuridad que puede habitar en las personas más cercanas a nosotros.