Cuando la Navidad no Sabía a Azúcar: El Secreto Olvidado de las Posadas Mexicanas y el Aguinaldo de Cobre

Cierra los ojos por un momento e imagina la escena. No hay luces LED parpadeando en los balcones, ni música grabada sonando a todo volumen en bocinas portátiles. No hay bolsas de plástico llenas de frituras, ni el brillo metálico de las envolturas de dulces industriales. Estamos en el México de finales del siglo XIX, tal vez principios del XX. El aire es frío, huele a leña quemada y a tierra mojada. Las calles, muchas de ellas aún de tierra o toscamente empedradas, están oscuras, iluminadas apenas por la luz vacilante de las velas que portan un grupo de niños envueltos en rebozos y sarapes de lana.

Esta imagen, que parece sacada de una película de época en tono sepia, fue la realidad de la Navidad mexicana durante décadas. Una realidad que hemos olvidado, sepultada bajo toneladas de azúcar y plástico. La tradición de “pedir posada” no siempre fue sinónimo de recibir colación y dulces; hubo un tiempo en que lo que se pedía, y lo que se daba, era dinero real. Monedas de cobre y plata que tintineaban con la promesa de una pequeña fortuna para los más pequeños.

El Verdadero Significado del “Aguinaldo”
Hoy utilizamos la palabra “aguinaldo” para referirnos a esa prestación laboral que esperamos con ansias a fin de año, o a las bolsitas de dulces que se reparten en las fiestas. Sin embargo, en el México de ayer, el término tenía una connotación mucho más literal y directa en las calles.

Según los registros históricos y testimonios orales recopilados por instituciones como el INAH, los niños no salían a cantar los versos de los peregrinos con la esperanza de un subidón de azúcar. Su objetivo era más pragmático. La gente, en un gesto de buena voluntad y caridad cristiana —valores pilares de la sociedad de entonces—, les entregaba monedas.

No eran grandes sumas para los adultos, pero para un niño de 1900, recibir un centavo era un acontecimiento. En las casas más generosas, o quizás en las haciendas de las familias acomodadas, se podían recibir hasta cinco o diez centavos. Para poner esto en perspectiva, esas monedas tenían un poder adquisitivo real. No se trataba de acumular riqueza, se trataba de participar en la economía de la festividad.

La Magia de los Farolitos Artesanales
Antes de la llegada de las luces eléctricas masivas y los adornos importados, la atmósfera de las posadas la creaban los propios participantes. Un detalle conmovedor de aquella época era la iluminación. Los niños no llevaban varitas de neón. Llevaban farolitos hechos a mano.

Imaginemos la destreza y la paciencia requeridas: estructuras frágiles de carrizo o madera, forradas con papel de china de colores, con una vela de cera real en su interior. Caminar con uno de estos faroles requería cuidado y reverencia; un movimiento brusco podía incendiar el papel y acabar con la luz. Esa procesión de luces tenues avanzando por la oscuridad del pueblo creaba una atmósfera mística, casi solemne, muy lejana al alboroto comercial de hoy.

El canto de “En el nombre del cielo…” resonaba con una autenticidad diferente. No era un trámite para llegar a la piñata; era el ritual necesario para recibir la caridad del vecino. Era un intercambio social donde la comunidad se reconocía y se ayudaba mutuamente.

¿Qué Hacían con el Dinero?
Aquí radica la diferencia más hermosa y quizás más melancólica con el presente. Hoy, los niños acumulan dulces que muchas veces terminan olvidados en un cajón. En aquel entonces, las monedas recolectadas tenían un destino específico y valorado.

Con lo juntado en las nueve noches de posadas, los niños se convertían en pequeños clientes de los mercados navideños. Compraban pan dulce, frutas de temporada como tejocotes, cañas o limas, y si la colecta había sido excepcionalmente buena, podían adquirir “juguetitos de a centavo”. Estos juguetes no eran de plástico; eran figuras de barro, carritos de madera tosca, o muñecas de trapo confeccionadas por artesanos locales.

Cada compra era un triunfo. Cada fruta mordida tenía el sabor del esfuerzo y de la recompensa. La Navidad, por tanto, tenía un sabor a logro personal y a sencillez.

La Llegada del Azúcar y el Fin de una Era
¿Cuándo cambió todo? La transición fue gradual, pero implacable. A medida que avanzaba el siglo XX, México comenzó a industrializarse. Las fábricas de dulces y confitería empezaron a producir golosinas a gran escala y a precios cada vez más accesibles.

La modernidad trajo consigo la comodidad. Era más fácil para los anfitriones comprar bolsas de dulces a granel que repartir monedas. Además, la cultura de consumo comenzó a imitar modelos extranjeros donde el azúcar era el rey de la fiesta infantil. Poco a poco, las monedas de cobre desaparecieron de las manos de los niños para ser reemplazadas por caramelos macizos, colaciones de colores y, eventualmente, marcas comerciales.

Los “bolos” y las bolsitas de plástico sustituyeron al tintineo del metal. La gratitud por un centavo se transformó en la exigencia de más dulces.

Una Reflexión Navideña
No se trata de decir que el pasado fue mejor simplemente por ser pasado. Pero recordar estas tradiciones nos invita a reflexionar sobre lo que hemos perdido en el camino hacia la modernidad. Aquella Navidad de finales del siglo XIX y principios del XX era, sin duda, más humilde. Carecía de los lujos y el exceso visual que tenemos hoy.

Sin embargo, había una conexión humana tangible. El acto de dar una moneda implicaba desprenderse de algo de valor real para dárselo a otro. El acto de hacer un farol implicaba tiempo y dedicación.

Quizás, en estas próximas fiestas, al ver las montañas de dulces y plástico, podamos recordar por un segundo a esos niños de antaño. Aquellos que, con sus ponchos de lana y sus manos frías, nos enseñaron que la verdadera magia de la Navidad no está en lo dulce que sabe, sino en la esperanza de compartir, aunque sea, una simple moneda de cobre.

Recordar nuestra historia es la única forma de mantener viva la verdadera esencia de nuestras celebraciones. Que esta Navidad, aunque llena de dulces, tenga también un poco de esa humildad y gratitud de nuestros abuelos.

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