
En agosto de 2013, la Reserva de la Biósfera El Triunfo en Chiapas, uno de los ecosistemas más diversos y desafiantes de México, se convirtió en la última frontera para Elena Rivas, una bióloga de 34 años originaria de la Ciudad de México.
Experimentada en trabajo de campo y amante de la quietud que solo las exploraciones en solitario ofrecen, Elena se dirigió a una de las secciones más remotas y vírgenes: el núcleo de la selva nublada en la Sierra Madre de Chiapas. Para ella, estos bosques no eran un peligro, sino un laboratorio y un santuario donde podía ser verdaderamente libre.
No había prisa, no había compromisos, solo el ritmo de sus propios estudios. Sin embargo, en esta ocasión, la naturaleza le reservó una trampa cuidadosamente tendida.
El 19 de agosto, Elena Rivas hizo una parada final en un pequeño puesto de la carretera federal 190 cerca de Jaltenango de la Paz, el último punto de abastecimiento antes de sumergirse en la densa espesura. Una cámara de vigilancia la captó a las 9:20 de la mañana. Lucía como una exploradora habitual: botas de trabajo robustas, pantalones cargo, un chaleco ligero y su cabello recogido en una práctica coleta.
La única nota personal era un pequeño tatuaje de un quetzal en el interior de su muñeca, un símbolo silencioso de su devoción por la fauna del sur. Registró su ruta y la fecha de regreso prevista, el 22 de agosto, en el registro de acceso del puesto de control cercano al Campamento San Jorge. Llevaba una mochila pesada, bien equilibrada con equipo de supervivencia, su equipo de medición, y un comunicador satelital de emergencia, su única conexión con el exterior.
El primer día transcurrió sin novedad. El primer mensaje a su hermana, Samantha, fue breve y despreocupado: “Día uno. Todo bien. La neblina está espesa, justo como para los análisis. Mañana subo al Pico de las Antenas. Te aviso en la noche. E.”. El segundo día, 20 de agosto, el clima se mantuvo ideal para la caminata, con temperaturas moderadas y una brisa ligera. Alrededor del mediodía, Elena alcanzó una de las crestas conocidas en el sector “Piedra Parada”. A las 15:30 horas, envió un último mensaje de texto con sus coordenadas GPS: “La vista desde la cresta es espectacular. El clima es perfecto. Siguiendo la ruta. E.”.
Después de ese momento, el silencio.
Samantha Rivas no se alarmó de inmediato. Su hermana solía tener problemas de señal en las partes más profundas de la sierra. Pero cuando la fecha de regreso, el 22 de agosto, pasó sin noticias, la preocupación se transformó en una sensación helada. A pesar del consejo inicial de un guardabosques de darle un par de días, Samantha insistió. Sabía que Elena era responsable y que el silencio prolongado de su comunicador satelital era una señal de que algo estaba terriblemente mal.
Una Búsqueda Estéril: Cuando la Selva Traga a Alguien
La búsqueda comenzó con la localización del vehículo todoterreno de Elena en el Campamento San Jorge, intacto y cerrado. Los días siguientes vieron a equipos de Protección Civil, voluntarios locales y perros de búsqueda peinar meticulosamente el área alrededor de las últimas coordenadas conocidas de Elena. Los perros rastrearon su olor al principio, pero lo perdieron cerca de un área de denso bambú y barrancos, posiblemente debido a un fuerte aguacero monzónico que borró cualquier rastro.
El terreno era implacable: espesa vegetación, pendientes fangosas y quebradas profundas. Se emplearon drones con cámaras térmicas, pero la densa copa de los árboles y la constante niebla de la selva nublada eran una cortina impenetrable. Se recibieron falsas alarmas, pero no la menor prueba de la presencia de Elena: ni un trozo de ropa, ni una huella de bota, ni una pieza de equipo. Un experimentado rescatista local comentó durante una reunión nocturna: “Parece que la tierra la absorbió. Llevo 20 años aquí y nunca había visto una desaparición tan limpia”.
Después de tres semanas de búsqueda exhaustiva, cubriendo alrededor de 50 millas cuadradas de selva y montaña, la fase activa se canceló. El caso de Elena Rivas pasó oficialmente a la categoría de desaparecida en circunstancias inexplicables, un “caso frío” que la naturaleza, a la que Elena se había entregado con tanta pasión, parecía decidido a no revelar. Para su hermana, Samantha, comenzaron dos años de vida en un limbo entre la esperanza y la profunda tristeza. La montaña guardaba su secreto con una indiferencia monumental.
El Macabro Descubrimiento: La Verdad Envuelta en Cuerdas de Montañismo
Dos años después, a finales de julio de 2015, los cafetales y la selva de Chiapas volvían a la vida después de la temporada de lluvias. Los hermanos Dave y Andy Carter (ahora David y Andrés Cortés), ejidatarios y cazadores experimentados de la zona de Motozintla, se encontraban explorando la remota área del Cerro de la Luna, a unas 12 millas del lugar donde se vio por última vez a Elena.
Mientras Andrés seguía el rastro de un venado herido, su mirada se detuvo en un destello de color artificial bajo la densa cubierta de la vegetación. Entre los arbustos, al pie de una ceiba caída, vio un punto de un azul brillante y antinatural.
Al acercarse, descubrió una bolsa de dormir de alta calidad, parcialmente oculta bajo una capa de hojarasca y musgo, que parecía haber estado allí durante mucho tiempo. Lo que despertó la alarma fue la inusual pesadez y rigidez del bulto. Al llamar a su hermano, David, ambos se percataron del detalle más escalofriante: la bolsa de dormir no estaba simplemente abandonada; estaba metódica y firmemente envuelta con múltiples vueltas de una cuerda de escalada, formando un capullo macabro.
“Quien hizo esto sabía de nudos y de montaña,” murmuró David, el mayor. Al cortar cuidadosamente la capa superior del tejido, el terrible hedor y la visión que se reveló los hizo retroceder. Dentro había restos esqueléticos, jirones de ropa y una porción de piel momificada. Inconfundiblemente, los restos pertenecían a una mujer, con rastros de pelo oscuro aún pegado al cráneo.
Andrés, ejidatario de toda la vida, había visto la muerte, pero esta era diferente. Era deliberada y siniestra. “No toques nada más,” ordenó David. “Esto es trabajo para la policía.”
La Evidencia de los Nudos: Un Caso de Desaparición se Convierte en Homicidio
El contacto con la Fiscalía General del Estado de Chiapas puso en marcha una investigación de homicidio. El detective Michael Thornton (ahora Comandante Miguel Torres), un veterano de crímenes mayores, se hizo cargo. La escena era compleja, ubicada en un lugar secundario: la víctima había sido asesinada en otro sitio y transportada allí, posiblemente utilizando una lona vieja encontrada bajo la bolsa de dormir.
La identificación de los restos fue un proceso metódico. Los análisis de la ropa —pantalones cargo, un chaleco azul sintético— y el cotejo de registros dentales y de ADN confirmaron que el cuerpo era el de Elena Rivas. El pequeño tatuaje del quetzal en la muñeca izquierda, aunque descolorido, fue la confirmación más desgarradora.
La autopsia, realizada por la Dra. Sofía Cisneros en Tuxtla Gutiérrez, arrojó la clave del crimen. No se encontraron signos de trauma directo. La causa del fallecimiento fue hipotermia severa debido a la exposición prolongada en la altura. Pero la Dra. Cisneros notó el detalle crucial de la cuerda: “El examen de la cuerda indica que fue atada con nudos de escalada, como el ‘doble pescador’ y el ‘mariposa alpina’, que requieren experiencia. La persona en el interior no tenía ninguna posibilidad de liberarse”. La conclusión fue rotunda: Elena Rivas había sido confinada deliberadamente en condiciones donde una muerte lenta por frío era inevitable. El caso pasó de persona desaparecida a homicidio calificado.
El criminal, un individuo con experiencia en montañismo o trabajos forestales, había planeado meticulosamente su acto.
El Perfil del Vigilante: Venganza y un Patrón Oscuro
La investigación se transformó en una caza. Los detectives se centraron en el perfil del criminal: alguien con conocimiento profesional de nudos, familiarizado con la selva y que, por algún motivo retorcido, había deseado una muerte lenta y controlada para su víctima.
La mención de un testigo en Jaltenango que vio a Elena hablando con “un hombre con ropa de camuflaje desgastada” y la conexión con un caso sin resolver de 2008 en Oaxaca, donde otro explorador, Miguel Hernández, murió de hipotermia en circunstancias extrañas y también con equipo desaparecido, sugirieron un patrón. Los perfiles de la Fiscalía apuntaron a un hombre entre 30 y 50 años, un local, guía, o campesino con profundo conocimiento de la zona, que buscaba poder y control, motivado por una venganza ritualista.
La clave del misterio se desveló al investigar el caso de Oaxaca. Un informe de entrevista a un testigo mencionó a un tal “Tomás del Monte” (el Woodsy Tom original), un hombre solitario conocido por sus trabajos esporádicos en la Sierra y su profundo conocimiento de la naturaleza. Este hombre fue identificado como Tomás Grajales, de 41 años, un antiguo leñador con antecedentes menores.
La sospecha se consolidó cuando se descubrió que Grajales tenía un motivo oscuro y personal. Su hermano menor, Roberto, había perecido en 1998 tras caer por un barranco mientras exploraba. Tomás nunca creyó en la versión oficial; estaba convencido de que los compañeros de Roberto lo habían abandonado, decidiendo no complicar su viaje por buscar a un compañero perdido. Esta tragedia personal se convirtió en la semilla de su perversa venganza. Grajales creía que estaba “limpiando la selva” de biólogos y exploradores “indignos” y egoístas, castigándolos con una muerte lenta por hipotermia, el mismo destino que él creía que había sufrido su hermano. Los objetos robados eran sus “trofeos”.
La Trampa y el Fin del Terror en la Sierra
Con Tomás Grajales como principal sospechoso, los detectives se enfrentaron a la falta de pruebas directas. Grajales no era un criminal impulsivo, sino metódico y cauteloso. El Comandante Torres implementó una estrategia de presión psicológica: desplegaron vehículos oficiales cerca de la vivienda de Grajales e hicieron circular rumores controlados entre guías y ejidatarios sobre un periodista que investigaba la muerte de su hermano con nuevas pruebas.
La estrategia funcionó. Grajales se puso nervioso y comenzó a visitar un refugio secreto que utilizaba en la selva. El momento decisivo llegó cuando, bajo vigilancia, Grajales se dirigió a su cabaña cerca del Lago de los Pájaros y notó el humo de la fogata de un joven estudiante cercano. Salió de la cabaña con una cuerda y una mochila, claramente preparándose para un nuevo ataque.
En un enfrentamiento rápido, Grajales intentó huir a través del denso terreno, pero fue acorralado y detenido. La prueba irrefutable no tardó en llegar: en su bolsillo se encontró una pequeña linterna de campamento con el monograma E. R., el mismo modelo que Elena Rivas llevaba consigo.
El registro de la cabaña de Grajales reveló el horror completo. Detrás de un doble fondo en el suelo se encontró un arsenal de “trofeos”: docenas de piezas de equipo de trekking robadas, incluyendo el comunicador satelital de Elena y una mochila con su etiqueta de identificación. En ese lugar, Tomás Grajales había guardado las pruebas de, al menos, cinco crímenes en tres estados del sur y centro de México.
Durante el interrogatorio, Tomás Grajales se mantuvo en silencio, pero finalmente su muro se rompió al confrontarlo con el recuerdo de su hermano. “No merecían la montaña,” fue su confesión fría y distorsionada. Explicó que al atarlos en sacos de dormir, les daba una “oportunidad”, una prueba de fuego que, según su retorcida lógica, su hermano no tuvo.
El juicio de Tomás Grajales, el “Vigilante del Monte”, fue un evento mediático en México. Su confesión, las pruebas forenses y el macabro tesoro de su cabaña no dejaron dudas. Fue declarado culpable de múltiples cargos de homicidio calificado y sentenciado a prisión de por vida sin posibilidad de libertad condicional.
Meses después, Samantha Rivas regresó a Chiapas, llevando las cenizas de su hermana. Al esparcirlas sobre las tranquilas aguas de un arroyo cerca de San Jorge, cumplió su promesa. La selva chiapaneca, majestuosa e implacable, sigue ocultando sus secretos, pero la historia de Elena Rivas es un sombrío recordatorio de que, incluso en los lugares más hermosos, el lado oscuro de la naturaleza humana puede acechar y convertir la aventura en una trampa mortal.