Emparedada Viva: El Escalofriante Secreto de la Camarera de Campinas, Oculto Durante 69 Años

En la fría mañana de junio de 2024, el ruido de la maquinaria pesada rompió la rutina del centro de Campinas, São Paulo. Un equipo de demolición había llegado a los restos del antiguo edificio São Jorge, una estructura de tres pisos de los años 40 que llevaba más de 15 años en el abandono. Condenado por el ayuntamiento debido a graves problemas estructurales, su demolición era una necesidad para la seguridad de los peatones de la concurrida Avenida Francisco Glicério. En su planta baja, alguna vez funcionó la “Lanchonete Avenida”, un popular establecimiento de los años 50 y 60 que cerró sus puertas en 1973.

Mientras los trabajadores derribaban las paredes internas del antiguo salón, siguiendo el protocolo estándar, se toparon con algo imposible: un muro de ladrillos que no aparecía en los planos originales. Estaba cuidadosamente construido entre dos columnas de hormigón armado, creando un espacio oculto de aproximadamente 1,5 metros de ancho por 2 de profundidad. Cuando los martillos neumáticos rompieron aquella misteriosa pared, lo primero que los golpeó fue el olor. Incluso después de tantas décadas, el hedor a descomposición, mezclado con moho profundo y humedad concentrada, era inconfundible. Varios trabajadores retrocedieron, algunos hasta el punto de vomitar.

Y allí, en ese espacio estrecho y completamente oscuro que había estado sellado durante 69 años, se encontraba un esqueleto humano. Estaba en posición sentada, apoyado contra la pared del fondo, con las manos aún atadas a la espalda con alambre industrial oxidado. A su lado, esparcidos por el suelo de cemento, los restos de un uniforme de camarera blanco y rojo, una cartera de trabajo a nombre de Berenice Silva Farias y una placa de identificación de metal con la foto descolorida de una joven sonriente, de ojos brillantes y un hoyuelo en la mejilla. El misterio de su desaparición, que había atormentado a una familia durante generaciones, estaba a punto de ser resuelto de la manera más macabra posible.

Berenice Silva Farias tenía solo 23 años cuando desapareció en 1955. Era una joven de belleza sencilla pero cautivadora, de esas personas que iluminan una habitación con su sola presencia. Medía 1,62 metros, tenía un cuerpo esbelto pero fuerte, y un cabello negro y liso que recogía en un moño durante el trabajo. Sus ojos castaños almendrados brillaban cuando sonreía, revelando un profundo hoyuelo en su mejilla derecha que, según los clientes habituales de la lanchonete, la convertía en dueña de “la sonrisa más bonita de Campinas”.

Nacida el 12 de abril de 1932, Berenice era la cuarta de siete hijos. Su padre, Joaquim, era un ferroviario que trabajaba turnos brutales, y su madre, Sebastiana, una abnegada ama de casa. Crecieron en una pequeña casa en el barrio obrero de Cambuí, donde el dinero siempre fue escaso, pero el amor familiar abundaba. La dura realidad económica la obligó a dejar la escuela a los 12 años para empezar a trabajar. Lavó ropa para familias de clase media y luego, a los 15, consiguió un empleo en una panadería, despertando a las 3 de la mañana para amasar pan.

A los 18 años, en marzo de 1950, su vida dio un giro al ser contratada como camarera en la Lanchonete Avenida. El local, situado en la planta baja del imponente Edificio São Jorge, era el epítome de la modernidad de la época, inspirado en los diners americanos. Con su largo mostrador de fórmica roja, taburetes giratorios cromados y una máquina de café expreso italiana que llenaba el aire con su aroma, el lugar era un hervidero de actividad desde las 6 de la mañana hasta la medianoche.

Berenice demostró ser excepcionalmente buena en su trabajo. Poseía una memoria fotográfica para los pedidos y una eficiencia que asombraba. Pero era su sonrisa genuina y su trato cálido lo que hacía que los clientes regresaran. Se convirtió en el alma del lugar, la figura indispensable que, con el tiempo, asumió responsabilidades de gerente de facto, aunque su salario nunca reflejó esa carga.

El dueño de la lanchonete era un inmigrante italiano de 52 años llamado Giuseppe Moretti, a quien todos llamaban “Seu Pep”. Viudo desde hacía tres años, era un hombre de temperamento explosivo y volátil, pero conocido por ser justo con sus empleados. Pagaba puntualmente y respetaba los festivos. Sin embargo, bajo esa fachada de jefe rudo pero de buen corazón, se escondía una oscuridad que nadie podía imaginar.

En enero de 1954, la vida de Berenice se iluminó con la llegada de Paulo Henrique Alves de Castro. Él era un contador de 28 años, alto, apuesto y educado, que trabajaba a pocas cuadras de distancia. Paulo comenzó a almorzar en la lanchonete a diario, y rápidamente quedó prendado de la camarera de la sonrisa encantadora. Su cortejo fue respetuoso y a la antigua. Tras un año de conversaciones casuales sobre el mostrador, la invitó formalmente al cine.

Su noviazgo fue un torbellino de felicidad, siempre siguiendo las estrictas normas sociales de la época. Paseos por el parque bajo la atenta mirada de una hermana menor como carabina, helados y sesiones de cine por la tarde. Paulo era un caballero que la trataba como a una dama. En enero de 1955, exactamente un año después de su primera cita, le pidió matrimonio a su padre, ofreciéndole un anillo que le había costado tres meses de salario. Berenice, radiante, aceptó. Fijaron la boda para octubre.

Pero había un problema grave y peligroso que Berenice no podía ver. Seu Pep, su jefe, estaba completamente obsesionado con ella. No era amor, sino un deseo enfermizo de posesión y control. Desde que empezó a trabajar allí, la consideraba de su propiedad. Su obsesión, inicialmente disimulada con miradas lascivas y roces “accidentales”, se convirtió en una furia contenida cuando ella comenzó a salir con Paulo. Los comentarios maliciosos sobre su “novio de traje caro” se volvieron frecuentes.

Cuando Berenice anunció su compromiso, mostrando orgullosa su anillo, algo se rompió dentro de Seu Pep. La confrontó en el depósito, prohibiéndole casarse. “Usted me debe lealtad”, le espetó. La respuesta firme de Berenice, defendiendo su derecho a una vida propia y amenazando con renunciar, fue un desafío que él no pudo tolerar. Su obsesión se transformó en una intención letal: si no podía tenerla, nadie más lo haría.

El 15 de julio de 1955 era un viernes normal de invierno. Berenice trabajaba el turno de noche. Paulo había quedado en recogerla, pero llamó a última hora para cancelar; estaba exhausto por el trabajo. Berenice, aunque decepcionada, comprendió. No sabía que Seu Pep estaba escuchando cada palabra. Tampoco sabía que esa sería su última noche con vida.

A la medianoche, la lanchonete cerró. Berenice siguió su rutina de limpieza. Seu Pep la esperaba en el depósito, mal iluminado. Junto a él, una abertura rectangular en la pared que ella nunca había visto, y a su lado, ladrillos, argamasa y herramientas de albañil. Cuando ella preguntó qué era todo aquello, él se giró, y en sus ojos vio una determinación fría y aterradora. La agarró violentamente y, antes de que pudiera gritar, le cubrió la boca con un paño empapado en cloroformo.

Luchó con todas sus fuerzas, pero en menos de un minuto quedó inconsciente. Seu Pep la arrastró al hueco, ató sus manos y pies con alambre, y comenzó a construir la pared, ladrillo por ladrillo, con la precisión de un artesano. Berenice recuperó la conciencia alrededor de las 3 de la madrugada, ya completamente emparedada. Sus gritos desesperados fueron ahogados por el ladrillo y el hormigón. Afuera, en la calle desierta, nadie podía oírla.

A las 6 de la mañana, la pared estaba terminada y pintada para que coincidiera con el resto del depósito. Seu Pep limpió todo rastro y abrió la lanchonete como cualquier otro día. Berenice Silva Farias murió de una horrible combinación de asfixia, deshidratación y terror.

La investigación policial que siguió fue intensa pero infructuosa. Seu Pep interpretó a la perfección su papel de jefe preocupado, diciendo que ella se había ido a casa como siempre. Paulo, sin una coartada verificable, también fue sospechoso. La comunidad la buscó durante semanas, pero Berenice simplemente se había “evaporado”. El caso se cerró y ella se convirtió en una estadística.

Paulo nunca se casó y murió en 2007, atormentado por no saber qué le ocurrió al amor de su vida. Seu Pep regentó la lanchonete hasta 1973 y murió tranquilamente en un asilo en 1993, a los 95 años, llevándose su terrible secreto a la tumba.

Y allí habría terminado la historia, si no fuera por la demolición de junio de 2024. El análisis forense confirmó la brutal verdad: los rasguños desesperados en el interior de los ladrillos demostraban que había sido emparedada viva. Después de 69 años, el silencio de la tumba de ladrillos de Berenice finalmente fue roto, revelando un crimen tan meticulosamente planeado que casi fue perfecto.

 

 

 

 

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