Solo contra 64 aviones japoneses: el piloto estadounidense que decidió atacar sabiendo que no sobreviviría

Cuando 64 aviones japoneses atacaron a un solo P-40, la solución de este piloto dejó a todos sin palabras.

A las 9:27 de la mañana del 13 de diciembre de 1943, el segundo teniente Philip Adair giró su Curtiss P-40N Warhawk en una amplia curva ascendente sobre Assam, en el noreste de la India. El aire estaba tranquilo, casi engañosamente sereno, cuando a través de la neblina matinal aparecieron sesenta y cuatro aviones japoneses, avanzando en formación perfecta, tres millas al este, directamente hacia la base aérea de Dinjan.

Philip tenía veintitrés años. Había volado cuarenta y tres misiones de combate protegiendo el puente aéreo sobre el Himalaya, la peligrosa ruta conocida como “The Hump”. Había visto aviones caer en llamas, había perdido amigos, había aprendido a no confiar en la suerte. Pero aquella mañana estaba solo. Era el único caza estadounidense en el aire.

Durante las ocho semanas anteriores, los japoneses habían intensificado sus ataques contra aeródromos aliados en el noreste de la India. Cuarenta y siete aviones de transporte destruidos en tierra. Ciento doce hombres muertos. Dinjan era un objetivo perfecto.

Abajo, en la pista, había catorce C-47 cargados con suministros vitales para las fuerzas chinas de Chiang Kai-shek. Un hospital de campaña atendía a sesenta y tres soldados heridos. Los depósitos de combustible contenían reservas suficientes para mantener las operaciones aéreas durante once días. Si los bombarderos llegaban intactos, todo desaparecería en minutos.

Philip miró el indicador de combustible. Tanques llenos. Noventa minutos de vuelo, como máximo. Miró después al enemigo. Veinticuatro bombarderos Mitsubishi Ki-21, conocidos como Sally, escoltados por unos cuarenta cazas Nakajima Ki-43 Oscar, distribuidos en capas protectoras por encima y por debajo de la formación principal.

La doctrina era clara. Ningún piloto debía atacar estando en inferioridad superior a cinco contra uno. Aquello no era cinco contra uno. Era sesenta y cuatro contra uno.

Podía hacer lo correcto según el manual. Avisar por radio, seguir a distancia, esperar refuerzos desde Jorhat. Pero los refuerzos tardarían treinta y ocho minutos. Para entonces, las bombas ya habrían caído. Dinjan sería historia.

Philip pensó en los hombres en tierra. En los heridos. En los mecánicos que esa mañana habían bromeado mientras le ayudaban a arrancar el motor. Pensó en Lulu Bell, su P-40, marcado con el número 44, armado con seis ametralladoras calibre 50 y apenas doce segundos de fuego continuo.

Doce segundos para cambiarlo todo.

Empujó la palanca de gases hacia adelante.

El motor Allison V-1710 respondió con un rugido profundo. La presión del colector subió. El Warhawk aceleró, vibrando bajo sus manos. Philip ganó altura hasta colocarse cuatro mil pies por encima de los bombarderos, alineándose desde el sur, con el sol a su espalda.

Todavía no lo habían visto.

Los pilotos japoneses miraban hacia delante, seguros de que el cielo estaba limpio. Nadie esperaba un ataque tan lejos del objetivo. Nadie esperaba a un solo hombre.

Philip respiró hondo. Su plan era simple y desesperado. Golpear a los bombarderos líderes. Romper la formación. Destruir la precisión del ataque. Forzar el caos. No podía ganar. Solo podía arruinarles el día.

Inclinó el avión, rodó invertido y apuntó el morro hacia abajo.

La velocidad aumentó rápidamente. El altímetro descendía. El viento rugía alrededor de la cabina. A ochocientos metros, apretó el gatillo.

Las ametralladoras estallaron.

Trazadoras rojas surcaron el aire y golpearon el ala izquierda del bombardero líder. La tela se desgarró. El metal saltó en chispas. El motor izquierdo explotó en una bola de fuego naranja. El avión japonés se inclinó bruscamente mientras una columna de humo negro brotaba del carenado.

La formación se rompió.

Los bombarderos se dispersaron, chocando casi entre ellos, perdiendo la disciplina que hacía letal su ataque. Philip tiró de la palanca con todas sus fuerzas. Siete G lo aplastaron contra el asiento. Giró bruscamente a la derecha.

Y entonces los vio.

Cuarenta cazas Oscar descendían sobre él como halcones.

Sabía lo que venía después. El Ki-43 era ligero, ágil, mortal en giros cerrados. En un combate prolongado, su P-40 no tendría oportunidad. Pero huir significaba condenar Dinjan.

Philip Adair no huyó.

Volvió a empujar el avión hacia el combate, sabiendo que cada segundo que los mantuviera ocupados era una pista salvada, una vida más en tierra.

Y la verdadera batalla acababa de empezar.

Los Oscar se le echaron encima desde todos los ángulos. Philip los sintió antes de verlos, sombras rápidas cruzando el cielo, puntos que crecían a una velocidad aterradora. Sabía que no debía girar con ellos. Si entraba en un combate cerrado, estaría muerto en segundos. El P-40 no estaba hecho para bailar, sino para golpear y escapar.

Rodó a la izquierda, tiró del morro hacia arriba y disparó una ráfaga corta contra el caza que encabezaba el ataque. Las balas pasaron altas. El japonés se apartó con facilidad, como si se burlara de él. Philip invirtió el giro y se lanzó en picado para recuperar velocidad. Dos Oscar bajaron tras él, pero el Warhawk aceleró con furia, separándose poco a poco.

No podía permitirse huir demasiado lejos. Detrás de la pantalla de cazas, los bombarderos intentaban recomponerse.

Miró su contador de munición. Ochocientas balas restantes. Quizá seis ataques más. Tal vez menos.

Giró el avión, volvió a subir con el motor al límite y apuntó otra vez hacia los Ki-21. Tres grupos de bombarderos trataban de reagruparse en formaciones de ataque. Si lo conseguían, todo habría terminado.

Philip empujó la palanca de gases y se lanzó hacia ellos. Ocho Oscar lo siguieron, pero en picado no podían alcanzarlo. El P-40 superó las cuatrocientas millas por hora. El aire hacía vibrar la estructura del avión. Al nivelarse a la altura de los bombarderos, abrió fuego.

Las trazadoras impactaron en el motor derecho del bombardero líder. Hubo un destello blanco y luego una explosión brutal. El motor se desintegró en llamas. El avión se ladeó violentamente y cayó fuera de la formación. Su punto rompió para evitar la colisión.

Philip corrigió con el timón, apuntó a otro Sally y volvió a disparar. Las balas atravesaron el fuselaje sin resistencia. Aquellos aviones no tenían blindaje. No tenían tanques autosellantes. Eran viejos, vulnerables, y aun así llevaban suficientes bombas para arrasar el aeródromo entero.

Los Oscar regresaron como una marea.

Philip tiró del avión hacia arriba, sintiendo cómo el cuerpo le pesaba el doble. El sudor le corría por la frente. El motor rugía sin descanso. Entonces vio la aguja de temperatura del refrigerante.

Doscientos treinta grados.

Demasiado alto.

Había estado usando potencia máxima durante once minutos. El motor Allison era fuerte, pero no invencible. Si alcanzaba los doscientos cincuenta, empezaría a fallar. Si se pasaba de eso, el motor moriría.

Redujo potencia unos segundos. La temperatura apenas bajó.

Abajo, los bombarderos seguían avanzando. Diecinueve millas hasta Dinjan.

Philip volvió a empujar el acelerador.

Dos Oscar aparecieron de frente, disparando. Las trazadoras de 7,7 mm cruzaron frente a su parabrisas. Respondió con una ráfaga larga. A trescientos metros, sus balas alcanzaron el morro de uno de ellos. El caza japonés vibró, se ladeó y se alejó dejando una estela blanca de vapor.

Philip picó de nuevo. El indicador marcaba doscientos cuarenta grados. El motor empezaba a sonar áspero, como si protestara.

Delante, dos formaciones de bombarderos habían vuelto a organizarse. Seis aviones en V perfecta. Si llegaban así al objetivo, aún podrían causar un desastre.

No había tiempo para pensar.

Philip apuntó al líder, apretó los dientes y disparó. La primera ráfaga destrozó el ala. La estructura cedió y el panel exterior se arrancó de golpe. El bombardero giró boca abajo y cayó en espiral. Nadie saltó.

La formación se desintegró una vez más.

Pero el precio llegó de inmediato.

Ocho Oscar cayeron sobre él desde arriba. Philip giró tarde. Sintió impactos secos. El ala derecha se sacudió. La tela se desgarró. Un disparo alcanzó el sistema del alerón. El control se volvió blando, impreciso.

Otra ráfaga golpeó el fuselaje. Chispas saltaron del capó del motor. Un proyectil atravesó el depósito de refrigerante.

De repente, el parabrisas se cubrió de líquido verde.

La temperatura se disparó.

Doscientos sesenta grados.

Vapor escapaba por las juntas del capó. El motor vibraba con violencia. La presión de aceite cayó. Philip supo la verdad antes de que ningún indicador se lo confirmara.

El motor estaba muriendo.

Cortó gases. Las revoluciones bajaron. El rugido se convirtió en un gemido metálico. Aun así, miró al frente.

Los bombarderos estaban dispersos. El ataque había sido roto. Aunque soltaran las bombas ahora, caerían sobre la selva, no sobre Dinjan.

Philip Adair había cumplido su misión.

Ahora solo quedaba sobrevivir.

El silencio llegó de golpe cuando el motor terminó de rendirse. No fue inmediato, ni dramático. Solo un descenso lento del ruido, como si el avión estuviera cansado de luchar. Philip sintió el vacío en el estómago cuando la hélice comenzó a girar libre, empujada solo por el aire.

Miró los instrumentos. Presión de aceite casi en cero. Temperatura fuera de escala. El Allison V1710 estaba acabado.

Bajó el morro con cuidado, manteniendo velocidad. El P-40 todavía volaba. Eso era lo único que importaba. Debajo de él se extendía la selva de Assam, densa, verde, infinita. No había campos. No había carreteras. Solo árboles y agua.

Y cazas enemigos.

Dos Oscar pasaron a su lado sin disparar. Quizá pensaron que ya estaba muerto. Quizá no valía la pena gastar munición en un avión que caía solo. Philip no los siguió con la vista. Tenía otro problema.

Altura: 7.000 pies.
Velocidad: apenas suficiente.

Sabía lo que tenía que hacer.

Ajustó el avión para el mejor planeo. Pensó brevemente en su base, en Dinjan, en los C-47 intactos, en los hombres que no sabían cuán cerca habían estado de morir esa mañana. Pensó en casa. En algo tan simple como una cama que no vibraba.

Cuando el avión empezó a perder sustentación, tomó la decisión final.

Abrió la carlinga. El viento entró de golpe, rugiendo. El olor a aceite caliente y vapor llenó el aire. Se quitó los auriculares. Aflojó el arnés. Miró una última vez el panel de instrumentos, lleno de agujas inútiles.

Saltó.

El golpe del aire le arrancó el aliento. El mundo giró violentamente durante un segundo eterno hasta que el paracaídas se abrió con un tirón brutal. El silencio regresó, roto solo por el susurro del viento y el latido ensordecedor de su propio corazón.

Desde arriba vio al Lulu Belle caer en espiral, desaparecer entre las copas de los árboles y estrellarse en la selva con un destello apagado.

Philip aterrizó duro, golpeándose una pierna, pero vivo. Se arrastró fuera del arnés y se escondió entre la vegetación. Permaneció inmóvil durante horas, escuchando motores lejanos, insectos, el sonido húmedo de la jungla.

Esa noche, patrullas británicas lo encontraron guiadas por bengalas lanzadas desde Dinjan.

Había perdido su avión. Había gastado casi toda su munición. Había luchado solo contra sesenta y cuatro aviones enemigos.

Pero Dinjan seguía en pie.

Los informes posteriores confirmaron que los bombarderos japoneses abortaron el ataque. Ninguna bomba cayó sobre el aeródromo. Ningún transporte fue destruido. El puente aéreo sobre el Himalaya continuó sin interrupciones.

Philip Adair no derribó un escuadrón entero. No ganó la guerra en un día. Pero en esos minutos sobre Assam, tomó una decisión que cambió el destino de cientos de hombres y toneladas de suministros vitales.

Años después, cuando le preguntaron por qué atacó estando solo, respondió con sencillez:

“Porque si no lo hacía yo, no lo haría nadie.”

A veces, la historia no la cambian ejércitos.
A veces, la cambia un solo piloto que decide no darse la vuelta.

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