El volcán Iztaccíhuatl, símbolo de México y conocida como la “hermana” del Popocatépetl, no solo es una cumbre imponente, sino también un lugar sagrado cargado de tragedias. Apodada “La Mujer Dormida” por la forma de su silueta, esta montaña esconde tras su belleza serena uno de los misterios más dolorosos de la historia del alpinismo mexicano: la desaparición de la familia Rojas.
En 1988, Miguel Rojas (42 años), su esposa Sofía (38) y su hijo Jaime (16) desaparecieron en medio de una tormenta de nieve devastadora. El hecho se convirtió en una leyenda urbana entre los montañistas, un recordatorio constante de los peligros imprevisibles de la montaña. A pesar de las intensas búsquedas, nunca se halló rastro alguno. Con el paso de los años, las esperanzas de encontrar respuestas se fueron desvaneciendo, hasta que, casi tres décadas después, un hallazgo inesperado lo cambió todo.
La tragedia comenzó el 14 de mayo de 1988, cuando la familia Rojas se unió a una expedición comercial organizada por una compañía de la Ciudad de México. Miguel era un montañista reconocido, Sofía también tenía gran experiencia, y Jaime, a pesar de su juventud, había demostrado un talento natural. Para ellos, escalar juntos no era solo una pasión, sino un símbolo de unión y perseverancia.
Aquella mañana partieron del campamento base a 4,600 metros de altura. Todo transcurría con normalidad hasta el mediodía, cuando una tormenta repentina transformó el paisaje en un muro blanco de viento y nieve. La visibilidad se redujo drásticamente. El líder de la expedición decidió continuar, confiando en que el mal tiempo pasaría pronto. Sin embargo, a las 2:30 de la tarde, la tormenta arreció con tal violencia que los montañistas quedaron dispersos en pequeños grupos. Cuando la nieve cedió horas después, la familia Rojas ya no estaba.
Durante tres días, más de 50 rescatistas recorrieron la montaña, pero el mal clima, las grietas ocultas y el hielo inestable hicieron imposible la misión. El operativo fue suspendido, y la desaparición quedó marcada como un misterio. Con el tiempo, la comunidad alpinista solo pudo especular: ¿cómo fue posible que un grupo tan experimentado sucumbiera?
La respuesta llegó en septiembre de 2016, cuando un equipo universitario de investigación geológica, encabezado por la Dra. Ana Morales, exploraba una nueva ruta. Allí, en el hielo eterno, hallaron restos de tela y equipo antiguo. Al excavar con cuidado, emergieron pertenencias personales con el nombre de la familia Rojas. La noticia atrajo a especialistas que, tras una operación compleja, confirmaron lo impensable: el glaciar había preservado los restos y los objetos de la familia desaparecida.
El hallazgo más impactante fue una cámara protegida por una carcasa impermeable. Sus fotografías revelaron que la familia sobrevivió varios días tras la tormenta inicial. Las imágenes mostraban un refugio improvisado en una cueva de hielo, donde permanecieron juntos hasta el final. El análisis determinó que no cayeron en una grieta, como se pensaba, sino que fueron sorprendidos por una avalancha que los sepultó.
Entre las pertenencias había cartas dirigidas a sus seres queridos, reflejo de sus últimos pensamientos y emociones. Estos documentos ofrecieron un retrato conmovedor de su fortaleza, amor y esperanza en medio de la adversidad.
Aunque la verdad resultó desgarradora, también trajo consuelo a quienes esperaron casi 30 años por respuestas. La historia de Miguel, Sofía y Jaime Rojas se convirtió en un legado: una advertencia sobre la fuerza implacable de la montaña, pero también un testimonio eterno del amor familiar y la resiliencia humana.
Hoy, su memoria vive en las laderas del Iztaccíhuatl, recordándonos que cada paso en la montaña encierra tanto grandeza como fragilidad.