
El Acantilado del Engaño: La Tragedia de la Familia Rivas en Nuevo León
Roberto Rivas no buscaba un paseo familiar; buscaba la coartada perfecta. Eran las 8:22 de la mañana del 28 de marzo de 2009. Las cámaras de seguridad en la entrada de la Cascada Cola de Caballo, en la Sierra de Santiago, Nuevo León, registraron el último retrato de una familia que parecía perfecta. Roberto, de 45 años, con su mochila azul. Elena, de 48, y la adolescente Sofía, de 14, ilusionada con su cámara nueva. Un matrimonio de 20 años y una vida tranquila en San Nicolás de los Garza. En ese instante, al adentrarse en la vereda, se selló el destino de dos de ellos y se activó la huida del tercero.
Lo que inició como una búsqueda de reconexión familiar se convirtió en un misterio escalofriante que desataría una de las investigaciones más complejas en el noreste de México. La familia Rivas desapareció sin dejar rastro, y solo el tiempo, y un hallazgo fortuito, revelarían que el hombre que había jurado protegerlas era, en realidad, su ejecutor.
La Fachada de la Normalidad Rota
La vida de Roberto, operador de Metrorrey, y Elena, dueña de una boutique, era tan estable como cualquier otra. Un matrimonio con hipoteca al día y una hija dedicada a sus estudios. Por eso, el silencio del domingo fue un golpe seco. La alarma se encendió cuando no llegaron a una fiesta familiar.
El lunes, la confirmación del desastre: el Chevy Corsa plateado de Roberto, impecable, cerrado, con la billetera y documentos dentro, estaba abandonado en el estacionamiento de la cascada. El caso pasó de ser una desaparición a una investigación criminal de alto perfil.
La búsqueda fue masiva y costosa, con un desembolso superior a los 400 mil pesos en recursos de Protección Civil y la AEI. Perros rastreadores perdieron el rastro en una bifurcación, un sendero secundario y escarpado que solo usan los montañistas. La conclusión inicial fue aterradora: se habían desviado. Pero, ¿por qué?
Mientras se peinaba la sierra, la policía hurgaba en la vida de Roberto. Todo era normal. Salvo un detalle que un vecino recordó con tardanza: tres meses antes, un hombre en un Chevy Monza rojo había visitado a Roberto, y este regresó visiblemente tenso. Una pista débil que se enfrió, pero que sembró la primera duda sobre la “normalidad” del operador de Metrorrey.
Once Meses de Angustia y el Grito de un Abismo
La esperanza se desvaneció. Las búsquedas oficiales se suspendieron. La madre de Elena, Doña Carmen, cayó en una depresión profunda, aferrada a la premonición de que su hija y nieta “estaban sufriendo y pidiendo ayuda”. El pupitre de Sofía en la secundaria permaneció vacío, un doloroso símbolo de la tragedia.
El misterio se mantuvo intacto durante casi un año. Exactamente 11 meses y dos días después, la verdad emergió.
El 30 de enero de 2010, una pareja de montañistas experimentados, explorando la ruta secundaria que la familia Rivas supuestamente había tomado, encontró un objeto inconfundible colgando de unas ramas cerca de un acantilado de 60 metros: la mochila azul oscuro de Roberto Rivas.
Con binoculares, el montañista enfocó el fondo del cañón. Semiocultos entre las rocas y la maleza, encontró restos humanos. Dos cuerpos en estado avanzado de descomposición. El horror se confirmaba: con la ayuda de un reloj con la inscripción “Sofía 15 años” y la credencial de Elena, se identificó a las víctimas.
El Informe Forense que Reveló al Verdugo
La ausencia de Roberto Rivas transformó la investigación. Él dejó de ser una víctima para convertirse en el único sospechoso. El hallazgo en el abismo no apuntaba a un trágico accidente, sino a un crimen con todas las agravantes.
El informe forense fue devastador. Elena y Sofía no murieron por la caída. Se encontraron fracturas antemortem en el cráneo de Elena, lesiones que sugerían un golpe con un objeto contundente antes de ser lanzadas al vacío. El mismo patrón, aunque menos evidente por la descomposición, se encontró en los restos de Sofía. Roberto Rivas no las perdió; las asesinó.
Una orden de aprehensión por doble feminicidio calificado se giró contra el operador de Metrorrey.
El Secreto de la Doble Vida y la Huida a Chiapas
La policía reconstruyó la vida de Rivas bajo la nueva óptica criminal. El hombre que se esforzaba por planear un “día familiar” había estado, en realidad, planeando su huida.
La clave la dio la FGR, al detectar un trámite sospechoso en Chiapas: una solicitud de acta de nacimiento con el nombre de Roberto Pérez Sánchez. Era una identidad falsa, un rompecabezas de datos robados. El rastro llevó a una casa en Tuxtla Gutiérrez, donde los vecinos confirmaron que un hombre con las características de Roberto había vivido allí.
Y lo más importante: estaba acompañado por una mujer joven en avanzado estado de embarazo.
La mujer fue identificada como Natalia Sánchez Ferreira. Las llamadas telefónicas y los registros de control prenatal lo confirmaron: Roberto Rivas mantenía una relación extramatrimonial desde hacía al menos dos años. El embarazo de Natalia coincidía perfectamente con su renovado interés por “actividades familiares” y el cambio de turno solicitado en su trabajo.
La excursión a la Cola de Caballo no fue un intento de reconexión, sino la ejecución de un plan macabro para eliminar a su esposa e hija y liberarse para su nueva vida en el sur del país.
Roberto Rivas, el tranquilo conductor de Metrorrey, se reveló como un feminicida sin escrúpulos. Su fotografía se distribuyó a nivel nacional, convirtiéndose en el fugitivo más buscado de México. La tragedia de la familia Rivas quedó grabada en la memoria colectiva: una historia donde la traición más profunda se escondió detrás de la fachada de un matrimonio normal, y cuyo secreto fue revelado por un acantilado que se negó a guardar silencio.