
En el vasto y enigmático corazón de Chiapas, la selva lacandona se alza como un imperio verde donde el tiempo y las historias se entrelazan bajo un dosel de gigantescos árboles de ceiba. En 1984, cuando sus senderos eran poco más que hilos invisibles en un laberinto indómito, un grupo de siete jóvenes aventureros, atraídos por el canto de lo desconocido, se adentró en su espesura. Creían estar a punto de vivir la travesía de sus vidas, guiados por un hombre enigmático y curtido, Rogelio Méndez, que les prometía maravillas ocultas y una experiencia que ningún mapa turístico podría ofrecer. Lo que no sabían es que estaban a punto de convertirse en los protagonistas de una de las desapariciones más aterradoras y prolongadas de la historia de México, un misterio que la selva celosamente guardaría por casi tres décadas.
El punto de partida de esta pesadilla fue Palenque, un pueblo que para aquel entonces funcionaba como el portal de acceso a la selva. En la parte trasera de un café, en una agencia de viajes improvisada y con olor a café tostado, se encontraron. Cuatro hombres y tres mujeres, de distintos rincones del mundo: dos mexicanos, una pareja de franceses, un mochilero canadiense, una fotógrafa argentina y un joven antropólogo estadounidense. No se conocían, pero compartían la misma sed de aventura y la misma fascinación por la promesa de un viaje a lo más profundo de la naturaleza virgen. Y allí, en medio de la charla animada, apareció Rogelio, un hombre de rostro afilado y ojos tan oscuros como el carbón, con una voz pausada que sabía cómo tejer la fantasía de templos olvidados y jaguares al amanecer. Les vendió la idea de que la selva tenía secretos, y lo que nadie supo en ese momento es que él mismo era uno de ellos.
Desde el primer momento en que pusieron un pie en el sendero, la selva se mostró como un ser vivo que respiraba calor y humedad. El sonido incesante de las cigarras era la única música, y la vegetación se cerraba sobre ellos como si los quisiera tragar. Al principio, el ambiente era jovial, con risas y fotografías. Sin embargo, la tensión no tardó en instalarse. Rogelio no seguía los caminos más transitados, sino que se desviaba por veredas estrechas, con la excusa de que eran atajos. La primera señal de alarma vino con la lesión de tobillo de uno de los franceses, Luke. La frialdad con la que Rogelio reaccionó, diciéndole que la selva no perdona a los lentos, dejó una sensación de amenaza flotando en el aire. La incomodidad se transformó en miedo cuando, la primera noche, escucharon un grito humano y desesperado en la distancia, que Rogelio aseguró que era solo un mono aullador, una explicación que nadie se atrevió a contradecir.
La selva, lejos de ser el paraíso que les habían prometido, se estaba convirtiendo en una prisión de paranoia. El grupo se fracturó. La fotógrafa argentina, Clara, que iba al frente, empezó a notar que el sol no estaba donde debería. El grupo se dirigía en la dirección opuesta a la que el guía les había prometido. La desconfianza explotó al encontrar una choza abandonada. El mochilero canadiense, Mark, encontró un trozo de tela con un bordado que rezaba “Roma 1981”, un detalle que hizo a Clara, la fotógrafa, atar cabos. Ella recordó el caso de dos exploradores italianos desaparecidos tres años atrás. La reacción de Rogelio fue instantánea y agresiva: le arrebató la tela y la tiró, con un tono tan cortante que nadie se atrevió a replicar.
A partir de ese momento, la naturaleza misma pareció volverse contra ellos. Una tormenta torrencial convirtió el sendero en un río de lodo, y en medio del caos, la primera desaparición. Clara se esfumó sin que nadie la viera caer. . Rogelio se negó a buscarla, argumentando que sería inútil. El pánico se apoderó del grupo. Esa noche, el miedo se hizo tangible: el joven francés con el tobillo lesionado, Luke, desapareció de su hamaca sin dejar rastro, salvo la cuerda cortada. La huella de una bota grande fue el único indicio de lo que podría haber sucedido.
Al amanecer del tercer día, el grupo ya no estaba completo. Cinco almas aterradas avanzaban en un silencio espeso, roto solo por el machete de Rogelio. La tensión se hizo insoportable. En un claro, la francesa Marie exigió la verdad, y la respuesta de Rogelio fue una sonrisa inquietante: “La selva decide quién se queda y quién sale. Yo solo escucho”. Esa misma tarde, un movimiento furtivo en la maleza se llevó al mexicano Ernesto. El terror se volvió una constante, un compañero de viaje. El grupo se redujo a tres: Rogelio, Mark y el estadounidense John.
El quinto día fue una pesadilla silenciosa. John y Marie también desaparecieron, uno arrastrado por la corriente de un río y la otra silenciada por la fuerza de Rogelio. Mark se encontró solo con el guía, en un juego mortal de gato y ratón. Al sexto día, la selva cedió y se encontraron con un camino de tierra. Rogelio le dijo a Mark: “Aquí termina el viaje”, y lo amenazó para que no contara nada. Mark, exhausto y traumatizado, asintió. Dos días después, Rogelio apareció en Palenque. Dijo que el grupo se había separado y que la mala suerte había hecho el resto. La policía, en aquel entonces, no investigó a fondo. El caso fue archivado. Mark trató de contar su versión, pero nadie le creyó. Los rumores, sin embargo, comenzaron a crecer. Otros guías hablaban de que Rogelio siempre regresaba solo y que había zonas de la lacandona donde no se atrevían a entrar, donde las almas de los perdidos vagaban.
El tiempo pasó, las familias de los desaparecidos se resignaron a la burocracia y la indiferencia. El caso se convirtió en una leyenda de pueblo, una historia de terror que se contaba en las cantinas de Palenque, una advertencia susurrada a los turistas incautos. Nadie lo supo, pero la selva guardaba la evidencia. Durante 28 años, la historia de los siete turistas de 1984 estuvo enterrada bajo el manto de la maleza, olvidada por todos menos por los fantasmas que la habitaban. Pero en 2012, un equipo de arqueólogos y voluntarios hizo un hallazgo que lo cambió todo. A 30 kilómetros de Metzabok, bajo las raíces de un ceiba gigante, el joven británico Alan encontró un trozo de tela descolorida con el bordado “Marie Paris, 1984”.
La excavación meticulosa que siguió reveló una verdad aterradora. Huesos humanos, mezclados con ropa podrida, un pasaporte canadiense a nombre de Mark Henderson y una cámara fotográfica dañada. La noticia corrió como reguero de pólvora. . Los periódicos locales revivieron la historia. Y un nombre, que muchos habían tratado de olvidar, volvió a la boca de todos: Rogelio Méndez, el guía que en 1984 había salido de la selva solo. Para ese entonces, Rogelio era dueño de una posada para mochileros, una figura respetada. Cuando los reporteros lo buscaron, su reacción fue de molestia y repitió la misma versión que había dado casi tres décadas atrás.
La Fiscalía Estatal, bajo la presión mediática, reabrió el caso, ahora como un homicidio múltiple. La investigación, sin embargo, no fue sencilla. Rogelio tenía un abogado que aprovechaba cada vacío legal. El golpe más fuerte, y la evidencia irrefutable, vino de la cámara encontrada en el lugar de los hechos. Los peritos lograron rescatar un carrete dañado por la humedad. Las fotos mostraban a los turistas en sus momentos de optimismo y, en varias de ellas, a Rogelio, con su machete y una expresión adusta. La última foto, tomada de noche con flash, mostraba a Clara y Marie sentadas junto a una fogata, con un rostro tenso y, en las sombras, la silueta de un hombre con sombrero observándolas.
Con esa evidencia, la fiscalía solicitó una orden de cateo en la posada de Rogelio. Lo que encontraron en una caja metálica era el museo de una macabra historia de crímenes. Relojes, collares, navajas y pasaportes de distintas nacionalidades, algunos reportados como robados. Entre los objetos, una brújula grabada con las iniciales J.B., coincidentes con el joven estadounidense John Baker. La evidencia era concluyente. Rogelio fue detenido, pero se negó a confesar. Sin embargo, los rumores sobre él ya habían traspasado las fronteras de Chiapas. Testimonios de otros guías y de un campesino lacandón que lo había visto regresar solo con un mochilero asustado comenzaron a llegar a las autoridades. La fiscalía empezó a investigar si las desapariciones estaban ligadas a la protección de un hallazgo arqueológico no reportado, lo que podría haber dado inicio a una serie de crímenes.
El caso de Rogelio Méndez se convirtió en un rompecabezas de terror. La investigación, ahora liderada por el comandante Arturo Salgado, reveló un patrón de crímenes que abarcaba más de una década y que involucraba a Rogelio con otros casos de desapariciones. La selva lacandona, que parecía haberlo ocultado todo, empezaba a soltar sus secretos. El comandante Salgado, en una nueva incursión al lugar del hallazgo, encontró un cuchillo de caza oxidado, una bota desintegrada y una pequeña caja de madera con símbolos tallados y, dentro, dientes humanos.
Cuando Salgado le mostró el hallazgo a Rogelio en el interrogatorio, esperando una reacción, el guía solo sonrió. Una sonrisa lenta, de quien sabe un secreto inconfesable. Entonces dijo, con una voz calmada y escalofriante, “Ustedes creen que esto se trata de mí, pero la selva es la que decide”. Una frase que heló la sangre de los agentes, idéntica a la que había dicho en 1984. La investigación había descubierto que no se trataba de un caso de extravío, sino de una serie de homicidios premeditados. Rogelio no había actuado solo, y las preguntas enterradas en la selva aún eran muchas. Con cada testimonio y cada pieza de evidencia, la verdad se estaba abriendo paso, revelando una red de crímenes que había operado bajo el manto de la selva durante años. Rogelio Méndez, el guía, se había convertido en el guardián de un cementerio sin cruces. Y solo la selva, con sus secretos y sus horrores, sabía cuántas almas más yacían en su interior.