FISCALÍA EN CRISIS: La caída de un árbol expone en Morelos un entierro de terror que apunta a la desaparición forzada de la familia SOTO en 2007

La magia de Tepoztlán, Morelos, atrae a miles. Con su aire místico, su artesanía y la promesa de vistas imponentes desde el Cerro del Tepozteco, este Pueblo Mágico es un escape habitual para las familias de la Ciudad de México que buscan un respiro. Para la familia Soto (adaptación de Duarte), originaria de la Colonia Roma, en la CDMX, aquel enero de 2007 representaba un sueño de vacaciones modestamente planificado. Marcelo Soto, de 38 años, técnico de mantenimiento autónomo, y Luciana, de 36, empleada en una escuela, habían ahorrado meticulosamente para ofrecer a sus hijos, Ana, de 12, y Pedro, de 8, una semana lejos del ajetreo capitalino.

La estancia era sencilla, un apartamento rentado en un complejo con piscina cerca de la base del cerro. Pero la alegría era palpable. Ana ya había trazado rutas en el mapa turístico y Pedro, con su inseparable mochila azul y un llavero metálico de su personaje favorito, no paraba de preguntar por los helados de la plaza. Los primeros días fueron una estampa de felicidad: sol, chapuzones, y un descanso bien merecido. Una fotografía, tomada por un turista, los capturó juntos, sonrientes en el jardín, con la majestuosa sierra como telón de fondo. Un registro sencillo de gente trabajadora, hoy roto por el terror.

El fatídico día llegó el miércoles 16 de enero. El paseo sugerido por Marcelo: la popular trilha al Tepozteco, una subida que prometía el mirador y la pirámide. Salieron del apartamento cerca de las 10:00 a.m. Su camioneta familiar, una X-Trail plateada, quedó estacionada en la bolsa de pago cerca del inicio del sendero. Marcelo metió la llave en el bolsillo de su bermuda y se adentraron en la espesura del monte.

El camino inicial era de terracería, fácil. Pero pronto, el tupido follaje del cerro comenzó a envolverlos, cerrando el camino, silenciando el bullicio del pueblo. Alrededor de las 11:05 a.m., un comunero que vivía cerca del acceso escuchó voces infantiles, risas, un murmullo de conversación, y luego, el silencio. Ese fue el último sonido registrado de la familia Soto. No se les vio salir. La camioneta no se movió del estacionamiento. En el apartamento, los platos quedaron a medio recoger, el aire acondicionado encendido.

 

La Desesperación de la Impunidad: El Caso se Enfría

 

Cuando la Policía Municipal de Morelos y la Fiscalía fueron alertadas esa noche, el desconcierto se apoderó de la escena: la camioneta estaba intacta, el apartamento cerrado, sin signos de robo o lucha. La única pista era el comentario sobre el sendero.

La búsqueda inicial se lanzó con elementos de Protección Civil, rescatistas y binomios caninos, pero la geografía de la sierra, con sus barrancas y desfiladeros, se reveló implacable. Las lluvias de esa noche y los días siguientes se sumaron a la dificultad, borrando cualquier huella o rastro en el suelo rocoso y húmedo. Las hipótesis iniciales eran desorientación o accidente. Pero cuatro personas, incluyendo a dos niños, desapareciendo juntas sin dejar un grito, y en un sendero tan conocido, era difícil de tragar.

Las semanas siguientes fueron de frustración y rabia. El caso se sumaba a la ya larga lista de desaparecidos en México. La falta de avances generó críticas hacia la lentitud de la investigación y la escasa coordinación interinstitucional. Los perros indicaron varios puntos, pero las excavaciones solo revelaron raíces y tierra. Las búsquedas oficiales cesaron a principios de febrero. Sin cuerpos, sin evidencia de un delito claro, y sin rastros visibles, el expediente de la familia Soto se convirtió en un número más, otro símbolo de la impunidad que lacera al país.

Los familiares, residentes de la CDMX, regresaron a casa con la carga de una incertidumbre infinita. El cuaderno de Ana se detuvo en la víspera de la caminata. La cámara de Luciana, descargada, no contenía fotos del cerro. Solo la promesa rota de unas vacaciones.

 

Seis Años Después: El Secreto Revelado por el Cerro

 

Pasaron seis largos años. El caso Soto era un recuerdo doloroso, una mancha en el historial turístico de Tepoztlán. La vida continuó, pero la sombra de los desaparecidos persistía. Fue en mayo de 2013, cuando una temporada de lluvias intensas en la región de Morelos provocó el reblandecimiento de la tierra y, crucialmente, el derrumbe de un árbol añoso en una zona lateral y poco transitada del sendero. Al caer, el tronco levantó un gran cepellón de raíces, exponiendo una cavidad insólita.

Don Antonio, un comunero de 54 años que conocía cada vericueto de la sierra, fue quien hizo el hallazgo. Al inspeccionar la devastación del árbol caído, divisó algo que no pertenecía a la naturaleza: una lona oscura emergiendo del barro, atada con alambre oxidado y, de manera crucial, asegurada con un pequeño candado corroído.

La escena que se montó fue de alta criminalística. Peritos de la Fiscalía General del Estado de Morelos (FGE) rodearon el punto. Tras horas de excavación y de cortar el alambre, abrieron la lona. Dentro, encontraron una cápsula del tiempo del terror: una mochila infantil azul, deteriorada por la humedad pero inconfundible, con el llavero metálico aún colgado; una camiseta pequeña, posiblemente de Pedro; un simple reloj de pulsera femenino, detenido; y papeles deformados, entre ellos un folleto turístico del Pueblo Mágico y un tique de aparcamiento con la fecha 16/01/07.

No había restos humanos, pero el hallazgo de los objetos, enterrados a considerable profundidad y asegurados bajo llave, gritaba una verdad ineludible: esto no fue un accidente. El caso Soto, un expediente que todos daban por cerrado como desaparición, era ahora oficialmente un posible crimen de alto impacto.

 

La Hipótesis del Crimen y el Peso del Candado

 

La forma en que los objetos fueron escondidos cambió radicalmente la línea de investigación. La acción de envolver en lona, asegurar con alambre y cerrar con candado sugiere una acción deliberada y planificada para ocultar evidencia, no el oportunismo de un ladrón o el resultado de un deslizamiento de tierra.

La FGE reabrió la investigación. Los peritos trabajaron en los objetos en busca de ADN de toque o huellas dactilares que hubieran resistido la humedad y el tiempo. Aunque el material biológico estaba degradado, la certeza de que alguien había tomado esos objetos y los había escondido con ese nivel de esfuerzo era la única pista sólida en seis años.

Las preguntas que asaltan a la opinión pública y a los investigadores son aterradoras:

¿Intervención criminal directa? ¿Fueron abordados por criminales en el sendero? Si hubo un desenlace fatal, los objetos fueron escondidos para eliminar un rastro de pertenencia y dificultar la identificación.

¿Doble Crimen y Encubrimiento? ¿Sufrieron un accidente, y un tercero (un oportunista o alguien con conocimiento de la zona) encontró los cuerpos o los restos, robó algunos objetos y los enterró para no verse implicado? Esta hipótesis se debilita por el candado, un elemento que implica un plan.

Lo que es innegable es que la mochila azul, el llavero oxidado y el reloj de Luciana, reconocido por su madre, son los únicos testigos mudos de lo que ocurrió. Si la familia fue llevada, asesinada o desaparecida por la fuerza, la persona que se tomó la molestia de enterrar esos objetos sabe la verdad.

El caso de la familia Soto, ahora reavivado por el clamor popular y la evidencia física del enterramiento intencional, es un recordatorio de que en México, la tierra a veces habla, y al hacerlo, solo confirma la terrible realidad de que las tragedias personales a menudo se cruzan con la sombra de la violencia criminal y la impunidad, incluso en los llamados “Pueblos Mágicos”. La búsqueda de los cuerpos de Marcelo, Luciana, Ana y Pedro no ha terminado; solo ha adquirido un matiz más urgente y escalofriante.

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