Horror en Chubut: Tres mujeres halladas dentro de un tiburón gigante

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La madrugada caía sobre la costa de Chubut con un silencio extraño, solo interrumpido por el rugido constante de las olas golpeando contra el casco del barco. Los hombres a bordo estaban exhaustos tras horas de lucha, pero también eufóricos: habían capturado algo que parecía imposible, un tiburón blanco de siete metros, un coloso que emergió de las profundidades con furia y terminó rendido sobre la cubierta metálica. Sus cuerpos sudorosos brillaban a la par que el mar embravecido, y por un momento creyeron haber escrito su nombre en la historia de la pesca.

El capitán Miguel Duarte, un hombre curtido por décadas en alta mar, observaba la bestia sin parpadear. Había visto tiburones antes, pero nunca uno tan monstruoso. Había algo en sus ojos vidriosos que no le permitía saborear la victoria. La tripulación, entre risas nerviosas, se acercó con cuchillos y herramientas para abrir el vientre del animal y comprobar qué había ingerido. Era un gesto rutinario, casi supersticioso, pero lo que encontraron destrozó cualquier atisbo de celebración.

Del interior oscuro y pestilente no emergieron restos de peces ni de lobos marinos, sino brazos humanos, piernas dobladas en ángulos imposibles, cabellos enredados en la viscosidad rojiza. Los hombres retrocedieron con un grito colectivo mientras el cuerpo de una joven rodaba hasta chocar contra la barandilla del barco. Tenía los ojos abiertos, fijos, como si aún estuviera contemplando algo en el horizonte. Alguien murmuró un nombre con la voz quebrada: Valeria Soto.

Todos habían visto su rostro en los carteles pegados por la ciudad, en las pantallas de los teléfonos que compartían la noticia de su desaparición. Una estudiante de veintitrés años, con una sonrisa brillante que ahora estaba congelada en una mueca imposible. El espanto se multiplicó cuando otros dos cuerpos salieron del vientre del monstruo. Tres mujeres. Tres vidas arrebatadas de una forma que ningún hombre de aquel barco podría olvidar jamás.

Lo más perturbador, sin embargo, no era el simple hecho de hallarlas en el interior del tiburón. Era el estado de los cuerpos. No parecían haber sido devorados en un frenesí salvaje, sino dispuestos de manera macabra. Presentaban cortes limpios, rectos, casi quirúrgicos, que no encajaban con las fauces de un depredador marino. Duarte, pálido como nunca, entendió que estaban ante algo que iba más allá de la pesca y de la tragedia. Lo que habían encontrado no era un accidente, sino una señal.

La noticia explotó antes de que el barco tocara tierra. Cuando descargaron los cuerpos envueltos en bolsas negras, ya había cámaras, periodistas y familiares esperando tras las cintas policiales. Entre la multitud, una mujer de cabello oscuro y mirada decidida se abrió paso con una libreta en la mano. Era Laura Méndez, periodista de investigación, conocida por perseguir historias que otros preferían enterrar. Había cubierto desapariciones, corrupción y accidentes inexplicables, pero lo que presenció esa mañana la dejó helada: tres ataúdes improvisados alineados en la arena, tres madres llorando con un dolor que se volvía insoportable de mirar.

Laura sabía que esa era una historia peligrosa, demasiado perfecta en su horror. Los reportes oficiales hablaron enseguida de un “trágico accidente marítimo”, una manera de cerrar el caso antes de que las preguntas comenzaran a multiplicarse. Pero las preguntas ya estaban en el aire. ¿Qué hacían las tres mujeres en el mar? ¿Por qué los cuerpos mostraban heridas imposibles de explicar? ¿Y qué eran las luces verdes que algunos pescadores juraban haber visto en el agua la noche anterior, un resplandor constante que parecía surgir desde lo más profundo?

Con cada testimonio, Laura sentía que el misterio se volvía más denso. Un científico marino, convocado de urgencia, negó que un tiburón blanco pudiera cazar a tres humanos en tan poco tiempo. Los familiares, entre lágrimas, gritaban que aquello no podía ser un accidente, que alguien estaba ocultando la verdad. Y entre todas esas voces, emergió otra más fría: la de Julián Corvalán, un funcionario del ministerio que llegó con traje impecable y un discurso aprendido. “No alimenten teorías ridículas”, repitió ante las cámaras. “Fue un tiburón. Nada más.”

Laura no le creyó ni por un segundo. Había algo en su mirada que revelaba miedo más que autoridad. Esa misma noche, uno de los pescadores que habló de las luces extrañas apareció golpeado, incapaz de articular palabra. El silencio comenzaba a imponerse por la fuerza.

Convencida de que el caso escondía algo mayor, Laura buscó a un forense que había tenido acceso a los cuerpos antes de su traslado. En secreto, el hombre le mostró fotografías prohibidas: las incisiones en los torsos eran tan precisas que parecían hechas con bisturí. “Esto no es obra de un animal”, susurró el forense. “Aquí hubo intervención humana.” Laura sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Alguien había hecho eso y luego había arrojado a las mujeres al mar, como si quisieran que el tiburón se convirtiera en su tumba perfecta.

Cada pista la empujaba más hondo en un abismo de sospechas. Las luces bajo el agua, la prisa del gobierno por silenciar testigos, las heridas quirúrgicas. Todo apuntaba a algo más siniestro: experimentos, encubrimientos, un secreto enterrado en las profundidades del océano. Una noche, mientras revisaba grabaciones en su departamento, escuchó golpes en la puerta. No esperó a preguntar: la cerradura cedió y Corvalán entró acompañado de dos hombres corpulentos. La habitación se llenó de tensión.

“Señorita Méndez”, dijo con voz grave, “está metiéndose en aguas que no entiende. Por su bien, deje esto ahora.” Laura lo enfrentó con una calma fingida, aunque su corazón golpeaba con violencia. “¿Qué ocultan?”, preguntó. “¿Qué hay en el fondo del mar?” Corvalán la miró en silencio, una mezcla de amenaza y lástima en sus ojos, y luego se marchó sin responder.

Esa misma madrugada, incapaz de conciliar el sueño, Laura revisó una grabación de mala calidad que uno de los pescadores le había entregado. Entre sombras y reflejos, logró detener la imagen en un instante clave: un resplandor metálico bajo el agua, una estructura iluminada desde dentro. No era un fenómeno natural. No era un reflejo. Era algo construido por el hombre, un laboratorio sumergido en la penumbra marina.

El aire en el departamento se volvió pesado. Si esa imagen era real, significaba que las mujeres no habían sido devoradas por azar. Significaba que alguien las había llevado allí, que habían sido parte de algo más grande, más perverso, y que el tiburón solo había sido el escenario final de un ritual de encubrimiento.

Laura copió el archivo en varios dispositivos, guardó notas en lugares distintos y preparó una maleta con lo mínimo. Sabía que debía embarcarse hacia el punto exacto donde había sido capturado el tiburón. Necesitaba ver con sus propios ojos lo que se escondía bajo esas aguas. Mientras cerraba la puerta de su apartamento, un pensamiento helado la atravesó: si ese laboratorio realmente existía, no era ella la que lo estaba buscando. Eran ellos quienes, desde el fondo del mar, ya la estaban esperando.

El pasillo quedó en silencio. Solo se escuchó el eco de un ascensor abriéndose lentamente en la planta baja.

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