EL HORROR TRAS EL TOUR: Guía Llevó a 11 Turistas a Chichén Itzá y Regresó Solo. Su Secreto Hiela la Sangre.

El sol de Yucatán calaba con esa fuerza implacable de mediodía, blanqueando las piedras milenarias de Chichén Itzá. Era 2004, una época dorada para la Riviera Maya, la joya de la corona del turismo mexicano. Cada día, miles de almas de todo el mundo aterrizaban en Cancún buscando playas turquesa, pirámides y esa magia que solo el Caribe Mexicano sabe ofrecer.

En la mañana de un martes de octubre, una van blanca, impecable, recogía a sus pasajeros. Eran once personas: una familia de Ohio, una pareja de recién casados de Madrid, tres estudiantes japoneses de intercambio, dos hermanas jubiladas de Canadá y un contador alemán que viajaba solo. Once extraños unidos por la misma emoción: conocer la majestuosidad del mundo maya.

Al volante iba Javier “Javi” Morales. A sus 35 años, Javi era la personificación del guía perfecto. Nacido en Mérida, conocía la península como la palma de su mano. Era carismático, dicharachero, de esos tipos que “caen bien” al instante. Con su español fluido y su inglés perfecto, salpicado de modismos locales, hacía que los turistas se sintieran no como clientes, sino como amigos, como sus cuates.

El viaje transcurrió entre risas y el cotorreo de Javi. Les habló de Kukulkán, del equinoccio, del misticismo del juego de pelota. “Esto que ven”, les decía señalando El Castillo, “es historia viva, pero hoy les tengo una sorpresa que vale más que mil pirámides”.

Visitaron la zona arqueológica. Se tomaron las fotos de rigor. Aplaudieron frente a la escalinata para escuchar el supuesto canto del quetzal. El calor era brutal, y el cansancio empezaba a hacer mella. Cerca de las dos de la tarde, regresaron a la van, sudorosos pero felices.

Fue entonces cuando Javi, con un guiño cómplice, les hizo la propuesta.

“Amigos”, dijo, bajando la voz como quien comparte un secreto. “El tour oficial terminó. Pero conozco un lugar. Un lugar que no sale en los folletos. Un cenote secreto, ‘Cenote Ixchel’. Es un lugar sagrado, virgen. Agua cristalina solo para nosotros. Cero turistas. ¿Quieren la experiencia real de Yucatán?”.

La idea de un chapuzón en un cenote privado, lejos de las multitudes, sonaba a gloria. Los once aceptaron sin dudarlo. Confiaban en Javi. Era su cuate.

Javier giró el volante y abandonó la carretera federal. La van se internó por un camino de sascab, un sendero de terracería blanca que se adentraba en la selva espesa. Los celulares, que en 2004 tenían una cobertura limitada, perdieron toda señal. El paisaje se volvió monótono y denso; la selva lo cubría todo. La sonrisa de Javi seguía ahí, pero sus ojos miraban el retrovisor con demasiada frecuencia.

“Ya casi llegamos”, anunció, después de casi treinta minutos de brecha.

La van se detuvo en un pequeño claro. No había señalización, ni estacionamiento. Solo un muro de vegetación. “Es aquí”, dijo Javi. “Síganme de cerca, no se separen”.

El grupo descendió. El aire era pesado, húmedo, cargado con el zumbido de millones de insectos. Javi sacó un machete de debajo del asiento y comenzó a abrir paso. Caminaron unos diez minutos en un silencio incómodo, roto solo por el crujir de las ramas.

Llegaron a la boca del cenote. No era como los de las postales. Era una caverna oscura, una grieta irregular en la roca caliza. El agua, en el fondo, se veía negra, quieta. No había escaleras de madera ni sogas, solo unas raíces gruesas por las que se podía intentar bajar.

“Es… un poco oscuro”, murmuró la señora Miller, de Ohio.

“Esa es la magia. Es agua pura, sagrada”, respondió Javi. “Bajen, yo los espero aquí arriba. ¡El último invita las cervezas!”.

La pareja de españoles, los más jóvenes, fueron los primeros. Se deslizaron con dificultad. “¡El agua está increíble!”, gritó el esposo desde el fondo. Eso animó al resto. Los estudiantes japoneses, el alemán, y finalmente la familia Miller, convencida por los hijos adolescentes. Las dos hermanas canadienses, mayores, prefirieron esperar arriba con Javi.

Pasaron cinco minutos. Luego diez. El silencio desde el fondo del cenote era total.

“Vaya que están disfrutando, no hacen ruido”, dijo una de las hermanas.

“Voy a ver qué pasa”, dijo Javi. Su voz sonaba distinta. Se asomó al borde. “¡Oigan! ¿Todo bien abajo?”.

Solo el eco le respondió.

Las dos hermanas se miraron, el miedo comenzando a dibujarse en sus rostros. Javi se giró lentamente hacia ellas. Y fue entonces cuando vieron que no estaban solos.

De entre los árboles emergieron tres hombres. No eran turistas. No eran locales amigables. Eran hombres con el rostro adusto, armados con “cuernos de chivo” y pistolas. Javi levantó las manos, pero no parecía sorprendido. Parecía… resignado.

Ocho horas después, en la madrugada, la van blanca de Javi llegó derrapando a la estación de la Policía Judicial en Valladolid. Javier Morales se bajó de ella, cubierto de lodo, la camisa rota y un golpe en la ceja que sangraba profusamente. Estaba histérico.

“¡Nos emboscaron!”, gritó a los oficiales de guardia. “¡Nos interceptaron en la carretera! ¡Hombres armados! ¡Bandoleros! Se los llevaron a todos… ¡a todos!”.

Su historia era caótica, pero tristemente verosímil para la época. Contó que, al salir de Chichén Itzá, una camioneta vieja les cerró el paso. Los obligaron a internarse en la selva. Los llevaron al cenote. Los robaron, les quitaron todo. A él lo golpearon hasta dejarlo inconsciente. Cuando despertó, horas después, estaba solo. La van estaba ahí, pero sin llaves. Tuvo que caminar kilómetros en la oscuridad hasta que un campesino lo ayudó.

El infierno se desató. Las embajadas de Estados Unidos, España, Japón, Canadá y Alemania activaron todas las alertas. La Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) exigió resultados inmediatos. Era un golpe brutal a la imagen de México. El Ejército (SEDENA) y la Marina (SEMAR) desplegaron operativos masivos. Peinaron la selva, sobrevolaron la zona con helicópteros.

Pero no encontraron nada. Ni un pasaporte, ni una cámara, ni un cuerpo. Los once turistas se habían evaporado.

Al Comandante Gutiérrez, un veterano de la Judicial de Yucatán, curtido en mil batallas, algo no le cuadraba. “Aquí algo huele mal”, le dijo a sus subalternos. ¿Por qué los asaltantes dejarían vivo al único testigo? ¿Por qué dejarían la van, el vehículo de escape perfecto? ¿Cómo un solo hombre pudo “escapar” de un grupo armado que controló a once personas?

Interrogaron a Javi durante días. Pero el guía no se quebró. Repitió su historia una y otra vez, llorando, describiendo el terror. Era la víctima perfecta. Sin pruebas, sin cuerpos y sin testigos, Javi Morales fue liberado.

El caso se enfrió. Se convirtió en la “Van del Silencio”, una leyenda negra que los guías usaban para asustar a los turistas que pedían tours “extremos”. Las familias de los desaparecidos vinieron a México, pegaron carteles, pero se toparon con un muro de silencio. La selva se había tragado su secreto. Javi desapareció de la península. Se dijo que se había ido a Belice, que no soportó el trauma.

La verdad emergió cinco años después, en 2009.

Fue en un operativo anti-narco en Playa del Carmen. La Marina capturó a un jefe de plaza local, un sicario conocido como “El Sombra”. Buscando beneficios legales, “El Sombra” decidió cantar. Habló de todo: de ejecuciones, de “derecho de piso”, de fosas clandestinas. Y entonces, mencionó un “trabajo especial” de 2004.

Contó que un guía local, Javi Morales, estaba metido en malos pasos. Debía una fortuna en deudas de juego y drogas a la maña (el cártel). No podía pagar. El cártel no quería su dinero; quería su acceso. Le ofrecieron un trato: saldar su deuda a cambio de un “paquete”. Un paquete de once turistas extranjeros.

No fue un robo al azar. Fue una entrega. Un secuestro planeado para exigir un rescate multimillonario a las familias en el extranjero. El papel de Javi era llevarlos al cenote aislado, donde el equipo de “El Sombra” los estaría esperando. Su historia de “bandoleros” y su paliza eran parte del teatro.

El Comandante Gutiérrez, ya retirado, leyó la confesión y sintió el hielo en la espalda. Era la pieza que faltaba.

La Policía Federal rastreó a Javier Morales. No estaba en Belice. Lo encontraron trabajando bajo un nombre falso como taquero en una pequeña fonda en Felipe Carrillo Puerto, intentando ser invisible.

Cuando lo arrestaron, el hombre carismático de 2004 ya no existía. Era un hombre de 40 años, envejecido, consumido por el alcohol y el miedo. Se derrumbó en el primer interrogatorio. Confesó todo. Dijo que “El Sombra” le juró que solo los asustarían y los liberarían tras el pago.

Pero “El Sombra” reveló el final de la historia. El plan de secuestro se torció. Uno de los estudiantes japoneses, experto en artes marciales, intentó resistirse y desarmar a un sicario. En el forcejeo, el sicario le disparó. El pánico se desató. Para no dejar testigos y limpiar la plaza, tomaron la decisión más rápida. Los ejecutaron a todos. A los once. Y usaron el “Cenote Ixchel”, ese lugar sagrado, como una fosa clandestina.

Equipos de buzos forenses y peritos de la Fiscalía pasaron semanas dragando el cenote. En el fondo lodoso, bajo metros de agua oscura, encontraron lo que quedaba: huesos, cámaras sumergibles, restos de ropa y pasaportes laminados.

Javier Morales fue condenado por secuestro agravado y homicidio múltiple. Hoy, su carisma se pudre en una celda de máxima seguridad. El paraíso de la Riviera Maya sigue brillando, pero la historia de la “Van del Silencio” es un recordatorio brutal de que, a veces, la selva no es el único monstruo que se esconde a plena vista.

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