
Un sábado de noviembre de 2005, el sol de primavera iluminaba Ponta Grossa, en Paraná, prometiendo un día perfecto. Carla Menezes y su novio, Rafael Duarte, una joven pareja con una vida sencilla y planes de futuro, entraron sonriendo al Parque Estadual de Vila Velha. Él, con su cámara analógica al cuello, listo para capturar la belleza de las formaciones de arenisca. Ella, con una distintiva mochila amarilla al hombro, un regalo de su padre que la acompañaba en cada aventura. Tenían un plan simple: disfrutar de la naturaleza y regresar antes del anochecer. Pero un impulso, una decisión de un solo minuto para conseguir una foto mejor, los desvió del camino marcado y los condujo hacia un silencio que duraría una eternidad.
Treinta y ocho meses después, en enero de 2009, el destino revelaría una pieza de este rompecabezas. Un equipo de limpieza, trabajando bajo el sol abrasador, golpeó algo sólido bajo la tierra. No era una roca. Era un tonel de plástico azul, enterrado de forma deliberada. Dentro, deteriorada por el tiempo y la humedad, estaba la mochila amarilla de Carla. El llavero metálico en forma de piña, su amuleto de la suerte, seguía enganchado al cierre, oxidado pero inconfundible. El hallazgo no trajo consuelo, solo la cruda confirmación de un crimen.
Carla y Rafael eran el retrato de la normalidad. Ella trabajaba en una farmacia; él hacía trabajos de mantenimiento de computadoras. Ahorraban para casarse y amueblar un apartamento más grande. Su vida transcurría sin sobresaltos, construida sobre la rutina y el afecto mutuo. El paseo al parque fue idea de Rafael, un deseo infantil de fotografiar los paisajes que conocía de las postales.
Esa mañana, todo era perfecto. El cielo despejado, la carretera tranquila y la radio tocando viejas canciones. Llegaron al parque sobre las 9:40. El empleado de la entrada los recordaría más tarde por detalles que, sin razón aparente, se grabaron en su memoria: el gorro azul de él, la mochila amarilla de ella. Caminaron por los senderos, se rieron, tomaron fotos. Rafael, concentrado, mordiéndose el labio para encontrar el ángulo perfecto. Carla, posando con el sol de frente, sonriendo. Eran imágenes de una felicidad que estaba a punto de ser brutalmente interrumpida.
Cerca del mediodía, se adentraron en la zona de las furnas, un área más densa y menos transitada. A las 12:17, Rafael envió el último mensaje a su hermano, un texto que se convertiría en un epitafio de su normalidad: “Vamos a almorzar y volver temprano”. Poco después, un visitante los vio. Declaró a la policía haber observado a una pareja, él con gorro azul, ella con mochila amarilla, abandonando el sendero principal para adentrarse en el borde del bosque. No le dio importancia. Pensó que solo buscaban un mejor lugar para una foto. Fue la última persona que los vio.
Cuando cayó la noche y no hubo noticias, el pánico se instaló en sus familias. Las llamadas a sus celulares iban directamente al buzón de voz. A las 9 de la noche, contactaron a la policía. La búsqueda comenzó esa misma madrugada. En el estacionamiento, el Gol blanco de 1998 estaba intacto, cerrado, con una botella de agua a medio beber en su interior. Era como si sus dueños fueran a volver en cualquier momento.
Los días siguientes se convirtieron en una operación a gran escala. Bomberos, policías, voluntarios y perros rastreadores peinaron el parque. Pero el terreno seco y el viento constante habían dispersado cualquier rastro. Un helicóptero sobrevoló la zona sin éxito; la densa vegetación lo ocultaba todo. La familia de Carla deambulaba por el parque, mostrando su foto a extraños, aferrándose a una esperanza que se desvanecía con cada hora. El hermano de Rafael miraba una y otra vez el último mensaje, la última prueba de que habían estado bien.
La Policía Civil barajó tres hipótesis: accidente, intervención de terceros o desaparición voluntaria. La última fue rápidamente descartada. El coche, el dinero y los documentos estaban allí. No huían de nada, sino que construían una vida. La investigación se centró en un posible accidente o, la opción más siniestra, un crimen. Interrogaron a empleados y visitantes. Nadie vio ni oyó nada extraño. Era como si Carla y Rafael se hubieran evaporado en el aire.
Los años pasaron, convirtiendo la angustia aguda en un dolor crónico. El caso se enfrió, sepultado bajo el peso de nuevas urgencias policiales. La familia, sin embargo, no se rindió. La madre de Carla imprimió carteles, habló en radios locales, se unió a redes de apoyo para familiares de desaparecidos. Mantuvo el cuarto de su hija intacto, un santuario congelado en el tiempo. El tiempo, que para el resto del mundo seguía su curso, para ellos se había detenido en aquel sábado de noviembre.
El descubrimiento del tonel en 2009 fue un electrochoque. La hipótesis del accidente se derrumbó. Nadie se entierra a sí mismo en un tonel sellado con una cadena. Fue un acto deliberado, un intento brutal de borrar evidencias. La investigación se reactivó con una fuerza renovada. Los objetos dentro del tonel —la mochila, la cadena, los trozos de un impermeable, un saco de plástico negro— fueron enviados al laboratorio. Pero 38 meses bajo tierra habían hecho su trabajo. El material orgánico estaba casi completamente descompuesto, y las posibilidades de encontrar ADN útil eran mínimas.
Los investigadores volvieron a revisar cada pista, cada testimonio. El visitante que los vio por última vez los llevó al punto exacto. A menos de 50 metros de allí, se había encontrado el tonel. Lo que sea que ocurrió, sucedió en ese pequeño pedazo de tierra. La policía revisó los antecedentes de todos los visitantes registrados ese día y de todos los empleados y trabajadores subcontratados que habían pasado por el parque en ese período.
Un nombre atrajo su atención: Valdir Gomes. Un hombre de 42 años en 2005, que había trabajado esporádicamente en el parque, con un historial de comportamiento agresivo y que vivía solo en una finca cercana. Conocía el terreno como la palma de su mano. Citado a declarar, se mostró defensivo y parco en palabras. Negó haber visto algo, afirmó que no trabajaba en esa zona específica. Aunque no había pruebas que lo situaran allí ese día, tampoco había nada que lo descartara por completo. La policía registró su propiedad, pero no encontró nada que lo vinculara directamente con la desaparición. Sin pruebas materiales, sin confesión, sin testigos, el caso contra él se estancó.
Para la familia, la mochila fue el punto final de la esperanza. La madre de Carla pidió verla. A través del plástico protector, tocó el tejido descolorido y el llavero oxidado. Su llanto ya no era de espera, sino de aceptación. Era el luto que le habían negado durante más de tres años. Meses después, celebraron una ceremonia privada, sin cuerpos que velar, para intentar darle un cierre a un capítulo que nunca tendría una última página escrita.
Hoy, casi dos décadas después, el caso de Carla Menezes y Rafael Duarte sigue oficialmente abierto, acumulando polvo en un archivo de la comisaría de Ponta Grossa. Es un caso clasificado como desaparición con alta sospecha de homicidio, pero sin pruebas para acusar a nadie. El parque sigue recibiendo a miles de turistas que caminan por los mismos senderos, ajenos a la sombra que se cierne sobre ese paisaje.
La madre de Carla aprendió a vivir con la ausencia, pero no con la incertidumbre. El padre falleció años después, con el corazón roto por una pérdida que nunca superó. El hermano de Rafael aún guarda aquel último mensaje en su teléfono, un recordatorio digital de una vida truncada. Valdir Gomes sigue viviendo en su finca, un hombre libre sobre el que siempre planeará una nube de sospecha.
La mochila amarilla y el llavero de piña permanecen en un depósito de pruebas, testigos mudos de una tragedia sin resolver. Son los únicos que conocen la verdad, una verdad enterrada tan profundamente como ellos, en algún lugar de la tierra de Vila Velha, esperando una justicia que, quizás, nunca llegue.