A las once de la mañana, un anciano entró lentamente al banco más prestigioso de la ciudad. Se llamaba Ram Prasad G. Vestía ropas humildes, sostenía un bastón en una mano y en la otra un sobre viejo que guardaba los detalles de su cuenta bancaria. Apenas cruzó la puerta, todas las miradas se clavaron en él. Los clientes y empleados lo observaron con extrañeza, como si aquel hombre no tuviera derecho a estar en un lugar reservado para los ricos.
El anciano avanzó hacia el mostrador donde atendía una joven empleada llamada Kavita. Con voz serena le explicó que tenía problemas con su cuenta y le entregó el sobre. Pero antes siquiera de revisar los documentos, Kavita lo juzgó por su apariencia y le dijo que probablemente se había equivocado de banco. Ram Prasad insistió con calma: “Por favor, hija, revisa una vez más, quizá sí tengo cuenta aquí”.
Kavita aceptó, aunque con desgana, y lo dejó esperando. Pasaban los minutos y nadie lo atendía. Cuando pidió hablar con el gerente, ella llamó al despacho del manager Damodar, quien, al verlo desde lejos, ordenó que lo hicieran esperar hasta que se marchara solo.
Ram Prasad se sentó en un rincón, bajo las miradas y murmullos de quienes lo consideraban un intruso. Algunos incluso lo llamaron “mendigo”. Solo un empleado de rango bajo, Mohan, se acercó con respeto y quiso ayudarle. El anciano le explicó que debía hablar con el gerente. Mohan lo intentó, pero Damodar lo ignoró de nuevo.
Tras una hora de espera, Ram Prasad decidió acercarse directamente al despacho. Damodar salió a enfrentarlo y, sin revisar nada, lo acusó de no tener dinero en su cuenta. El anciano, siempre educado, le pidió que al menos verificara los datos en el sobre. El gerente, riéndose, le dijo que no hacía falta: con solo verlo, sabía que no tenía nada. Finalmente, cansado del maltrato, el anciano advirtió con calma: “Por lo que has hecho, sufrirás graves consecuencias”.
Esa misma tarde, Mohan revisó el sobre que el anciano había dejado. Al introducir los datos en el sistema, quedó impactado: Ram Prasad no solo tenía cuenta en el banco, sino que era el accionista mayoritario con el 60% de la institución. En otras palabras, era prácticamente el dueño del banco.
Mohan llevó el informe al gerente, pero Damodar lo despreció sin mirarlo. Nadie imaginaba lo que ocurriría al día siguiente.
A la misma hora, Ram Prasad regresó, esta vez acompañado de un hombre elegante con un maletín. Pidió ver al gerente. Damodar, nervioso, salió a recibirlo. El anciano habló firme y claro: “Lo que hiciste ayer es imperdonable. Ahora enfrentarás tu castigo”.
Con el documento oficial en mano, el acompañante anunció que Damodar era destituido como gerente y relegado a trabajo de campo. En su lugar, Mohan, el único que había mostrado humanidad, sería nombrado nuevo gerente.
Los empleados y clientes quedaron atónitos. El anciano reveló entonces su identidad: era el fundador y mayor accionista del banco. Recordó a todos la política con la que lo había creado: “Aquí no se discrimina a nadie por su ropa ni por su riqueza. Todos deben recibir el mismo respeto.”
Kavita también fue reprendida, aunque perdonada por tratarse de su primera falta. Con lágrimas en los ojos, le prometió al dueño no volver a juzgar a nadie por su apariencia.
Ram Prasad abandonó el banco dejando una lección imborrable: la verdadera riqueza está en la dignidad y en la manera en que tratamos a los demás. Mohan fue promovido no por su rango, sino por su compasión y respeto hacia el prójimo.
La noticia corrió como pólvora. Los ciudadanos aplaudieron al anciano por ejercer su poder con justicia y por recordar que las instituciones deben servir a las personas, no a los prejuicios. Desde ese día, en ese banco nadie volvió a subestimar a un cliente por su vestimenta.
Lo que parecía un simple incidente se convirtió en un ejemplo poderoso: nunca juzgues a alguien por su apariencia, porque podrías estar despreciando a la persona más importante de todas.