
El aire húmedo y bañado por el sol de Valladolid, Yucatán, tenía la misma sensación de anticipación que siempre tenía en la mañana del 15 de marzo de 2016. Para los hermanos Alejandro y Mateo Herrera, esta sensación era un preludio familiar a la aventura. Eran más que simples buzos; eran exploradores de lo sagrado, guardianes de un mundo oculto venerado durante siglos por los antiguos mayas. Su pasión por los cenotes, los místicos sumideros que salpicaban la península de Yucatán, era un lenguaje compartido, un vínculo tan profundo como las aguas que buscaban explorar.
Alejandro, de 28 años, el mayor de los dos, era la fuerza tranquila y decidida detrás de sus expediciones. Sus ojos oscuros e intensos y un solo rizo rebelde de cabello negro hablaban de un hombre consumido por su oficio. Desde la infancia, su madre, Doña Carmen, había visto una conexión casi mística entre su hijo mayor y el agua. “Ese niño nació para el agua”, solía decir, con una mezcla de orgullo y la constante preocupación de una madre en su voz.
Mateo, de 25 años, era el contrapunto perfecto de su hermano. Más alto, más delgado y con una sonrisa que podía desarmar a un extraño en un instante, era el artista del dúo. Su fotografía subacuática había comenzado a ganar seguidores en revistas especializadas, capturando la belleza etérea de catedrales de roca y luz sumergidas. Alejandro era el navegante intrépido; Mateo era quien inmortalizaba el viaje.
Su familia, los Herrera, había construido una vida en Valladolid después de mudarse de la Ciudad de México. Su padre, Don Roberto, un ingeniero civil práctico, nunca entendió del todo la obsesión de sus hijos por los “agujeros llenos de agua”, pero respetaba su dedicación. Les había construido una pequeña piscina de práctica en el patio trasero, un testimonio de su apoyo silencioso. Las paredes de su casa eran una galería de la obra de Mateo: imágenes impresionantes y silenciosas de un mundo que la mayoría de la gente nunca vería. Doña Carmen, una mujer de fe inquebrantable y fuerza tranquila, encendía una vela por sus hijos antes de cada expedición, susurrando oraciones a la Virgen de Guadalupe para que regresaran sanos y salvos.
Su fascinación por los cenotes se había encendido años antes durante un viaje familiar a Chichén Itzá. Las historias del guía sobre el cenote sagrado, un portal al inframundo maya donde residían los dioses y se realizaban rituales, habían encendido algo en Alejandro. Esa noche, despierto en su habitación de hotel, tuvo una visión de los túneles ocultos debajo, un mundo esperando ser mapeado. La obsesión se convirtió en una misión compartida, y durante los siguientes años, cada centavo extra y cada momento libre se invirtieron en equipo de buceo profesional y entrenamiento.
Para 2016, se habían convertido en figuras respetadas en la comunidad de buceadores, conocidos por su meticulosa preparación y su habilidad para encontrar conexiones entre cenotes que otros habían pasado por alto. Pero su motivación iba más allá de la fama o el reconocimiento académico. Era una búsqueda espiritual, una meditación en la quietud de las profundidades, una comunión con el pasado.
La mañana de su última inmersión, una tranquila sensación de propósito llenaba el hogar de los Herrera. Doña Carmen les sirvió a sus hijos huevos rancheros y café mientras la primera luz del amanecer llenaba la cocina. Alejandro y Mateo eran una sinfonía de energía enfocada, su equipo revisado una y otra vez. “No se les olvide, tenemos cena familiar esta noche”, les recordó Doña Carmen, su voz como un ancla suave al mundo de arriba. “Estaremos de regreso antes de las seis”, prometió Alejandro, con un beso en la mejilla de su madre. Era una promesa simple, una que siempre habían mantenido.
Salieron en su camioneta blanca, una leal compañera en innumerables aventuras, y se dirigieron hacia el sitio arqueológico de Ek’ Balam. Su objetivo: un sistema de cenotes que creían que estaban conectados por una extensa red de túneles, un descubrimiento que podría reescribir el mapa del mundo subacuático de Yucatán. Habían estudiado el lugar durante meses, y su investigación sugería que estaban al borde de un hallazgo histórico.
El viaje al remoto sitio transcurrió sin incidentes. Al llegar, Mateo señaló unas nubes grises que se acumulaban en el horizonte. “¿Deberíamos posponerlo?”, preguntó. Alejandro, siempre pragmático, evaluó el cielo. “Tenemos al menos cuatro o cinco horas antes de que llegue cualquier tormenta. Tiempo suficiente para una exploración inicial”. Estacionaron la camioneta en su lugar habitual, un refugio seguro bajo un árbol de ceiba gigante, un lugar conocido por otros buzos e investigadores. El equipo que llevaban ese día era más extenso de lo habitual: luces de alta potencia, cuerdas especializadas y un sofisticado sistema de comunicación subacuática.
A las 9:30 a. m., después de una ronda final de comprobaciones de seguridad, se deslizaron en las aguas cristalinas del cenote principal. Alejandro lideró el camino, un compás humano que navegaba en la oscuridad. Mateo lo siguió, su cámara capturando el impresionante paisaje de estalactitas y estalagmitas sumergidas. A una profundidad de 21 metros, encontraron lo que habían venido a buscar: una abertura en la pared oeste, lo suficientemente grande como para que pasara un buzo, hábilmente oculta por formaciones rocosas.
Alejandro le hizo una señal a Mateo, sus gestos con las manos transmitían una oleada de emoción. El túnel se extendía hacia la oscuridad, sus paredes pulidas por milenios de corrientes. Era la confirmación de sus teorías, un mundo nuevo esperando ser explorado. Esta fue la última vez que alguien los vio con vida.
El protocolo establecido por la familia era simple y estricto: una llamada antes del mediodía y su regreso a casa antes de las 6 p. m. Cuando el reloj de la cocina de Doña Carmen marcó las 12:30 p. m. y el teléfono permaneció en silencio, un nudo de pavor comenzó a apretarse en su estómago. A la 1 p. m., sin noticias, Don Roberto llamó a sus teléfonos celulares, solo para encontrarse con la voz fría e impersonal de un buzón de voz.
A las 3 p. m., se subió a su coche, con una certeza roedora en el estómago. “Carmen, quédate aquí por si llaman”, dijo, con la voz cargada de una premonición que no podía ocultar. “Voy a ir a buscarlos”. El viaje a Ek’ Balam nunca se había sentido tan largo. Cuando llegó al familiar árbol de ceiba, la camioneta blanca de sus hijos ya no estaba. El silencio de la selva, antes un sonido reconfortante, ahora se sentía siniestro. Caminó por el sendero de dos kilómetros hacia el cenote, gritando sus nombres, su voz resonando en el aire vacío. El cenote estaba desierto.
De regreso en Valladolid, el regreso de Don Roberto sin sus hijos confirmó los peores temores de Doña Carmen. “No están, Carmen”, dijo, su voz un susurro roto. “Ni la camioneta, ni el equipo, nada”.
La llamada a la policía se encontró con una tranquilización burocrática, una sugerencia educada de esperar 24 horas. Pero Don Roberto insistió. “Usted no conoce a mis hijos”, le dijo al oficial. “Algo anda mal”.
Encontró un oído más compasivo en Protección Civil de Yucatán. El coordinador, Jorge Menéndez, que conocía la reputación de los hermanos Herrera, lanzó de inmediato una operación de búsqueda y rescate. En cuestión de horas, el lugar cerca de Ek’ Balam se convirtió en un centro de actividad. La comunidad local de exploradores de cenotes, al enterarse de la noticia, llegó en masa, sus camiones cargados de equipo especializado. “Los muchachos Herrera son buena gente”, le dijo un buzo veterano a Don Roberto. “Nos han ayudado a muchos de nosotros. Ahora es nuestro turno de ayudarlos a ellos”.
La búsqueda de la primera noche fue un fracaso agonizante. Equipos de buzos experimentados peinaron sistemáticamente el cenote hasta una profundidad de 40 metros. Encontraron la abertura que los hermanos habían buscado, pero no había señales de exploración reciente. El agua era anormalmente clara, sin perturbaciones. La búsqueda terrestre de su camión tampoco arrojó nada. A las 2 a. m., cuando comenzó a llover, la búsqueda se suspendió.
Los días siguientes fueron un borrón de búsquedas intensivas las 24 horas del día. La operación de rescate creció, atrayendo a voluntarios y expertos de todo México y más allá. El avistamiento de un pescador de una camioneta blanca similar a la de los hermanos cerca de Ek’ Balam dio un atisbo de esperanza, pero la búsqueda ampliada no encontró nada. Un psíquico local afirmó haber tenido una visión de los hermanos atrapados en una “cueva de cristal”, una trágica premonición que de poco sirvió.
Al final, el dolor de la familia se vio agravado por una creciente narrativa pública. Algunos lugareños susurraron que los hermanos habían sido víctimas de un crimen, que su camión y su equipo habían sido robados. Otros sugirieron que habían fingido su desaparición para escapar de una deuda. Don Roberto y Doña Carmen se aferraron a la única verdad que conocían: que sus hijos nunca los habrían abandonado. Lanzaron su propia campaña pública, dando conferencias de prensa y poniendo carteles de personas desaparecidas.
Luego, siete años después, comenzó un nuevo capítulo en el misterio. Un equipo de buzos internacionales, en una expedición para mapear un sistema de cenotes inexplorado cerca de Chichén Itzá, encontraron algo escalofriantemente familiar: una linterna de alta potencia grabada. Era el mismo modelo que había usado Alejandro. Más adentro de la cueva, encontraron los restos de un sofisticado sistema de comunicación subacuática y una cámara de alta gama, con la carcasa rota, pero la tarjeta de memoria milagrosamente intacta. La cámara pertenecía a Mateo.
Los buzos informaron de sus hallazgos a las autoridades. La tarjeta de memoria contenía una serie de conmovedoras fotografías finales. Las últimas imágenes mostraban el hermoso y aterrador paisaje de un sistema de cuevas desconocido, sus paredes cubiertas de formaciones antiguas. Y en la última imagen, una selfie tomada por Mateo, su rostro iluminado por una luz de buceo, Alejandro justo detrás de él. Estaban sonriendo, sus ojos iluminados por el triunfo del descubrimiento. La marca de tiempo de la foto decía 11:42 a. m., 15 de marzo de 2016. La última foto tomada.
Las coordenadas del GPS del sistema de comunicación finalmente revelaron la verdad: los hermanos habían encontrado lo que buscaban, un sistema de cuevas expansivo y nunca antes visto. Estaban atrapados en las profundidades de la corteza terrestre, en un mundo que habían anhelado explorar, pero del que no podían escapar.
La investigación formal, ayudada por las coordenadas recién descubiertas, condujo a la desgarradora conclusión. La causa de la muerte no fue un crimen, sino una falla catastrófica del equipo. En las profundidades del túnel recién descubierto, un regulador de aire crítico había fallado, causando una pérdida de oxígeno. En el pánico subsiguiente, los hermanos no pudieron salir a la superficie. Sus cuerpos fueron encontrados juntos, un testimonio del vínculo que había guiado sus vidas y su viaje final.
El descubrimiento trajo un trágico sentido de cierre a la familia Herrera. Habían esperado siete años por una respuesta, viviendo en un doloroso purgatorio de no saber. Ahora lo sabían. Los cenotes que tanto amaban se habían convertido en su lugar de descanso final, una tumba hermosa y eterna. Su historia es un recordatorio de la delicada línea entre la pasión y el peligro, y un testimonio del espíritu humano perdurable que busca explorar los misterios más profundos de la tierra.