
En octubre de 2019, Emma Garrett se encontraba en el ático de la casa de su infancia en Indianápolis, navegando entre los restos de una vida que acababa de terminar. Su padre había muerto repentinamente y, mientras ordenaba sus cosas, encontró algo que no debería existir: un baúl militar de color verde oliva, cerrado con candado, con el nombre de su abuelo: Teniente Daniel “Danny” Garrett, USAF.
Danny Garrett era un fantasma en la familia. Un piloto de P-51 que había desaparecido sobre Bélgica en 1944. Su avión nunca se encontró. Su cuerpo nunca regresó a casa. O eso decía la historia oficial.
Lo que Emma encontró dentro de ese baúl —un diario de cuero, medallas que no tenían sentido y una fotografía de tres jóvenes sonrientes fechada la noche antes de desaparecer— no fue el comienzo de la historia. Fue la clave para un final que había esperado 75 años para ser contado. El verdadero comienzo había ocurrido una década antes, en 2009, cuando una excavadora que preparaba el terreno para un parque eólico en Bélgica golpeó metal a cuatro metros de profundidad.
No encontraron los restos de un avión. Encontraron tres. Tres P-51 Mustangs dispuestos en un triángulo defensivo perfecto. Sus fuselajes estaban intactos, las carlingas selladas. Y dentro, los restos de tres pilotos, aún atados a sus asientos. No se habían estrellado. Habían sido enterrados.
En la cabina del Teniente Garrett, los investigadores encontraron sus restos óseos aferrando una página arrancada de un diario contra su pecho. Escritas con mano temblorosa, cuatro palabras que reescribirían la historia: “Nos hicieron desaparecer”.
El Hilo de la Traición
El diario que Emma encontró en el ático era la otra mitad del rompecabezas. La última entrada, del 14 de octubre de 1944, estaba llena de presentimientos. “Algo está mal con la patrulla de mañana”, escribió Danny. La misión había sido cambiada a último momento al Sector 7, un área que había estado restringida durante meses. “No estamos cazando nada allí”, anotó. Y luego, la línea más escalofriante: “Alguien vino a por nuestras cámaras de armas esta tarde. Para mantenimiento. En 13 meses, nadie ha tocado nuestras cámaras antes de una patrulla”.
Armada con esta nueva y aterradora perspectiva, Emma comenzó a buscar. La historia oficial era escasa: tres aviones perdidos, sin contacto enemigo, presumiblemente derribados por fuego antiaéreo. Pero la búsqueda, descubrió, apenas había durado un día antes de que el Coronel James Morrison, su oficial al mando, los declarara perdidos para siempre.
Su búsqueda la llevó a dos personas que habían estado esperando que el mundo hiciera las preguntas correctas. El primero, Walter Hullbrook, de 98 años, hermano de Frankie, el copiloto de Danny. “He estado esperando 75 años a que alguien de su familia llamara”, le dijo Walter a Emma.
Walter reveló que Frankie lo había llamado la noche antes de la misión, aterrorizado, pidiéndole que recordara una cosa si algo sucedía: “Sector 7”.
La segunda fue Elsa Vber, una mujer belga de 93 años que había sido una adolescente en la resistencia. “Vi los aviones caer”, le dijo a Emma en su casa de Bruselas. “No se estrellaron. Aterrizaron. Volaban en silencio, sin motores, como pájaros que habían olvidado cómo volar”.
Operación Prometeo: El Secreto del Sector 7
La historia que Walter y Elsa ayudaron a reconstruir era más oscura que cualquier acto de guerra. El Sector 7 no estaba vacío. Albergaba una instalación secreta estadounidense, con el nombre en clave “Operación Prometeo”. Pero no era un puesto de avanzada aliado ordinario.
Según los documentos que Danny había logrado esconder en una cuenta bancaria suiza —a la que Emma accedió con una llave escondida en la encuadernación del diario— y los archivos que Elsa había guardado durante décadas, la Operación Prometeo era una instalación de “transición”. El ejército estadounidense estaba extrayendo en secreto a médicos y científicos nazis de los campos de concentración que estaban a punto de ser liberados.
Pero no los estaban arrestando. Los estaban reclutando.
A cambio de protección e inmunidad, estos médicos, muchos de los cuales eran criminales de guerra culpables de experimentos humanos atroces, continuarían su “investigación” bajo supervisión estadounidense. ¿Sus sujetos de prueba? Los supervivientes del Holocausto que estaban demasiado débiles para ser trasladados, a quienes se les dijo que estaban recibiendo “tratamiento”.
La Operación Prometeo no era una operación deshonesta; los documentos mostraban transferencias firmadas por el Coronel Morrison y autorizaciones que llegaban hasta los niveles más altos del Pentágono. Era el inicio de lo que más tarde se conocería como la Operación Paperclip, pero en su forma más cruda y brutal: una carrera contra los soviéticos para robar la ciencia nazi, sin importar el costo moral.
La Última Patrulla y la Ejecución
El 15 de octubre de 1944, Danny, Frankie y Bobby volaron directamente hacia la trampa. Sus cámaras de armas habían sido retiradas para que no pudieran grabar lo que veían. Sus tanques de combustible, como revelaría más tarde una investigación, habían sido equipados con dispositivos de corte remotos.
Elsa Vber lo vio todo. Vio los tres aviones sobrevolar el complejo. Vio cómo, de repente, sus motores se silenciaron al unísono. Y los vio planear expertamente hacia un aterrizaje forzoso en un campo cercano.
“Estaban vivos”, testificó Elsa. “Los vi salir de las cabinas, luchando. Danny gritaba algo sobre ‘pruebas’ y ‘prisioneros'”.
Pero los camiones estadounidenses llegaron en minutos. Demasiado rápido. Como si estuvieran esperando. El hombre al mando era el Coronel Morrison. Elsa, escondida en el bosque con su cámara, observó con horror cómo los pilotos eran golpeados hasta quedar inconscientes y arrojados a los camiones.
Los llevaron a un granero cercano. Elsa escuchó gritos. Y luego, tres disparos, espaciados.
Una hora después, vio cómo los soldados sacaban los cuerpos de los pilotos y los volvían a colocar en sus cabinas, atándolos a sus asientos. Trajeron excavadoras. Esa noche, enterraron a tres héroes estadounidenses junto con sus aviones y el secreto que habían descubierto.
Danny Garrett, sabiendo que este era el final, había logrado escribir esa última nota y esconderla. Había hecho algo más: mientras aterrizaba, había escondido el rollo de película de su cámara personal, la que no debían tener, en su bota. Contenía las fotografías aéreas del complejo.
La Verdad No Muere, Solo se Entierra
Los pilotos sabían que iban a morir. Los amigos y familiares revelaron la desgarradora verdad: los tres jóvenes habían pasado su última noche preparándose.
Frankie Hullbrook se había casado en secreto con su novia, Elizabeth, dos días antes, para que al menos ella pudiera reclamar los beneficios de viuda. “Sabían que estaban marcados”, reveló Elizabeth en 2019, rompiendo su silencio de 75 años. Morrison la había amenazado personalmente, diciéndole que si alguna vez revelaba el matrimonio, Frankie sería acusado de traición póstumamente.
Danny, Frankie y Bobby habían escondido múltiples pistas: el diario, la llave del banco, cartas codificadas a Walter, e incluso un búnker secreto en el bosque belga que Emma y Elsa encontraron, lleno de archivos originales que un médico con conciencia, el Dr. Blackwood, había estado filtrando.
La conspiración no murió con Morrison. Durante 75 años, el “accidente” fue la historia oficial. Las familias recibieron amenazas veladas. Cuando la nieta de Bobby Wheelen, Sarah, comenzó a hacer preguntas en la década de 1990, su casa fue allanada. Cuando Emma recibió la primera amenaza por mensaje de texto —”Deja de cavar o terminarás como tu abuelo”— supo que la Operación Prometeo nunca había terminado realmente. Sus tentáculos simplemente habían cambiado de nombre.
El clímax de la búsqueda de Emma no ocurrió en un búnker oscuro, sino bajo las luces brillantes de Washington D.C. En la ceremonia de 2019 en el Cementerio Nacional de Arlington, donde el gobierno, acorralado por la filtración de Blackwood, intentaba controlar la narrativa y honrar tardíamente a los pilotos como “héroes caídos en combate”, Emma subió al podio.
Desafiando a los agentes de la CIA que le habían ofrecido un trato de silencio a cambio de millones, contó la verdad.
“Mi abuelo no fue un héroe de la forma en que ustedes lo entienden”, dijo a la multitud conmocionada. “Fue un hombre asesinado por su propio país por negarse a ignorar los crímenes de guerra. Él y sus amigos fueron ejecutados por tener conciencia”.
Contó la historia de los motores saboteados, de los médicos nazis, del Coronel Morrison. Y contó la historia más desgarradora de todas, revelada por el Dr. Blackwood en su lecho de muerte: la ejecución no fue con disparos. Fue con inyecciones letales. Los tres pilotos, sentados en sus cabinas, se tomaron de las manos mientras las drogas hacían efecto, cantando la canción de su escuadrón.
La investigación que siguió fue incompleta. El único participante vivo de la masacre, el ayudante de Morrison, fue arrestado a los 98 años. Las corporaciones farmacéuticas cuyos cimientos se construyeron sobre la investigación de Prometeo enfrentaron juicios, pero sobrevivieron.
La justicia nunca fue total. Pero para las familias, la victoria fue otra: la verdad. Después de 75 años de ser etiquetados como “desaparecidos”, Danny, Frankie y Bobby finalmente regresaron a casa, no como víctimas pasivas de la guerra, sino como lo que realmente fueron: los primeros hombres que lucharon contra la Operación Prometeo y que murieron resistiendo. Su último acto de desafío no fue en el aire, sino en el suelo, tomados de la mano, negándose a desaparecer en silencio.