
Era una mañana fría de noviembre en Porto Alegre. Luana Pires, una diseñadora gráfica de 25 años, y su novio, Rafael Brum, un técnico informático de 28, cerraron la puerta de su pequeño apartamento. Tenían planes sencillos para el fin de semana: conducir hasta Torres, en el litoral norte de Rio Grande do Sul, caminar por el Morro do Farol y ver el atardecer sobre el mar. Eran una pareja común, con vidas tranquilas y un Corsa Plata 2008 que habían terminado de pagar el año anterior.
Aquel sábado, 2 de noviembre de 2013, subieron al coche y emprendieron el viaje. A las 7:12 de la mañana, Luana envió el último mensaje a su grupo familiar: “Cogiendo la carretera”. A las 7:49 a.m., el sistema registró un pago con tarjeta de débito en una gasolinera de Osório. A las 8:03 a.m., Rafael publicó su última historia en Instagram: una foto rápida del cielo gris y nublado tomada desde la ventana del pasajero. Sin leyenda, sin ubicación.
Después de eso, el silencio. Un silencio absoluto, denso e impenetrable que se tragaría a la joven pareja.
La madre de Luana intentó llamar a las 9:30 a.m. La llamada fue directamente al buzón de voz. Lo intentó de nuevo al mediodía. Mismo resultado. Por la tarde, la inquietud se transformó en miedo. Contactó a posadas y hoteles en Torres; nadie tenía una reserva a sus nombres. El domingo por la mañana, con el corazón encogido, la madre de Luana entró en una comisaría de Porto Alegre para registrar la desaparición.
Así comenzó una búsqueda desesperada que paralizaría a dos familias y desconcertaría a la policía durante meses.
Las primeras semanas fueron un frenesí de esperanza y angustia. Amigos, colegas de trabajo y familiares se organizaron como voluntarios. Recorrieron la BR-101, la ruta principal hacia Torres. Se adentraron en caminos de tierra secundarios, en senderos de mata densa, gritando sus nombres hasta quedarse roncos. El Cuerpo de Bomberos peinó la costa rocosa con botes inflables, buscando señales de un coche que pudiera haber caído por un acantilado. No encontraron nada. Ni una marca de frenada, ni un trozo de metal, ni una sola pista.
La Policía Civil revisó las cámaras de seguridad. La única imagen relevante provino de una plaza de peaje, alrededor de las 8:20 a.m., que mostraba un vehículo similar al Corsa de Rafael. La imagen era borrosa, la matrícula ilegible. Era una pista, pero no una certeza. El rastreo telefónico confirmó que la última señal de los celulares se registró alrededor de las 8:10 a.m., en el tramo entre Três Cachoeiras y Torres. Después, ambos teléfonos se apagaron. Sus cuentas bancarias permanecieron intactas desde la compra en la gasolinera.
El Corsa Plata 2008, junto con Luana y Rafael, simplemente se había evaporado.
Las hipótesis iniciales se centraban en tres posibilidades. La primera: un accidente. Quizás se salieron de la carretera en un punto ciego y la densa vegetación ocultó el vehículo. La segunda: un crimen. Podrían haber tenido un problema mecánico y, al detenerse, fueron abordados por criminales. La tercera, más vaga y perturbadora: un evento desconocido, algo que no encajaba en ningún patrón.
El tiempo pasó. Diciembre trajo el calor del verano y las playas se llenaron de turistas. Los carteles con las fotos de Luana y Rafael comenzaron a desvanecerse bajo el sol. La investigación, carente de nuevas pistas, entró en un ritmo lento y burocrático. En enero de 2014, las familias, desesperadas, contrataron a un investigador privado. El ex policía rehízo el viaje, habló con docenas de personas, exploró caminos rurales. Volvió con las manos vacías.
El caso se enfrió, congelado por la falta de respuestas, hasta que llegaron las lluvias de verano.
Las tormentas de febrero y marzo de 2014 fueron brutales. Azotaron el litoral norte, erosionando los acantilados y reconfigurando el paisaje del Morro das Furnas, una zona de formaciones rocosas escarpadas en Torres. La geografía del lugar había cambiado.
El 7 de marzo de 2014, exactamente 125 días después de la desaparición, un equipo de bomberos realizaba una inspección de rutina en el morro, revisando la estabilidad de las rocas tras las lluvias. Un bombero, experto en la zona, descendía en rappel por una pared rocosa de difícil acceso. A media bajada, notó algo que no pertenecía a la naturaleza. En una cavidad, parcialmente oculta por la vegetación, vio una lona azul brillante.
Descendió con cautela. La lona estaba sujeta intencionadamente con piedras de tamaño mediano. No era basura arrastrada por el viento; había sido colocada allí. El bombero movió las rocas, levantó la lona y encontró lo que había debajo: una bolsa negra de rafia, del tipo que se usa para escombros, cerrada con un nudo apretado.
Inmediatamente, llamó a la Policía Civil.
La escena fue procesada con extremo cuidado. Peritos criminales descendieron a la cavidad. Documentaron todo antes de tocarlo. Abrieron la bolsa allí mismo. Adentro, el olor a humedad y moho era abrumador. Encontraron ropa completamente empapada, teñida por el lodo y el tiempo.
La hermana de Luana, al ver las fotos, reconocería más tarde la blusa de manga larga color verde agua. El padre de Rafael identificaría una camiseta estampada que su hijo solía usar. También había un cargador de celular oxidado, modelo antiguo, que Rafael guardaba en la guantera del coche.
Pero el hallazgo más escalofriante estaba doblado entre las prendas: un mapa turístico de la región de Torres. El papel estaba deteriorado, pero las marcas de bolígrafo azul aún eran visibles. Había círculos alrededor de las playas que planeaban visitar y flechas hacia el Morro do Farol.
Y en una esquina, escrita con letra apresurada, casi agresiva, una anotación de dos palabras que heló la sangre de los investigadores: “Furnas, cuidado”. Estaba subrayado dos veces.
Cerca de la bolsa, parcialmente enterrados en el lodo, los peritos también encontraron una pesada cadena oxidada y cabos de anclaje viejos.
La noticia golpeó a las familias como un rayo. Viajaron a Torres esa misma tarde, llegando al Morro das Furnas mientras el sol se ponía. La madre de Luana se derrumbó al llegar, un llanto contenido durante 125 días explotó frente al cordón policial que le impedía acercarse. El descubrimiento era la confirmación material de que algo terrible había sucedido.
La bolsa cambiaba todo. Las hipótesis de un simple accidente se desmoronaban. Si se hubieran accidentado, ¿dónde estaba el coche? Y más importante: ¿quién se habría tomado el trabajo de recoger sus pertenencias, caminar hasta un acantilado, descender a una cavidad casi inaccesible y esconder la bolsa con tanto cuidado?
La teoría del robo también parecía débil. Los criminales comunes no se molestan en ocultar pruebas de esa manera; simplemente las desechan.
La investigación se centró en la hipótesis más perturbadora: un encubrimiento deliberado. Alguien, o varias personas, sabían lo que le había pasado a Luana y Rafael. Alguien que conocía la geografía de Torres como la palma de su mano, que sabía que esa cavidad era un escondite perfecto.
Pero, ¿quién? La pareja no tenía enemigos, ni deudas, ni conflictos conocidos. Eran solo dos jóvenes que querían ver el atardecer. La anotación en el mapa, “Furnas, cuidado”, se convirtió en el eje de un misterio sin solución. ¿La escribieron ellos mismos tras notar algo extraño? ¿O fue una advertencia que alguien más dejó?
Los años siguientes fueron un tormento de esperas y pistas falsas. En 2015, el hallazgo de un coche hundido en Arroio do Sal disparó las esperanzas, solo para revelar que era un vehículo antiguo sin relación con el caso. En 2016, la policía reabrió líneas de investigación, pero el Corsa Plata 2008 seguía sin aparecer en ningún registro, ni en desguaces ni en otros estados. El coche había desaparecido de la faz de la tierra.
La tragedia marcó a las familias de formas opuestas e indelebles. La madre de Luana desarrolló una depresión severa. Dejó de trabajar y comenzó una peregrinación solitaria: cada semana, conducía hasta el Morro das Furnas y se quedaba de pie, en silencio, mirando el mar desde el borde del acantilado. No era una búsqueda, era un ritual de dolor.
El padre de Rafael tomó el camino opuesto para sobrevivir. Vendió el apartamento donde vivía la pareja, incapaz de soportar el recuerdo de la última foto tomada en la acera. Se sumergió obsesivamente en el trabajo y dejó de hablar del caso. No era olvido, era autoprotección.
Hoy, el caso de Luana Pires y Rafael Brum sigue oficialmente abierto en los archivos de la Policía Civil de Torres. Es un expediente más en una pila de casos sin resolver. La bolsa de rafia y sus contenidos permanecen en un depósito de evidencias, objetos mundanos transformados en símbolos de una tragedia inexplicable.
Las familias aprendieron a vivir con la ausencia de respuestas. No es superación; es la convivencia forzada con una herida que nunca cicatriza. El misterio permanece anclado en esa cavidad rocosa y en la pregunta que resuena con el viento del mar: ¿Qué sucedió en la carretera a Torres aquella mañana de noviembre?