En mayo de 2023, un grupo de alpinistas que ascendía por las montañas de Colorado se topó con algo impensado. A más de 4.000 metros de altura, mientras atravesaban una cornisa de nieve sobre un glaciar, sus palas golpearon contra algo duro. Lo que sacaron del hielo los dejó helados: un esqueleto humano, perfectamente conservado.
Los restos aún conservaban parte de una chaqueta de excursionista, pero las piernas lucían quebradas de manera antinatural. Cerca de allí había una tienda de campaña destruida, un termo metálico y una vieja cámara. La policía fue notificada de inmediato y pronto se estableció la identidad del fallecido: Steven Marx, un joven montañista de 29 años desaparecido en octubre de 2017.
Su historia se había convertido en un enigma sin resolver. En aquel año, Steven había partido en solitario hacia la cordillera de San Juan con la meta de conquistar el Wilson Peak. Su coche fue hallado en un aparcamiento al pie de la montaña, pero de él nunca se supo nada más. Las búsquedas masivas organizadas por rescatistas y voluntarios no dieron resultados, y con el tiempo el caso se enfrió, quedando en el olvido.
Seis años después, el hallazgo de su cuerpo en un glaciar parecía ofrecer finalmente una respuesta. Al revisar la cámara recuperada, los investigadores hallaron fotografías tomadas por Steven en sus últimas horas de vida. En ellas aparecía sonriendo frente a majestuosas cumbres, y en las últimas imágenes se veía su tienda montada al borde de una peligrosa cornisa de nieve. Todo parecía indicar que el joven, sin darse cuenta del peligro, había acampado en un lugar inestable.
Los forenses concluyeron que, durante la noche, la cornisa cedió bajo su peso y lo arrastró junto con su tienda hacia el vacío, quedando atrapado en el hielo. Las fracturas en sus piernas confirmaban una caída desde gran altura, y la causa probable de muerte fue una combinación de lesiones graves e hipotermia. La explicación era sencilla, lógica y trágica: un accidente fatal en la montaña.
Sin embargo, el detective Michaelelsson, con más de dos décadas de experiencia, no estaba convencido. Algo en la historia no encajaba. Al revisar las fotografías, notó un detalle extraño: la imagen de la tienda estaba tomada desde varios metros de distancia y en un ángulo inusual. ¿Cómo había hecho Steven, si estaba solo? Tal vez con el temporizador de la cámara, sí, pero resultaba imprudente colocarse en un risco al caer la noche solo para obtener una foto.
Al ampliar la imagen, el detective distinguió huellas borrosas alrededor de la tienda. Dos filas de pisadas que se perdían hacia el borde del precipicio. A esto se sumaba otro detalle inquietante: en los objetos recuperados no figuraba el teléfono satelital de última generación que Steven había comprado poco antes de su expedición, un dispositivo que había presumido ante su hermana Sarah y que costaba más de mil dólares.
Las dudas crecieron. Sarah afirmó con rotundidad que su hermano jamás habría montado su campamento en una cornisa. Con su formación en supervivencia y su meticulosidad obsesiva, sabía de sobra que aquello era un suicidio. Además, la ausencia del teléfono resultaba sospechosa. ¿Acaso alguien lo había robado?
El detective ordenó una segunda autopsia más detallada a la doctora Evelyn Reed, antropóloga forense reconocida en Denver. Su informe sacudió todo lo que se creía. En el cráneo de Steven había una fractura redondeada de dos centímetros en el hueso temporal izquierdo, provocada por un golpe con un objeto contundente. No era una lesión compatible con una caída accidental en la roca: aquello parecía un golpe directo, intencional.
La versión oficial de accidente comenzó a tambalearse. ¿Y si Steven no había estado solo en la montaña? ¿Y si había tenido un encuentro fatal con alguien más? Un posible robo, un ataque, un asesinato encubierto por la misma nieve. El caso fue reabierto como investigación de homicidio.
La policía buscó registros de excursionistas en el área durante esos días de 2017. En un viejo libro de registro apareció el nombre de Steven con fecha del 12 de octubre, y justo debajo, escrita con otra caligrafía, una misteriosa letra “J”. Era la única pista, tenue y enigmática. El resto era silencio.
La investigación se topó con un muro: demasiados años habían pasado, los recuerdos se desvanecieron, los posibles testigos desaparecieron. Parecía imposible reconstruir con certeza lo ocurrido. La hipótesis de un crimen perfecto en uno de los lugares más inhóspitos del país cobró fuerza.
Durante meses, Michaelelsson se obsesionó con el caso. Revisó cada objeto recuperado, cada fotografía, cada informe. Y entonces, un detalle olvidado emergió: el último fotograma del carrete, considerado al inicio como un disparo fallido, completamente negro. El detective decidió enviarlo a un laboratorio de imágenes en Denver para una restauración digital avanzada.
Lo que apareció en esa fotografía cambió todo. Tras semanas de trabajo, los especialistas lograron revelar una imagen borrosa pero clara: el interior de la tienda, iluminado por un destello de flash. Se veía un saco de dormir, parte del rostro de Steven tumbado de lado… y en su sien izquierda, una herida sangrante. Junto a él, sobre la lona, un pequeño cilindro metálico: un cartucho de gas o una cantimplora.
De pronto, todas las piezas encajaron de manera distinta. No había asesino oculto ni robo premeditado. La herida redonda provenía de un accidente absurdo: Steven resbaló sobre hielo en la penumbra y se golpeó la cabeza contra el cilindro metálico. Aturdido, con una conmoción cerebral, apenas tuvo fuerzas para entrar en su tienda y acostarse. En ese estado de confusión, quizá movió la cámara y disparó sin querer el obturador, dejando un último testimonio involuntario de su condición.
Esa misma noche, mientras dormía o se encontraba inconsciente, la cornisa de nieve cedió y lo arrastró hacia el abismo. El misterio del teléfono satelital seguramente tuvo una explicación trivial: pudo haber quedado en su coche o haberse perdido en el desprendimiento.
La investigación, que había oscilado entre accidente y asesinato, encontró al fin una verdad cruda y devastadora: Steven Marx murió víctima de una cadena de coincidencias fatales. Una caída tonta, un golpe certero, el colapso de una cornisa. Nada más que la fragilidad del ser humano frente a la montaña.
En su informe final, el detective escribió solo dos palabras: “Accidente. Cerrado”. Y aunque la conclusión parecía simple, la historia de Steven Marx quedó grabada como una advertencia eterna: en la montaña, un instante basta para decidir entre la vida y la muerte.