Unas vacaciones fatídicas en México: Una familia de cuatro desaparece sin dejar rastro. Diez años después, la verdad sale a la luz… dentro de una pared.

El 23 de febrero de 2010, el bochorno y la música del Carnaval envolvían el puerto de Veracruz. Para la familia Morales, ese atardecer marcaba el inicio de unas vacaciones soñadas.

El libro de registro de la Posada “Villa del Mar”, un modesto pero acogedor alojamiento en la zona del malecón, lo confirma con una caligrafía clara: “Familia Morales, cuatro personas, auto Jetta blanco, placas de la Ciudad de México”.

Roberto Morales, un supervisor en una fábrica de autopartes de 42 años, había elegido ese lugar no por el lujo, sino por la promesa de estar cerca del mar y la fiesta. Había ahorrado todo el año para regalarle a su familia unos días de sosiego y diversión.

Junto a él estaba su esposa Marta, de 40 años, profesora de primaria y apasionada por los centros históricos que el puerto jarocho ofrecía en abundancia.

Sus hijos, Camila, una adolescente de 16 años vibrante y conectada, y Enrique, de 14, un chico curioso fascinado por los buques del puerto, completaban el cuadro de una familia capitalina estándar, escapando de la rutina para sumergirse en la alegría de la costa.

Don Manuel Sánchez, quien junto a su esposa Lucía administraba la posada desde los años 80, los recuerda con claridad. “Parecían una familia normal, ¿sabe? Animados con el Carnaval”, relata hoy, con 78 años, mientras ajusta sus gafas.

“El niño se emocionó con los barcos en el muelle. La niña solo quería saber la clave del WiFi para hablar con sus amigas”.

La primera noche transcurrió con la placidez esperada. Cenaron en un restaurante de los portales del Zócalo, donde Roberto fue fotografiado sonriendo junto a Marta.

Enrique compró una camiseta con la estampa “Carnaval Veracruz 2010” y Camila llenó su celular con fotos de las casas coloridas del centro. Todo era normalidad. Una normalidad que estaba a punto de hacerse añicos.

La mañana del 24 de febrero, bajaron a desayunar puntualmente a las 8. Manuel Sánchez recuerda haber charlado brevemente con Roberto sobre los paseos en lancha disponibles.

“Me preguntó sobre la Isla de Sacrificios, si era seguro llevar a los niños. Le respondí que sí, que los lancheros de aquí son experimentados. Agradeció y dijo que tal vez alquilarían un paseo al día siguiente”. Esa fue la última conversación documentada que alguien de la posada tuvo con ellos.

Durante el día 25, jueves, los Morales fueron vistos esporádicamente por la ciudad. Camila compró un protector solar en una farmacia del centro. Enrique fue visto con sus padres comiendo una nieve en el malecón.

Marta fotografió la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción. Eran los últimos retazos de una vida que, sin que ellos lo supieran, estaba siendo registrada por última vez en la memoria colectiva de Veracruz.

Esa noche, Manuel Sánchez recuerda haber visto las luces del cuarto de la familia encendidas alrededor de las 10 de la noche. “Oí el ruido de la televisión y algunas risas. Pensé: ‘Qué bueno, se están divirtiendo’. Nunca imaginé que sería la última noche”.

La mañana del 26 de febrero, viernes, la familia no bajó a desayunar. Inicialmente, Lucía no se preocupó. Era común que los huéspedes salieran temprano para aprovechar la playa o se desvelaran por los desfiles.

Pero cuando el reloj marcó el mediodía y nadie de la familia había aparecido, una ligera inquietud la llevó a golpear la puerta de la habitación.

Silencio absoluto.

La puerta estaba sin seguro.

Dentro, la escena era desconcertante. Las camas estaban deshechas, había ropa esparcida como si hubieran salido con prisa, pero no había el menor signo de violencia o lucha.

Las toallas en el baño estaban húmedas, indicando que alguien se había duchado recientemente. En la mesita de noche, el cargador del celular de Enrique seguía conectado al enjambre.

Lo más extraño fue la ausencia total de documentos, dinero o tarjetas. Las maletas grandes permanecían en la habitación, pero estaban vacías de cualquier objeto de valor personal. Era como si hubieran tomado solo lo esencial para una salida rápida.

Afuera, en la calle donde había estado estacionado durante tres días, el Jetta blanco había desaparecido. A las 15 horas, Manuel Sánchez llamó a la Policía Ministerial de Veracruz. En ese momento, comenzó un misterio que atravesaría una década sin respuestas.

La llamada de Socorro Morales, hermana de Roberto, llegó el sábado 27 de febrero. “Mi hermano Roberto estaba hospedado ahí. No volvieron a casa ayer como estaba previsto. ¿Saben algo?”.

Al otro lado de la línea, Manuel sintió que el estómago se le encogía. Socorro, que vivía en la colonia Narvarte de la CDMX, sabía que algo andaba mal. “Eran personas de rutina. Roberto nunca faltaba al trabajo sin avisar. Marta siempre llamaba a su madre cuando viajaba. El silencio no cuadraba con ellos”.

La búsqueda comenzó esa misma tarde. Policías ministeriales, elementos de la Marina y voluntarios peinaron playas, muelles y carreteras. El Jetta blanco se convirtió en el objetivo principal.

El Fiscal Marcelo Herrera, responsable del caso, admitió la frustración inicial: “Una familia de clase media, padre trabajador, madre profesora, hijos adolescentes. No había motivos aparentes para una desaparición voluntaria y tampoco encontramos señales de violencia o secuestro. Era desconcertante”.

Los testimonios no tardaron en llegar, pero solo añadieron confusión. Un despachador de una gasolinera en la carretera hacia Xalapa juró haber visto el coche en la madrugada del viernes al sábado, pero las cámaras de seguridad no lo confirmaron.

Un pescador local, Pedro Machado, aportó un dato intrigante. Vio a la familia en el muelle de lanchas el jueves por la mañana. “Estaban conversando con ‘El Capi’ sobre un paseo. El hombre anotó algo en un papel”.

Osvaldo Mendoza, conocido como “El Capi”, confirmó la conversación con Roberto, pero negó haber cerrado ningún trato. “Preguntó sobre la Isla de Sacrificios, cuánto tiempo llevaba. Le expliqué, pero no agendamos nada. Le dije que volviera si se decidía”.

El caso se volvió más turbio. Una comerciante afirmó haber visto a Camila llorando en un teléfono público cerca del Zócalo el jueves por la tarde. Un turista de Puebla dijo haber visto el Jetta en la carretera de cuota, pero no anotó la placa completa.

El testimonio más inquietante provino de María de los Dolores, una vendedora de esquites en el malecón. “Vi a la familia el jueves por la mañana. Estaban agitados, ¿sabe? El señor hablaba por celular, gesticulando mucho. La señora sostenía a los hijos de la mano, como si tuviera miedo”.

En abril, tras seis semanas de búsqueda infructuosa, el caso fue transferido a la Fiscalía General del Estado en Xalapa. La familia Morales pasó a ser oficialmente considerada “desaparecida”.

Socorro Morales regresó a la Ciudad de México con una pregunta que la atormentaría durante diez años: “¿Cómo es posible? Un coche, cuatro personas, sin dejar rastro”.

La casa de la familia en la CDMX permaneció intacta hasta 2013. En la Posada “Villa del Mar”, Manuel y Lucía Sánchez, atormentados por el suceso, nunca más alquilaron esa habitación.

La convirtieron en bodega, un santuario involuntario del último lugar donde la familia fue vista con vida. “Siempre esperamos que volvieran”, confesó Lucía años después, con la voz embargada.

El tiempo pasó. El misterio se convirtió en una leyenda urbana del puerto, una historia de fantasmas contada a los turistas en las noches de bochorno. Veracruz siguió siendo vibrante, pero una sombra persistía.

Diez años después, en enero de 2020, la Posada “Villa del Mar” tenía nuevos dueños. Manuel y Lucía se habían retirado en 2018. El nuevo propietario, Alberto Méndez, un empresario de Boca del Río, planeaba transformar el lugar en un “hotel boutique” de lujo. Las obras comenzaron en diciembre de 2019.

Cláudio Ríos, el maestro de obras, conocía la historia. Todo el mundo en Veracruz la conocía. El 15 de enero de 2020, le tocó el turno a la habitación “prohibida”, la que los antiguos dueños mantenían siempre cerrada.

“Estábamos reformando los cuartos del primer piso”, recuerda Cláudio. “El trabajo implicaba rehacer instalaciones eléctricas y baños”. El equipo comenzó a demoler una pared de tablaroca que separaba la habitación del pasillo, una pared que parecía haber sido añadida después de la construcción original.

“Cuando derribamos los primeros paneles, notamos que había un hueco detrás”, explica Cláudio. “Un muro falso”.

Juan Carlos, uno de los albañiles, fue el primero en verlo. Con la linterna de su celular, iluminó el fondo del oscuro vacío. “Jefe, ¡hay una maleta aquí dentro!”, gritó.

Al principio, pensaron que era basura vieja. Pero Cláudio se agachó y vio que estaba en sorprendentes buenas condiciones. Era una maleta de viaje infantil, rosa con detalles en blanco. Estaba cerrada, pero no con llave. Al lado, cubierta de polvo y telarañas, había una bolsa de plástico transparente.

Alberto Méndez, el propietario, llegó en 15 minutos. “No puede ser coincidencia”, pensó de inmediato. “Una maleta infantil escondida detrás de una pared falsa en el cuarto donde se hospedaron”. Llamó inmediatamente a la Policía Ministerial.

El Fiscal Marcos Vieira llegó a las 14 horas con peritos. El lugar fue aislado. La maleta fue abierta con extremo cuidado. El contenido dejó a todos en silencio. Dentro, perfectamente dobladas, había ropa de playa femenina: un bikini rosa y blanco, un pareo de flores, un short de mezclilla. Ropa que claramente pertenecía a una adolescente.

En la bolsa de plástico encontraron dos objetos que cambiarían todo. El primero era un pequeño cuaderno de anotaciones con tapa azul. Las primeras páginas contenían impresiones típicas de unas vacaciones: “El puerto es lindo, la comida sabrosa. Papá prometió paseo en lancha”.

Pero fue la última anotación la que heló la sangre de los investigadores. Con fecha del 25 de febrero de 2010, la víspera de la desaparición, la letra adolescente de Camila había escrito: “Algo extraño está sucediendo. Mi mamá está nerviosa. Mi papá no deja de ver por la ventana”.

El segundo objeto era una cámara fotográfica analógica, una Kodak simple. El perito fue categórico: “Los objetos estaban allí desde hacía mucho tiempo, probablemente una década. Alguien los puso detrás de la pared intencionalmente. Fue una acción deliberada”.

La noticia explotó. Veracruz volvió a ser el centro de atención nacional. Socorro Morales, ahora con 67 años, recibió la llamada de un periodista. “Cuando oí hablar de la maleta rosa, supe inmediatamente que era de Camila. Ella adoraba el rosa”. La esperanza, después de diez años de silencio, renacía.

El rollo de la cámara Kodak fue enviado a un laboratorio especializado en la Ciudad de México. Era un rollo de 36 poses, pero solo 12 fotos habían sido tomadas.

Las primeras nueve eran exactamente lo que se esperaba: la familia sonriendo en el Zócalo, Enrique junto a un buque de la Marina, Camila haciéndose selfies en el malecón. Fotos alegres. La décima foto mostraba a la familia posando en la entrada de la Posada “Villa del Mar”.

La undécima imagen cambió radicalmente el tono.

Mostraba el interior de una embarcación, una lancha. La calidad era mala, movida, pero se distinguían cuatro personas en bancos de madera. Sus expresiones no eran de alegría.

Parecían tensos, casi aprehensivos. “Aquí supimos que algo había cambiado”, analizaría el perito Eduardo Santos. “No eran más turistas despreocupados”.

Pero fue la duodécima y última fotografía la que desconcertó a todos. La imagen era casi completamente oscura, como si hubiera sido tomada con poca o ninguna luz. En el centro, apenas visible, se distinguía un contorno humano.

Una silueta misteriosa que podría ser cualquiera. Las últimas tres fotos, determinó el técnico, fueron tomadas en rápida secuencia el mismo día.

Socorro Morales viajó a Veracruz. Reconoció a su familia, reconoció la ropa, reconoció la cámara. “Era la máquina que Roberto ganó en la empresa. Siempre la llevaba”. Pero no pudo explicar las últimas dos fotos. “Esa foto oscura… no tiene sentido. Roberto solo fotografiaba momentos felices”.

La investigación se centró en la foto 11. ¿Qué lancha era? “El Capi”, Osvaldo Mendoza, había fallecido de un infarto en 2015.

El fiscal Vieira decidió interrogar nuevamente a los antiguos dueños, Manuel y Lucía Sánchez, ahora octogenarios y viviendo en un retiro en Coatepec. Fue entonces cuando Manuel reveló un detalle que había omitido durante diez años.

“Ese viernes por la mañana”, confesó por videoconferencia, “cuando descubrimos que se habían ido, encontré la puerta trasera de la posada destrancada. Siempre la cerraba con llave. Pensé que lo había olvidado…”.

Esa puerta trasera daba acceso directo al área donde estaba el muro falso.

Lucía Sánchez añadió la información más perturbadora: “Manuel nunca me contó eso. Pero yo siempre desconfié de una persona. Osvaldo, ‘El Capi’. Él tenía llaves de la posada. A veces nos ayudaba con ‘chambitas’ (pequeños trabajos) cuando viajábamos. Conocía todos los rincones del edificio”.

Osvaldo Mendoza, el lanchero muerto cinco años después de la desaparición, emergía como el sospechoso central. Investigar a un muerto era un desafío, pero el fiscal Vieira ordenó revisar sus registros personales.

La pieza final la proporcionó la hija de Osvaldo, Cristiane Mendoza. “Después de que papá murió, encontré unas cosas suyas que nunca entendí. Había un sobre con papeles de un coche, un Jetta blanco. Pensé que era algún negocio de compraventa”.

Eran copias de los papeles del Jetta blanco de la familia Morales. Junto a ellos, una anotación manuscrita: “Roberto $50,000”.

“Mi padre estaba pasando por dificultades financieras en esa época”, relató Cristiane. “Tenía deudas. Nunca entendí de dónde sacó el dinero que usó para pagarlo todo… justo después de aquel Carnaval de 2010”.

El rompecabezas, después de una década, estaba completo.

El Fiscal Marcos Vieira reunió las evidencias y presentó la conclusión oficial. Aunque no podía probarse judicialmente debido a la muerte del sospechoso, ofrecía la única explicación coherente.

La teoría de la Fiscalía es que Osvaldo Mendoza ofreció a la familia Morales un paseo en lancha el jueves 25 de febrero. Durante ese paseo, algo salió terriblemente mal. Pudo ser un accidente que Osvaldo intentó encubrir, o pudo ser algo intencional para robarles. La familia no regresó viva de ese paseo.

En pánico, Osvaldo usó las llaves que tenía para entrar en la posada durante la madrugada. Recogió algunos objetos personales y los escondió en el muro falso, un lugar que solo él conocía. Luego, vendió el Jetta a un deshuesadero clandestino por 50,000 pesos, dinero que usó para saldar sus deudas.

La última foto, la silueta oscura, sigue siendo un misterio. Pudo ser una foto desesperada tomada por Camila o Marta en sus últimos momentos, o una foto accidental disparada por el propio Osvaldo en la oscuridad mientras manipulaba la cámara.

Socorro Morales recibió la noticia con una mezcla de dolor y alivio. “Al menos ahora sé que no sufrieron durante años. Fue rápido. Fue allí en Veracruz. De alguna forma, eso me trae un poco de paz”.

La maleta rosa de Camila, junto con su diario, le fue entregada. La Posada “Villa del Mar” se convirtió en el hotel boutique planeado, pero Alberto Méndez instaló una pequeña placa discreta en el vestíbulo en memoria de Roberto, Marta, Enrique y Camila Morales.

Veracruz sigue recibiendo turistas, su malecón sigue vibrante y su carnaval sigue siendo el más alegre. Pero para aquellos que conocen la historia, el puerto guarda un secreto sombrío.

El caso Morales nos recuerda que la verdad, a veces, tarda diez años en salir de detrás de una pared, y que incluso cuando se revela, deja un sabor amargo de justicia incompleta.

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