“Un perro, un valle secreto y un misterio de cinco años: la historia que conmociona a Creel”

La mañana del 15 de marzo de 2019 comenzó como cualquier otra en Creel, un pequeño pueblo impregnado del aroma a pino en el corazón de la Sierra Tarahumara, México. Para Alejandro Morales, de 28 años, y su esposa Carmen, de 26, era un día de nuevos comienzos. Tras tres años de matrimonio marcados por el trabajo duro y pequeños sacrificios, por fin emprendían la aventura que tanto habían esperado: una escapada de cuatro días hacia las maravillas naturales de Chihuahua. Carmen, con seis meses de embarazo, irradiaba esa luz especial que solo poseen las futuras madres.

Su vida era sencilla, pero llena de devoción. Alejandro, leñador de manos endurecidas por los años de trabajo, cuidaba con esmero su camioneta Ford verde modelo 2010. Carmen, querida maestra de la escuela primaria local, había sido su apoyo constante. Juntos habían ahorrado peso a peso para este viaje: su luna de miel tardía y la última aventura antes de que su familia de dos se convirtiera en tres. El plan estaba cargado de ternura: visitar primero las majestuosas cascadas de Basaseachi, explorar algunas cuevas poco conocidas y culminar con una noche de estrellas en un valle secreto que Alejandro había descubierto años atrás. “Es el lugar más hermoso que he visto”, le decía, describiéndolo con aguas cristalinas y pozas naturales.

Antes de partir, Rosa, la hermana menor de Carmen, prometió cuidar de Canelo, el pastor alemán que era más hijo que mascota. Pero aquel día, Canelo parecía inquieto. Cuando la camioneta desapareció en el camino, el perro aulló suavemente, como presintiendo una tragedia que los humanos aún no alcanzaban a imaginar. Sería la última vez que alguien en Creel vería con vida a Alejandro y a Carmen.

La primera señal de alarma llegó esa misma noche, cuando el prometido llamado desde Basaseachi nunca ocurrió. Rosa intentó calmarse, pensando que estarían cansados. Pero al día siguiente, la preocupación creció: el celular de Carmen iba directo al buzón. Mientras tanto, Canelo se negaba a comer y permanecía junto a la ventana, esperando un regreso imposible.

Para el lunes, el silencio se había vuelto insoportable. El jefe de Alejandro llamó: no se había presentado a trabajar, algo impensable en él. Don Miguel, padre de Alejandro y experimentado guía local, movilizó contactos, hoteles y campamentos en un radio de 200 kilómetros. Nadie los había visto. Con el corazón pesado, interpuso la denuncia formal. El agente Roberto Sandoval, veterano investigador, tomó el caso.

El martes comenzó la búsqueda oficial. Policías estatales, equipos de protección civil y voluntarios locales se desplegaron. Un helicóptero rastreó la ruta a Basaseachi; brigadas peinaron cada rincón. Pero las montañas guardaban silencio. “Es como si se los hubiera tragado la tierra”, dijo frustrado el comandante Vega. La noticia se volvió nacional, y Creel entero se volcó en apoyo: comerciantes cerraban sus negocios para unirse a las brigadas, y la iglesia organizaba vigilias cada noche.

El caso desconcertaba: la pareja no tenía deudas ni problemas. Las únicas pistas eran un video de gasolinera donde aparecían sonrientes y un registro de antena celular en una zona remota que Alejandro quería mostrarle a Carmen. La búsqueda se concentró allí, pero el terreno, arrasado por lluvias recientes, era casi intransitable. Tras tres semanas y más de 100 kilómetros cuadrados revisados, la operación oficial se suspendió. Para las familias, fue un golpe devastador.

Aun así, nunca dejaron de buscar. Organizaron brigadas civiles, con Doña Esperanza, madre de Alejandro, como alma inquebrantable. “Mi hijo está allá afuera. Y mi nuera, y mi nieto. Nunca dejaré de buscarlos”, repetía, sirviendo café a los voluntarios.

Pasaron cinco años. El dolor inicial se volvió resignación silenciosa. El caso, antaño titular nacional, se convirtió en leyenda local, un fantasma en la memoria de Creel. Rosa volvió a su trabajo, pero vivía marcada por la ausencia de su hermana. Canelo, el pastor alemán, parecía compartir su duelo: cada mañana caminaba al mismo lugar desde donde despidió la camioneta, y allí se quedaba horas, esperando.

Una tarde fría de marzo de 2024, el ranchero Esteban Reyes salió con su perro, un labrador negro llamado Choco, a revisar los linderos de su propiedad en una zona aislada. El paisaje era agreste: riscos, pinares densos y barrancos profundos. De pronto, Choco se detuvo, olfateó con desesperación y comenzó a excavar entre unas rocas cubiertas de musgo. Esteban, intrigado, lo observó hasta que algo brilló bajo la tierra: una cámara Canon PowerShot, vieja y cubierta de polvo.

En casa, con manos temblorosas, conectó la memoria a su computadora. Las primeras imágenes eran paisajes: cascadas, cañones, ríos tranquilos. Luego aparecieron ellos: un hombre de rostro amable y una mujer embarazada, sonrientes. La última foto, fechada el 15 de marzo de 2019 a las 10:45 a.m., mostraba sus rostros plenos de alegría. Esteban llamó de inmediato a la policía.

El agente Sandoval, aún en la fuerza, reconoció en las fotos las prendas descritas en el reporte: la chaqueta azul marino de Carmen, la gorra con el logo de los Tigres de Quintana Roo de Alejandro. Con los datos GPS de la cámara, un equipo se dirigió a la zona.

Allí, en un valle escondido de asombrosa belleza, la esperanza se convirtió en horror. Un camino estrecho terminaba en un precipicio de más de 30 metros. Al fondo, cubierto por la vegetación, yacía el destrozado Ford verde. El misterio se resolvía con una explicación trágica: días antes de su viaje, una tormenta había erosionado el camino, derrumbando un tramo en curva. Sin saberlo, Alejandro condujo hacia el vacío. El bosque denso ocultó la camioneta de todo intento de búsqueda.

La revelación trajo un cierre doloroso pero necesario. Alejandro y Carmen no habían sido víctimas de crimen ni de fuga, sino de un accidente cruel. Sus restos fueron recuperados y entregados a sus familias, que al fin tuvieron un funeral cinco años después. Creel entero asistió. Rosa abrazaba a Canelo, que parecía, por fin, en paz: su espera había terminado.

Fue un final trágico, pero también un recordatorio de que, incluso en la vastedad implacable de la sierra, ningún secreto permanece oculto para siempre.

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