
En el caluroso verano de 2003, una banda de cinco talentosas mujeres, Las Scarlet Serenas, se desvaneció en el vasto y árido paisaje de Nuevo León, México. Ataviadas con sus vibrantes trajes escarlata y oro, cargaron sus instrumentos en una camioneta y partieron hacia una boda en el exclusivo Rancho Vance. La última vez que se les vio, doblaron por un largo camino privado, sin saber que era un viaje sin retorno. Su desaparición se convirtió en un caso frustrante, un expediente lleno de callejones sin salida, donde la suposición tácita era que simplemente habían abandonado sus vidas. Pero para Alex Koreah, la historia era mucho más personal.
Durante seis años, la vida de Alex se convirtió en una monótona sinfonía de aceite sintético y metal oxidado. El aroma, que se adhería a su ropa y se incrustaba bajo sus uñas, era la única constante en su existencia desde la desaparición de Sophia Vega, su prometida y líder de la banda. Su taller mecánico, un sueño que alguna vez compartió con ella, se había transformado en un santuario solitario, un refugio donde la monotonía de la mecánica servía como un anestésico contra el dolor que lo consumía.
En la noche de un sofocante verano de 2009, mientras trabajaba afanosamente bajo la débil luz de un televisor parpadeante, una noticia interrumpió la programación. El reportero anunció una operación de fuerzas especiales en el Rancho Vance, un lugar cuyo solo nombre hizo que Alex sintiera que se le detenía el corazón. Era el último destino conocido de Las Scarlet Serenas. El informe detalló un operativo federal que, si bien buscaba a traficantes de personas, en su lugar, descubrió un elaborado túnel de contrabando bajo la dura tierra de Nuevo León.
La transmisión mostró una fotografía del interior del túnel, un espacio oscuro y claustrofóbico. Y en primer plano, la vista que hizo que el corazón de Alex se detuviera: un montón de trajes de mariachi, los inconfundibles trajes rojo escarlata y oro de Las Scarlet Serenas. Vibrantes símbolos de alegría, grotescamente fuera de lugar en la lúgubre oscuridad subterránea. Un escalofrío recorrió la espalda de Alex. La fotografía borrosa mostraba un pequeño, casi imperceptible, destello de oro en uno de los trajes: un alfiler con la forma de una paloma que él mismo había encargado para Sophia como regalo de su primer aniversario. La sangre se le heló en las venas. Ese alfiler, único en su tipo, era la prueba irrefutable. Un destello de esperanza, tan brillante como el propio alfiler, atravesó los seis años de silencio.
Con manos temblorosas, marcó el número de la línea directa del grupo de trabajo federal que daban en la televisión. “Los trajes”, logró decir, la voz apenas audible. “Los trajes rojos en el túnel… sé a quién pertenecen”. Sin esperar una respuesta, Alex condujo hacia el edificio federal, una estructura de cemento imponente en el centro de Monterrey. Esperó durante una hora en una sala sin ventanas, el nerviosismo se transformó en un frío temor de no ser escuchado, de ser uno más entre las decenas de familiares que llamaban persiguiendo fantasmas.
Finalmente, el agente Miller, el investigador principal de la operación de contrabando, entró en la habitación. Con una expresión de escepticismo cortés, escuchó a Alex. El agente insistía en que muchos habían llamado, que los trajes de mariachi eran comunes en México. “Pero el alfiler no lo es”, insistió Alex, deslizando una fotografía vieja de su billetera a través de la mesa. En la imagen se veían las cinco mujeres sonrientes, con el alfiler de oro en el traje de Sophia. Miller, con una mezcla de fastidio y curiosidad profesional, aceptó ir a la sala de evidencias para verificarlo.
Momentos después, al examinar el alfiler, el agente Miller notó la diminuta inscripción en la parte trasera del alfiler, “Por Siempre”. Era demasiado específico, demasiado personal. No era una suposición, era una confirmación. La esperanza de Alex pareció afianzarse. El ambiente en la sala de entrevistas cambió. Miller ya no era escéptico, era intenso. Alex relató la historia de la desaparición, la presentación en el Rancho Vance, la última llamada telefónica y los años de silencio.
Pero la esperanza se desvaneció cuando Miller lo regresó a la fría realidad. “El Sr. Marcus Vance es un pez gordo”, dijo el agente. “Este túnel es parte de una operación masiva de contrabando internacional. Esa es nuestra prioridad. La desaparición, aunque trágica, es secundaria para la investigación en curso”. Una frase que heló el corazón de Alex: el caso de la desaparición de Sophia y sus compañeras de banda volvía a ser un asunto “secundario”, una vez más enterrado por la burocracia y la conveniencia de los que están en el poder. La amarga verdad se apoderó de él: le había dado la llave para la verdad, y ellos estaban cerrando la puerta. Salió del edificio con una decisión clara. Si el gobierno no ayudaría a encontrar la verdad, él lo haría por su cuenta.
De vuelta en su taller, el olor a aceite ya no le ofrecía consuelo. Sacó las cajas que había guardado durante seis años: recortes de periódicos, informes policiales, mapas, cronologías, rumores. Y entre esos papeles, encontró un nombre: el del detective Ben Carter. Un hombre que había investigado el caso en 2003, que había sido retirado del caso y que, poco después, había abandonado la fuerza. Alex lo recordó como un hombre agudo y suspicaz de la narrativa oficial.
Después de dos días de búsqueda, Alex encontró a Carter en una pequeña y olvidada ciudad costera, Veracruz, donde dirigía una tienda de artículos de pesca. El hombre que recordaba había sido reemplazado por una figura cínica y desgastada por los años. Alex le presentó la fotografía de los trajes y el alfiler. Carter lo miró con los ojos cargados de una amarga resignación. “Así que finalmente lo tienen”, dijo. “Tienen el túnel”, corrigió Alex. “No les importan las chicas. Lo llaman un caso ‘secundario'”.
Carter asintió lentamente. “Vance siempre tuvo amigos en las altas esferas”, dijo. “Sabía y probé cosas. Presioné demasiado y me echaron. Me quitaron mi placa, mi pensión, mi vida”. Se le notaba el cansancio de los años. A pesar de la renuencia de Carter, Alex le insistió en que “no podía dejarlo ir, no ahora”. Su persistencia, alimentada por el amor y la desesperación, encendió una chispa de fuego viejo en los ojos del exdetective. Un resquicio de oportunidad para la redención. Ben cerró la tienda, y le dijo a Alex, “Cuéntame todo”.
De vuelta en el garaje de Alex, Ben extendió los archivos del caso. “Aquí es donde todo salió mal”, dijo, señalando el informe policial inicial. “La cronología. Nunca tuvo sentido. El informe oficial dice que la banda iba a tocar un sábado, pero si desaparecieron el viernes, la policía entrevistó a la gente equivocada, miraron en los lugares equivocados. ¿Por qué el informe diría que fue un sábado?”. La respuesta llegó a sus mentes al mismo tiempo: Javier Sales, el representante de la banda, que había reservado el concierto.
Se encontraron con Javier, ahora manager de una pequeña y ruidosa cantina en el corazón de Monterrey. El hombre, visiblemente estresado, palideció al ver a Alex y a Ben. “Necesitamos hablar”, le dijo Alex. Después de esperar durante horas, lo confrontaron en un callejón. Javier tembló de miedo, confesando que les dijo a los agentes la fecha de la boda incorrecta por miedo. Una simple equivocación al agendar la fecha en el calendario, un error que provocó una catástrofe. La banda había llegado el viernes por la noche para lo que pensaron era una cena de ensayo, pero el lugar estaba vacío. Javier, aterrorizado, dijo que intentó contactar con el rancho sin éxito, pero antes de que pudiera llamar a la policía, un hombre enorme y aterrador, que se hacía llamar Gallow, se presentó en su casa, amenazando a sus hijos si no les decía a los agentes que el concierto era el sábado.
La conspiración era más oscura de lo que Alex había imaginado. El informe de la policía no fue simplemente un error; fue un acto de sabotaje deliberado. Al enfocarse en el sábado, la policía perdió lo que había ocurrido en el rancho el viernes por la noche. La desaparición de las cinco mujeres no fue un acto aleatorio de violencia, sino una eliminación calculada. Se dio cuenta de que no solo estaba persiguiendo a una banda de delincuentes, sino que se enfrentaba a una conspiración que se extendía mucho más allá de las fronteras de Nuevo León.
Ben, con su instinto de investigador, se puso a trabajar de inmediato, comunicándose con sus antiguos contactos en el submundo de Monterrey. Los susurros que recolectó formaron un patrón. Vance, además del contrabando, organizaba exclusivas partidas de póquer de alto riesgo. A esas partidas solo acudía la élite del crimen organizado: afiliados a los cárteles, grandes traficantes e incluso funcionarios corruptos. Y el Rancho Vance, remoto y seguro, era el lugar perfecto.
La banda llegó inesperadamente y presenció la partida de póquer. Vieron las caras de los jugadores, personas que valoraban el anonimato por encima de todo. De repente, las cinco mujeres se convirtieron en un pasivo que debía ser eliminado permanentemente. Si podían probar que la partida de póquer se había llevado a cabo e identificar a los jugadores, podrían desarticular la conspiración. Pero Ben advirtió que estos eran hombres peligrosos, y que no dudarían en matar de nuevo para proteger sus secretos.
Decidieron ir al rancho. La tensión era palpable. Se escondieron en un camino de tierra, observando el lugar con unos binoculares. Era una fortaleza, una imponente casa principal rodeada de edificios, establos y una alta valla con alambre de púas. A pesar de la reciente redada, la propiedad seguía fuertemente vigilada. Ben le señaló a un hombre supervisando la seguridad: alto, de hombros anchos y con una gracia depredadora. “Ese es él”, dijo Ben con voz baja. “Gallow”. Este era el hombre que había amenazado a los hijos de Javier, el probable ejecutor de las cinco mujeres.
Después de horas de observación, se dieron cuenta de que era imposible entrar. Al anochecer, mientras regresaban a su camioneta, un todoterreno negro los siguió y se colocó a su lado. La ventanilla bajó, revelando el rostro del hombre al que acababan de observar, Gallow. Su expresión era tranquila, casi aburrida, pero la amenaza era palpable. “¿Están perdidos?”, preguntó con voz suave y educada. “Solo admirando la vista”, respondió Ben.
“La vista es propiedad privada”, dijo Gallow, y la camioneta aceleró, perdiéndose en el horizonte. A medida que el sol se ponía, Alex y Ben sabían que ya no estaban cazando fantasmas. Ahora estaban cazando a monstruos, y los monstruos sabían que estaban allí. Su aventura apenas había comenzado y las apuestas acababan de aumentar. La búsqueda de la verdad de Alex se había transformado en una lucha por la justicia, y él estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para conseguirla.