
La historia de Diego y Camila comenzó con la inocencia típica del primer amor, una mezcla de rebeldía y romance que los llevó a cometer un error fatal en un país donde los caminos solitarios tienen ojos y oídos.
Ambos de 17 años, estudiantes de preparatoria con sueños grandes, decidieron mentir a sus padres un fin de semana de puente; dijeron que irían a una carne asada en una finca segura con amigos, pero su verdadero destino era la profundidad de la Sierra, un lugar de pinos altos y neblina eterna donde buscaban soledad para ver las estrellas.
Subieron a su viejo vocho y se adentraron en los caminos de terracería, lejos de la señal de celular y de la protección de la civilización, enviando un último mensaje que decía “Llegamos, todo está hermoso”, antes de que la montaña se los tragara por completo y el silencio se convirtiera en la única respuesta que recibirían sus madres durante un año eterno de angustia y veladoras encendidas.
Los meses pasaron y la desesperación se apoderó de las familias, que tapizaron las calles de la ciudad con las fichas de búsqueda, esos carteles en blanco y negro que son tan comunes y dolorosos en nuestro México; se organizaron brigadas con colectivos de buscadoras, se removió tierra y se gritó sus nombres en barrancos y cañadas, pero la Sierra guardaba su secreto con un mutismo de piedra.
No fue hasta que llegaron las lluvias fuertes que un ejidatario, buscando ganado perdido en una zona de difícil acceso conocida por ser territorio de nadie, divisó un color extraño entre la maleza: era una casa de campaña naranja, colapsada y cubierta de lodo, que parecía llevar allí una eternidad.
Al acercarse con machete en mano, el hombre sintió el peso de la tragedia; dentro no había nadie, pero las pertenencias de los muchachos estaban intactas, como si se hubieran esfumado en medio de la cena.
Lo más inquietante fue encontrar unos lentes rotos pisoteados en la entrada y huellas de neumáticos de camioneta grande que no correspondían al auto de los jóvenes, señal inconfundible de que aquello no había sido un accidente, sino un “levantón”.
El hallazgo de la casa de campaña reactivó el caso, confirmando que Diego y Camila no se habían perdido, sino que alguien se los había llevado, pero las pistas se enfriaron nuevamente hasta que el destino decidió intervenir en el lugar menos pensado: una colonia popular en la periferia de la gran ciudad, a cientos de kilómetros del bosque.
Los vecinos de una vecindad comenzaron a rumorar sobre un inquilino extraño, un hombre que nunca saludaba y que había cubierto todas las ventanas de su departamento con plásticos negros y tablas, impidiendo que entrara un solo rayo de luz; se escuchaban ruidos sordos por las noches y el consumo de luz era sospechoso.
La policía, actuando bajo una denuncia anónima y la presión mediática de un caso sin resolver, decidió realizar un operativo de madrugada, derribando la puerta de metal con la esperanza de encontrar drogas, pero lo que hallaron fue mucho más desgarrador.
En un cuarto trasero, aislado del ruido de la calle y sumido en la penumbra, encontraron a Camila; la joven que todos daban por desaparecida estaba viva, pero su mirada reflejaba el horror de un año de cautiverio, escondida a plena vista en el corazón del barrio, mientras la gente pasaba caminando frente a su prisión sin saberlo.
Su rescate fue un milagro que llenó las portadas de los periódicos, pero su testimonio trajo consigo la devastadora noticia sobre Diego. Aquella noche en la Sierra, confesó entre lágrimas, no estaban solos; tuvieron la mala fortuna de acampar cerca de una brecha utilizada por grupos delictivos para mover mercancía.
Al ser descubiertos, Diego intentó defenderla con la valentía de quien ama, enfrentándose a los hombres armados para darle tiempo a ella de correr, un acto heroico que le costó la vida en ese mismo instante.
El cuerpo de Diego quedó en la montaña, convirtiéndose en parte del paisaje que tanto amaba, mientras Camila regresó con su familia, llevando consigo las cicatrices de una verdad que nos recuerda cruelmente que, en ciertos rincones de nuestro país, la línea entre una aventura romántica y una tragedia es tan delgada como la lona de una casa de campaña.