
El miércoles 15 de junio de 2016 parecía un día como cualquier otro en Jardines de Morelos, Ecatepec. La lluvia matutina había dejado un aire húmedo y las calles estrechas de la colonia aún brillaban.
Cerca de las cinco de la tarde, don Esteban, de 78 años, se preparó para salir. Se apoyaba en un bastón de madera con mango curvo, un compañero fiel que lo ayudaba a navegar el mundo con la lentitud que le imponía la edad.
Su hijo, Mario, de 42 años, lo esperaba. Mario era un hombre callado, robusto, que trabajaba en administración y vivía con su padre desde que su madre había fallecido.
La rutina habitual era los viernes: cobrar la pensión, recoger medicamentos. Pero ese miércoles, una promoción en una farmacia de Ciudad Azteca los hizo adelantar el viaje.
Don Esteban se puso su camisa a cuadros, pantalón oscuro y su inseparable gorra gris. Mario, con playera gris y mezclilla, cargaba una mochila de nylon negra donde guardaba los documentos de su padre.
Caminaron dos cuadras hasta la base de las combis. Justo enfrente, la papelería de don Raúl, un comerciante que llevaba más de veinte años en el local, los vio pasar. Los saludó con un gesto. La cámara de seguridad de su negocio, sin que nadie lo supiera, estaba a punto de grabar la última imagen clara de ambos.
Llegaron al punto de espera. Don Esteban se recargó en un poste. El cielo seguía gris, amenazante. Diez minutos después, frenó la combi: blanca, con rayas azules desgastadas y un letrero de “Ciudad Azteca” con letras rojas casi borradas.
El video de la papelería captó la secuencia: el bastón entrando primero, luego el cuerpo encorvado de don Esteban, y finalmente Mario, subiendo detrás de él. La combi arrancó y se perdió en el tráfico de la Vía Morelos.
A bordo, el ambiente era el típico de la hora pico: humedad, vapor en las ventanas y el sonido monótono de la lluvia que había regresado. Don Esteban consiguió asiento; Mario se quedó de pie. Cerca de las 5:40 p.m., el tráfico se paralizó en el cruce con Carlos Hank González.
El chofer, un hombre con gorra de los Pumas, golpeó el volante y anunció que tomaría un atajo para evitar el caos.
La combi giró en una calle lateral, oscura y llena de baches. Pasaron bodegas, talleres cerrados y un terreno baldío. La ruta era desconocida para los pasajeros. Mario miró su celular. A las 6:10 p.m., envió un mensaje a Lucía, su cuñada: “Vamos tarde, agarramos otro camino. Al rato te marco”.
El vehículo siguió avanzando hacia una zona desolada cerca del cauce del Río de los Remedios. Un canal de drenaje abierto desprendía un olor fétido. Un vecino de la zona, don Fermín, vio pasar la combi y le extrañó. Por ahí no pasaba transporte público. Vio que se detenía un momento y luego la perdió de vista entre la lluvia.
El celular de Mario había registrado su último ping de señal a las 6:00 p.m., cerca de la Avenida Central. Después de ese mensaje a Lucía, el teléfono se apagó para siempre.
A las 7:30 p.m., Lucía intentó llamar a Mario. Buzón de voz. A las 8:00 p.m., volvió a intentar. Nada. A las 8:30, la preocupación se convirtió en pánico. A las 9:00 p.m., corrió las seis cuadras hasta la casa de su suegro. Todo estaba oscuro. La vecina, doña Lupita, confirmó que no habían regresado.
Esa misma noche, Lucía fue al Ministerio Público. La sala de espera estaba llena. Un oficial de guardia la atendió con desgano, tomó sus datos y le dijo que regresara al día siguiente para levantar el reporte formal. “Muchas veces aparecen al día siguiente”, le dijo. Pero Lucía sabía que algo andaba mal.
Salió de allí frustrada y comenzó su propia búsqueda. Subió la foto de ambos a redes sociales, pidiendo ayuda, compartiéndola en grupos de vecinos de Ecatepec. La respuesta de la comunidad fue inmediata.
Al día siguiente, mientras Lucía formalizaba la denuncia, los vecinos de Jardines de Morelos se organizaron. Crearon un grupo de WhatsApp y se dividieron para peinar hospitales, delegaciones y servicios forenses. Revisaron listas de ingresos, preguntaron por accidentes. Nadie los había visto.
Un grupo fue a la base de combis. Los choferes respondieron con desconfianza; nadie quería hablar. La única pista sólida provino de don Raúl, el dueño de la papelería. Revisó sus grabaciones y allí estaban: don Esteban y Mario subiendo a la combi blanca. Esa imagen se volvió el estandarte de la búsqueda.
Los primeros días fueron un torbellino de pistas falsas y rumores. El tercer día, Lucía consiguió que un técnico de la compañía telefónica confirmara la ubicación del último ping: cerca de la Avenida Central, al lado de un Oxxo. Fueron al Oxxo.
Las cámaras de seguridad, que podrían haber grabado la combi pasando, ya habían borrado las imágenes de ese día. El sistema solo guardaba 72 horas. Fue un golpe devastador.
Sin embargo, una vendedora de fritangas cercana recordó haber visto una combi blanca pasar lento ese día, “como perdida”, y meterse por una calle lateral que daba hacia el río.
El enfoque de la búsqueda cambió drásticamente. Ahora tenían una zona: la vasta y peligrosa área del Río de los Remedios. Lucía contactó a un colectivo de búsqueda de personas desaparecidas. Eran madres y hermanas con años de experiencia rastreando en el terreno más hostil. Se unieron de inmediato.
Caminaron por márgenes lodosas, revisaron drenajes, preguntaron en las pocas casas improvisadas de la zona. En paralelo, la presión de Lucía sobre las autoridades finalmente rindió frutos. Citaron al chofer de la ruta, Rubén Maldonado.
Rubén admitió el desvío por la lluvia, pero negó cualquier parada irregular. Juró que todos los pasajeros, incluidos el anciano y su hijo, habían bajado en Ciudad Azteca. Su versión era limpia, pero no cuadraba con la desaparición.
Pasó una semana. La desesperación crecía. Entonces, una idea de Roberto, un vecino que trabajaba en telefonía, reactivó la esperanza. Explicó que la pérdida de señal podía deberse a una “zona muerta”, como un drenaje profundo o un área hundida. Los mapas de cobertura señalaban el área del río como un punto ciego.
Volvieron al río. Don Fermín, el vecino que había visto la combi, les dio un detalle crucial: el vehículo se había detenido un momento. El grupo se dirigió a esa zona. Era un terreno desolado, un lodazal de basura y maleza. No encontraron nada.
La investigación oficial aportó otro dato: el GPS de la combi de Rubén. El 15 de junio, a las 6:18 p.m., el vehículo registró una parada de diez minutos. No en una esquina, sino en medio del camino de terracería junto al drenaje. Diez minutos era demasiado tiempo para solo “evitar un charco”.
Pero había un problema: las lluvias habían inundado esa zona específica.
Mientras esperaban que el agua bajara, otra pista surgió. Iván, otro vecino, sugirió revisar las cuentas bancarias. Lucía fue al banco. No había retiros desde el 14 de junio. Pero el empleado encontró algo más: un intento de compra rechazado.
El 17 de junio, dos días después de la desaparición, alguien intentó usar la tarjeta de Mario en un Oxxo de la Avenida Central a las 11:14 p.m. El NIP fue ingresado mal dos veces.
Lucía corrió a ese Oxxo. Esta vez, las cámaras tenían la grabación. El video mostró a una figura con sudadera gris y gorra, el rostro cubierto, intentando comprar cigarros y cervezas. Al ser rechazada la tarjeta, la persona salió huyendo hacia un callejón oscuro. Era la prueba de que alguien más tenía las pertenencias de Mario.
A mediados de julio, casi un mes después, Lucía recibió un mensaje de WhatsApp de un número desconocido. Era solo un archivo de audio de 18 segundos. Se oía agua corriendo con fuerza, como un canal, y el eco de una sirena lejana.
Un análisis de audio sugirió que el sonido provenía de un espacio semiabierto, cerca de un drenaje, a menos de un kilómetro de una avenida principal.
Todos los indicios apuntaban al mismo lugar: el terreno donde el GPS marcó la parada de 10 minutos.
El colectivo regresó al área. El nivel del agua había bajado. Llevaban botas, palos largos y guantes. Era un sábado por la mañana. El olor a descomposición era penetrante. Después de horas sondeando el fango bajo un calor húmedo, uno de los voluntarios, Héctor, gritó.
Enterrada cerca del drenaje, encontró una mochila de nylon negra. Estaba llena de lodo. Lucía la reconoció al instante. Era la de Mario. Adentro, todo estaba podrido, pero encontraron la cartera de don Esteban con su credencial del IMSS. No estaban los celulares ni la cartera de Mario.
Llamaron a los peritos. Acordonaron la zona. Uno de ellos, sondeando el terreno con una varilla metálica, golpeó algo sólido a tres metros de donde estaba la mochila. Marcaron el punto. Necesitaban equipo especializado.
Pasaron cinco días de angustia. El jueves 21 de julio, los peritos regresaron con equipo forense completo y lonas. Lucía y el colectivo observaron desde la cinta amarilla. Vieron a los peritos excavar con cuidado.
Vieron cómo de pronto se detenían, se agrupaban y comenzaban a tomar fotografías. Luego, levantaron las lonas, bloqueando la vista.
El coordinador del operativo se acercó a Lucía. Le dijo que habían encontrado algo, pero que necesitaban análisis. No le dijo qué.
Días después, la citaron. Le mostraron fotografías. El bastón de don Esteban, partido a la mitad y cubierto de lodo. Su camisa a cuadros, su gorra gris. Luego, la playera gris y la mezclilla de Mario. Todo estaba allí, enterrado deliberadamente.
La investigación se centró en Rubén, el chofer. A principios de agosto, Lucía fue llamada nuevamente, esta vez con un psicólogo presente. Le informaron que regresarían al terreno para una excavación más profunda.
El 15 de agosto, 61 días después de la desaparición, comenzó el operativo final. El área acordonada era inmensa. Peritos con trajes Tyvek blancos trabajaban metódicamente. Cerca de la 1 p.m., se concentraron en un punto.
Trajeron más lonas, creando una carpa. Trabajaron allí por horas. Al atardecer, cargaron seis cajas grandes de evidencia selladas en las camionetas.
El jueves 18 de agosto de 2016, 68 días después de aquel viaje a la farmacia, Lucía y su familia fueron citados. Un médico forense les informó que habían encontrado restos humanos. Dos personas. Un hombre de edad avanzada y un hombre de mediana edad.
Habían sido hallados en una fosa poco profunda, a metros de la mochila. Estaban envueltos en plástico industrial y asegurados con cadenas oxidadas. A su lado, un tonel metálico de 200 litros, también encadenado. Los análisis de ADN confirmarían sus identidades.
Con la evidencia del hallazgo, la investigación se cerró sobre Rubén Maldonado. Otro pasajero de esa tarde finalmente habló: el chofer se había puesto violento, los obligó a bajar a todos en el desvío, excepto a don Esteban y Mario. Los demás obedecieron por miedo.
En el domicilio de Rubén, encontraron ropa con manchas y restos de lodo idéntico al del terreno. Oculto en su motocicleta, hallaron el celular desarmado de Mario.
Rubén Maldonado fue detenido. La búsqueda de justicia, sin embargo, apenas comenzaba. La familia, apoyada por el colectivo que nunca los dejó solos, se preparó para el largo proceso legal, buscando respuestas no solo sobre el culpable, sino sobre los cómplices que pudieron haber participado en la trágica parada final de don Esteban y Mario.