
En el verano de 2016, la familia Reyes dejó atrás el ajetreo de la ciudad industrial de Monterrey para reencontrarse con la naturaleza salvaje. Mateo, un talentoso ingeniero; su esposa, Sofía, una dedicada maestra de primaria; y su hijo de 8 años, Leo, habían planeado una aventura inolvidable. En su camioneta familiar, se dirigieron hacia el oeste, al corazón de la Sierra Tarahumara en Chihuahua, donde las majestuosas Barrancas del Cobre los esperaban.
El 18 de julio llegaron a la entrada del parque nacional. Un guardabosques registró la matrícula de su vehículo y les expidió un permiso para acampar en una zona remota, justo lo que deseaban para alejarse del bullicio. Esa noche, Sofía llamó a su hermana con la voz llena de entusiasmo. Estaban cansados por el largo viaje, pero inmensamente felices. Leo no dejaba de maravillarse con el imponente paisaje montañoso. Esa fue la última vez que sus familiares tuvieron noticias de ellos.
Al día siguiente, la camioneta permanecía inmóvil en el estacionamiento. Y al día siguiente, también. En la mañana del 20 de julio, esta inusual quietud llamó la atención de la administración del parque. Las llaves estaban escondidas bajo el tapete del conductor y las puertas estaban cerradas. Adentro, la escena era extrañamente pacífica: un libro para colorear de Leo, algunas botellas de agua y un mapa lleno de senderos marcados. Pero la tienda de campaña, los sacos de dormir y, lo más importante, los tres miembros de la familia Reyes, habían desaparecido por completo.
La Policía Estatal de Chihuahua y equipos de rescate voluntarios desplegaron de inmediato una búsqueda a gran escala. Rastrearon barrancos y senderos escarpados. Se movilizaron perros de búsqueda y un helicóptero sobrevoló los valles. Pero todo fue en vano. Era como si la familia Reyes se hubiera desvanecido en el aire. Sus teléfonos no tenían señal, no había transacciones en sus cuentas bancarias. Se plantearon varias hipótesis: se habían perdido, habían sido atacados por un animal salvaje o habían sufrido una caída fatal por un precipicio. Pero sin cuerpos, sin rastros de lucha, sin nada, el caso llegó a un callejón sin salida.
Durante 5 años, la familia Reyes se convirtió en parte de las leyendas trágicas de la Sierra. Su desaparición fue considerada un desafortunado accidente, un recordatorio de la dureza de la naturaleza.
Pero en el verano de 2021, el destino intervino. Dos guardabosques, mientras patrullaban una zona casi intransitada, encontraron por casualidad un objeto extraño. Era una mochila infantil, la tela podrida pero aún reconocible. En su interior, un cuaderno escolar con el nombre “Leo Reyes”.
Este descubrimiento reavivó un caso que se creía olvidado. Un equipo de élite de investigación forense fue enviado al lugar. No muy lejos, encontraron los restos de una tienda de campaña y una caja metálica que contenía las identificaciones de Mateo y Sofía. La búsqueda se acotó. Los perros ladraban frenéticamente hacia un área de terreno sospechosamente plano. Al excavar, los investigadores se enfrentaron a una escena de horror.
Bajo una capa de tierra, rocas y troncos mal disimulados, había un foso de casi 2 metros de profundidad. En el fondo, mezclados con lodo y jirones de tela, yacían los restos óseos de tres personas. En las paredes del foso todavía había ganchos de metal y trozos de cadenas oxidadas. El análisis de ADN confirmó posteriormente la identidad de las víctimas: Mateo, Sofía y Leo Reyes.
Pero los resultados del examen forense fueron lo más impactante. Los esqueletos mostraban signos de desnutrición severa y múltiples fracturas mal curadas. El cráneo de Mateo presentaba una fisura antigua, lo que demostraba que había sido atacado pero que había sobrevivido durante un tiempo. Los restos de Sofía y Leo tenían múltiples marcas de cortes profundos. Los expertos concluyeron que la familia Reyes había estado cautiva en ese foso entre un año y medio y dos años antes de ser asesinada.
Las sospechas recayeron rápidamente sobre Isidro Vargas, un exmilitar que vivía como un ermitaño en una cabaña aislada en los límites del bosque. Isidro era conocido como un excéntrico que sufría de TEPT y esquizofrenia desde que dejó el ejército, y que odiaba profundamente a los turistas. Cuando la policía irrumpió en su cabaña, encontraron pruebas irrefutables: rollos de cadena similares a los de la fosa y, lo más importante, un diario.
En ese diario, Isidro había documentado su crimen con una caligrafía errática. Relataba cómo se encontró con la familia Reyes cuando estaban perdidos, cómo los engañó ofreciéndoles ayuda para después atacarlos y encerrarlos en el foso que ya había cavado. Creía que los estaba “purificando” de la “suciedad del mundo civilizado”. Describía cómo Mateo había intentado escapar y cómo él lo había “castigado”. Finalmente, escribió que no habían podido ser “salvados” y que debían “marcharse”.
Tras su detención, Isidro Vargas confesó todos sus crímenes con un tono frío e impasible. Detalló cómo había matado primero a Mateo, luego la muerte por enfermedad del pequeño Leo durante el crudo invierno, y finalmente, cómo le quitó la vida a Sofía cuando ella ya estaba completamente destrozada.
El juicio de Isidro conmocionó a todo México. Fue declarado culpable de secuestro y asesinato múltiple con especial crueldad y recibió una sentencia de cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Se hizo justicia, pero eso no pudo aliviar el dolor de los que quedaron atrás. La historia de la familia Reyes se ha convertido en una leyenda oscura de la Sierra Tarahumara, una espeluznante advertencia sobre el demonio que puede esconderse bajo la piel de un hombre, incluso en los lugares más hermosos.