
El verano de 2016 golpeó el norte de México con una sequía brutal, una de las peores en la memoria reciente. El calor implacable evaporó presas y dejó al descubierto secretos que el agua había guardado celosamente durante más de una década. El 7 de agosto, en la Presa Luis L. León, conocida por los locales como “El Granero”, en Chihuahua, un pescador llamado Javier “El Chino” Domínguez caminaba por el lecho agrietado cuando vio algo metálico brillando bajo el sol. Era el techo de una minivan.
Lo que inicialmente parecía un caso de abandono de vehículo se convirtió en una de las escenas del crimen más escalofriantes en la historia reciente de México. Cuando las grúas sacaron la Chrysler Town & Country plateada del lodo, encontraron cuatro cuerpos en su interior. Eran Miguel y Sofía Pérez, y sus hijos, Emma y Mateo. Habían estado desaparecidos durante 11 largos años.
No fue un accidente. Fue una ejecución. La Dra. Elizabeth Chávez, de servicios periciales, descubriría que los cuatro estaban atados a sus asientos no solo con los cinturones de seguridad, sino con metros de cable de acero de 6 mm, enrollados y asegurados con mosquetones industriales. El asesino se había asegurado de que no tuvieran ninguna posibilidad de escapar de su tumba acuática.
El análisis toxicológico reveló la presencia de Diazepam. No estaban inconscientes; estaban drogados, débiles, pero plenamente conscientes del horror que se desarrollaba. Los criminólogos estimaron que, desde que el auto entró al agua hasta que se inundó por completo, pasaron entre 8 y 12 minutos. Ocho minutos de un infierno inimaginable.
Once años antes, la historia había comenzado de una forma completamente diferente, en la tranquila ciudad de Querétaro.
El Último Viaje de los Pérez
El 19 de abril de 2005 fue un día perfecto en Querétaro. Miguel Pérez, un ingeniero en sistemas de 39 años, y su esposa Sofía, una querida maestra de primaria de 36, habían planeado el viaje perfecto. Se tomaron el día libre para llevar a sus hijos, Emma (12) y Mateo (8), a conocer las majestuosas Barrancas del Cobre. Era una excursión familiar rutinaria. Doña Carmen, su vecina de 75 años, los vio cargar la camioneta esa mañana. Recordó a Emma sosteniendo su nueva cámara y a Mateo abrazando a “Don Osito”, su inseparable compañero de peluche.
El viaje fue alegre. Las cámaras de una gasolinera en Creel, Chihuahua, los captaron a las 10:30 AM, comprando refrescos y papas fritas. Los niños, según la empleada, discutían emocionados sobre quién vería primero las barrancas. A las 11:15 AM, un guardabosques local, Javier Mendoza, los vio en el mirador de Piedra Volada, una escena idílica: Miguel tomando fotos mientras Sofía arreglaba el cabello de Emma.
La última fotografía conocida de ellos con vida fue tomada a las 12:07 PM por un turista alemán, que capturó a la familia de fondo mientras fotografiaba el paisaje.
A las 12:20 PM, una pareja de California notó algo extraño. Vieron una minivan plateada, idéntica a la de los Pérez, saliendo del estacionamiento. Pero el hombre al volante no era Miguel. Era más joven, con cabello oscuro y gafas de sol, y no se dirigía a la salida principal, sino hacia un camino de terracería menos transitado.
Esa noche, la familia no se registró en su hotel en Creel. La madre de Sofía, Margarita, comenzó a llamar. Primero, solo era preocupación; la señal en la sierra es mala. A las 10:00 PM, era pánico. Margarita llamó a la policía.
Once Años de Silencio
La búsqueda fue masiva. El Comandante David Rangel, de la Fiscalía de Chihuahua, la entonces Policía Federal y cientos de voluntarios peinaron la sierra. Usaron helicópteros y drones. Revisaron cada barranca. Pero los Pérez, y su camioneta, se habían esfumado. Las cámaras de salida del parque nunca registraron sus placas.
La detective Rosa Morales, de la policía de Querétaro, investigó sus vidas. Eran, como todos decían, la familia perfecta. Sin deudas, sin enemigos. Pero Morales encontró una nota inquietante. Tres semanas antes, Sofía había reportado a un hombre extraño que intentó fotografiar a sus hijos afuera del colegio para un “proyecto de arte”. Sofía lo describió como delgado, de pelo oscuro y con una “mirada vidriosa”. La policía patrulló, pero el hombre desapareció. Se elaboró un retrato hablado, pero no arrojó pistas.
Los años pasaron. El caso Pérez se convirtió en una leyenda trágica. La detective Morales se jubiló, pasando el caso al joven detective Braulio Campos, quien lo revisaba periódicamente, frustrado por el muro de silencio. La casa de los Pérez en Querétaro fue vendida. El recuerdo de la familia feliz se desvaneció, convirtiéndose en un caso sin resolver.
Lo que Reveló la Sequía
El descubrimiento en 2016 en la Presa El Granero, a cientos de kilómetros de donde fueron vistos por última vez, reabrió el caso con una violencia impactante. El detective Campos, ahora con 38 años, se encontró en la escena del crimen que había buscado durante una década.
El interior del auto contaba una historia de desesperación. La tapicería estaba rasgada. El plástico del tablero tenía arañazos profundos de las uñas de Miguel y Sofía. En el asiento trasero, Mateo, de 8 años, había muerto abrazando a “Don Osito”. Emma, de 12, aferraba una foto arrugada de la familia en Navidad.
El asesino había sido meticuloso. No solo los había atado y drogado; había dejado pistas. Los investigadores encontraron huellas de neumáticos cerca de la orilla: BF Goodrich All-Terrain, comunes en camionetas pick-up. Y huellas de botas: Timberland, talla 43. Las huellas indicaban que el asesino no huyó. Se quedó allí.
Pero, ¿por qué? La respuesta estaba a 50 metros, oculta en unos matorrales. Un detector de metales encontró la carcasa oxidada de una videocámara Sony Handycam.
Cazando al “Fantasma del Agua”
El laboratorio de la Fiscalía General de la República (FGR) en la Ciudad de México hizo lo imposible. Recuperaron datos de la cinta MiniDV dañada. Lo que vieron fue tan perturbador que llamaron inmediatamente a un psicólogo.
La cinta contenía un vídeo de 12 minutos, grabado el 19 de abril de 2005. La grabación, hecha desde un tripié en la orilla, mostraba la minivan de los Pérez deslizándose lentamente hacia las aguas profundas de la presa. El micrófono captó los sonidos: los gritos ahogados, los golpes contra el cristal y, filtrada por el viento, una voz masculina, tranquila, casi indiferente, comentando la escena.
El asesino había filmado su crimen.
La Dra. Rebeca Herrera, perfiladora criminal de la FGR, creó un retrato: un sádico organizado, socialmente aislado, con una necesidad patológica de control y de observar el sufrimiento. Probablemente, un coleccionista.
La unidad de ciberdelitos se sumergió en la darknet. En foros cifrados donde se comparte contenido extremo, encontraron a un usuario: “El Fantasma del Agua” (Water Ghost). Subía vídeos de autos hundiéndose. Eran sus trofeos.
Rastrearlo fue una pesadilla tecnológica, pero tras seis semanas, la FGR encontró una dirección IP real, vinculada a un proveedor en Álamos, Sonora. El detective Campos cruzó los datos: residente de Álamos, propietario de una camioneta Ford Lobo roja (pintura roja microscópica se encontró en las huellas de neumáticos), y que encajara en el perfil.
Apareció un nombre: Daniel Werner Muñoz, 37 años. Un fotógrafo freelance de naturaleza.
El Archivo de la Muerte
Muñoz vivía solo. Su pasado era una tragedia: nacido en 1979, su madre, que sufría de trastorno bipolar, se suicidó ahogándose en la bañera cuando él tenía 13 años. Fue Daniel quien la encontró. La experiencia traumática con el agua y la muerte había mutado en una obsesión sádica.
La policía vigiló a Muñoz. Observaron cómo visitaba parques, fotografiando paisajes, pero deteniéndose con un interés inusual en familias con niños.
A mediados de noviembre de 2016, Muñoz pareció sentir la presión. Los agentes lo vieron cargar cajas en su Ford Lobo roja a las 2:00 AM. Lo siguieron hasta una barranca abandonada. Cuando Muñoz comenzó a descargar las cajas para tirarlas, el detective Campos dio la orden.
Muñoz fue arrestado. Las cajas contenían cintas, discos duros y diarios.
El cateo de su casa en Álamos reveló un “archivo de la muerte”. Cientos de cintas numeradas. Mapas con ubicaciones marcadas. Y un estudio de edición. Había estado matando durante al menos 15 años.
Encontraron la versión completa del vídeo de los Pérez. Mostraba a Muñoz acercándose a ellos en las Barrancas del Cobre, fingiendo ser un turista, ofreciéndoles botellas de agua que, según sus diarios, contenían el sedante. Mostraba cómo los condujo hasta la presa, cómo los ató metódicamente mientras estaban semi-conscientes, y cómo empujó la minivan al agua. Luego, regresó a su cámara y observó.
En sus diarios, Muñoz no hablaba de asesinato. Se describía a sí mismo como un artista, un documentalista “capturando la verdad de la existencia humana” y la “vulnerabilidad” en su forma más pura.
El juicio en Chihuahua en 2017 fue rápido. Muñoz, declarado cuerdo pero diagnosticado con trastorno antisocial grave y sadismo, no mostró remordimiento. Cuando se le preguntó por qué, simplemente dijo que quería “plasmar la verdad”.
Margarita, la madre de Sofía, ahora con 73 años, se dirigió a él en el tribunal. Dijo que lo perdonaba, no por él, sino para liberarse del odio. Pero exigió que nunca volviera a ver la libertad.
El jurado deliberó menos de tres horas. Daniel Werner Muñoz fue declarado culpable y sentenciado a múltiples cadenas perpetuas consecutivas.
La tragedia de la familia Pérez, un misterio que atormentó a México durante 11 años, finalmente había terminado. El mal, que se había escondido detrás de la lente de una cámara y el rostro de un fotógrafo amable, fue expuesto. La sequía no solo había revelado el fondo de una presa; había sacado a la luz la verdad, por profunda y oscura que fuera.