“¡NO FUE ACCIDENTE! Comandante Desentierra la Verdad Oculta de ‘El Silencio’: 17 Ejecutados por el Tesoro de Litio”

En los áridos paisajes de Sonora, México, donde el desierto esconde tanto riqueza como tragedia, un secreto de hace medio siglo ha sido custodiado bajo toneladas de tierra, concreto y un manto de silencio institucional. La versión oficial, conocida y aceptada en el humilde poblado de San Jerónimo, era un recordatorio sombrío: el 23 de abril de 1972, 17 mineros descendieron a la mina “El Silencio” y murieron en un trágico derrumbe. Las familias recibieron una compensación rápida, y la vida continuó, sofocada por la resignación.

Sin embargo, las historias más oscuras a menudo se niegan a permanecer en el olvido, y en el caso de San Jerónimo, la verdad se reveló no por un temblor en la tierra, sino por el meticuloso trabajo de un hombre de ley. El Comandante Daniel Montes, un oficial de la policía estatal con la disciplina de un investigador, se encontró con la tarea de digitalizar los viejos archivos del cuartel local, una labor monótona que lo llevó directamente al corazón de la mentira fundacional de su comunidad.

El Archivo Maldito y el Líder Sindical Silenciado
El sótano del cuartel, con su olor a humedad y papel viejo, era un laberinto de historias olvidadas. Entre disputas de tierras y reportes de rutina, Montes halló el expediente grueso y amarillento marcado: “Incidente Mina El Silencio 1972”. El informe describía el colapso como un accidente por explosión de gas en la sección oriental de la mina. Pero al revisar la lista de las 17 víctimas, un nombre lo obligó a detenerse: Montes Jaime Patricio, 45 años, líder de cuadrilla. El nombre de su abuelo, Don Jaime Montes.

El impacto fue demoledor. A Daniel siempre le habían contado que su abuelo había fallecido por un infarto, o por complicaciones pulmonares derivadas de su trabajo en la construcción; la familia nunca mencionaba las minas. Aquí, sin embargo, figuraba como uno de los hombres que murieron en el peor desastre minero de la región. Era la primera grieta en la historia que se había tragado a toda una generación.

El archivo contenía más inconsistencias: una nota manuscrita del entonces Comisario Auxiliar, R. Cisneros, indicaba una “Investigación incompleta. Hay discrepancias serias en la cronología de eventos y testigos”. Debajo, en un trazo firme, la orden del entonces Jefe de Policía, E. Luján: “Caso clausurado por orden superior. Prohibida cualquier continuación”. ¿Qué podía ser tan poderoso para ordenar el cierre de una investigación por 17 muertes en el México de los 70s?

La respuesta estaba escondida en un sobre manila que contenía informes geológicos técnicos, llenos de jerga minera que el Comandante apenas entendía. Pero una frase se repetía, destacada en un margen con tinta roja: “Depósitos de Litio de Alta Pureza. Valor estimado $3.5 millones USD por tonelada”. El Litio, el “oro blanco” esencial para las tecnologías del futuro, era un recurso estratégico y multimillonario. El incidente no era un accidente; era un posible encubrimiento para asegurar el control de un yacimiento de valor incalculable.

El Sello de la Prisa y el Silencio de las Autoridades
El Comandante Montes sabía que los casos de desastres laborales complejos en México, especialmente aquellos que involucraban al Grupo Minero Del Norte (GMN), tardaban años en resolverse. Sin embargo, el caso de “El Silencio” se liquidó en menos de un mes, con pagos de 5,000 dólares a las familias a cambio de su silencio y la renuncia a acciones legales. La celeridad era, en sí misma, una señal de alarma.

Montes condujo hasta la antigua mina, hoy un sitio abandonado. El aire olía a pino y polvo de carbón. El sitio no parecía un abandono natural, sino una evacuación apresurada. El elemento más perturbador era el sellado del tiro principal: no era un bloqueo, sino un muro monumental de concreto reforzado y acero. Las fechas grabadas en el cemento, 24 y 25 de abril de 1972, demostraban que el sellado había comenzado menos de 48 horas después del supuesto colapso. Si se estaban realizando labores de rescate, ¿cómo era posible que el acceso estuviera siendo clausurado tan rápidamente? Era el intento desesperado de garantizar que nada saliera, ni siquiera la verdad.

Al regresar a su oficina, la investigación de Montes tomó un giro sombrío. Al contactar a la Secretaría de Minas y Metalurgia de Sonora, la respuesta fue contundente: no existía ningún reporte oficial estatal sobre un desastre minero con múltiples víctimas en San Jerónimo en 1972. Lo más extraño: los registros del Grupo Minero Del Norte mostraban que la mina había sido cerrada administrativamente el día 22 de abril de 1972, un día antes del supuesto “accidente”.

La historia oficial era una fabricación inexistente en los archivos del Estado. La única prueba de la tragedia estaba en el expediente que su predecesor había ordenado enterrar.

El Borrado de la Historia: Familias Desvanecidas
La búsqueda de los parientes de las 16 víctimas restantes se convirtió en un ejercicio de terror. En un pueblo donde el linaje se remonta a generaciones, las familias de la masacre de la mina se habían desvanecido. Seis vendieron sus bienes y se mudaron fuera del estado. Ocho simplemente desaparecieron de los registros oficiales sin dejar rastro de defunción o reubicación. 17 familias habían sido erradicadas de la memoria colectiva, una operación que requería recursos y poder más allá de una simple corporación.

Una noche, en su casa, el teléfono sonó. La llamada era de un número desconocido. “Soy Carlomagno Huerta. Escuché que está haciendo demasiadas preguntas”. La cita, en un estacionamiento solitario cerca de un viejo restaurante abandonado, era una trampa potencial, pero el Comandante Montes sabía que solo allí encontraría las respuestas.

El Testimonio del Sobreviviente y la Bala Militar
Carlomagno Huerta era un anciano que había cargado el peso del secreto durante cinco décadas. Él debió estar en la mina ese día, pero una enfermedad estomacal lo salvó. Su confesión fue brutal: “No hubo derrumbe, Comandante. Esos hombres fueron ejecutados, fusilados como ganado en los túneles, y luego sellados para que nadie encontrara los cuerpos”.

Huerta presenció, desde la maleza, cómo hombres de traje, cargando rifles y supervisados por el antiguo Jefe de Policía Luján y ejecutivos del GMN, sacaban cajas y documentos, para luego sellar la entrada con el concreto que enterró los cadáveres. “Intenté denunciarlo, pero mi familia fue amenazada. En esa época, los que preguntaban demasiado simplemente desaparecían”.

Como prueba, Huerta le entregó al Comandante Montes un casquillo de latón, un calibre 7.62, munición de uso militar, recogido en el suelo de la mina. Era la prueba irrefutable del asesinato masivo. Además, le proporcionó el informe que confirmó el motivo: un yacimiento de Litio valorado en $127 millones de dólares en 1972, cuyo valor actual superaba los mil millones.

El anciano, al despedirse y advertirle sobre la continua vigilancia de “los mismos intereses”, desapareció en la oscuridad. Justo en ese momento, un vehículo oscuro se detuvo. Un hombre joven y pulcro, con el aire de un burócrata de alto nivel, se acercó. “Agente Javier Cruz, CNI” (Centro Nacional de Inteligencia), se presentó.

“Comandante Montes”, dijo el Agente Cruz, con una sonrisa fría. “Necesitamos hablar. Su investigación está tocando secretos de seguridad nacional que se remontan a convenios de recursos estratégicos. Es por el bien de la gobernabilidad de su Estado que esto se mantenga en el olvido.”

El Comandante Daniel Montes se quedó solo, sopesando el casquillo de bala en su mano. Su abuelo y 16 hombres no murieron en un accidente, sino que fueron asesinados por orden de los poderosos de la época, para asegurar un tesoro mineral que hoy México considera su principal activo estratégico. Y las fuerzas que orquestaron esa masacre, y que borraron a 17 familias de la faz de la tierra, aún estaban observando. La lucha por la justicia apenas comenzaba.

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