“NO BUSQUEN MI CUERPO, BUSQUEN MI VERDAD”: El Testamento Final de la Agente Borrada 2 Veces

Era una mañana de abril de 1997. La agente Leticia Armendaris Garza, de 29 años, una de las pocas mujeres en la policía fronteriza de México, salió en su patrulla Chevrolet Silverado para un recorrido de rutina en el remoto tramo entre Sonora y Arizona. A las 07:18 se registró su última comunicación. Después, solo el silencio abrasador del desierto.

Cuando Leticia no respondió a las siguientes llamadas, se activó el protocolo de búsqueda. Un helicóptero y patrullas terrestres barrieron la ruta estimada. No encontraron nada. Ni la camioneta, ni rastros de un accidente, ni signos de lucha. Leticia y su vehículo oficial se habían desvanecido sin dejar huella.

Durante tres semanas, soldados, drones y caballería peinaron la zona. El desierto no entregó nada. Su madre, Clara Garza, una costurera de Ciudad Obregón, visitó la base cuatro veces, cada vez más abatida. “Lety nunca se habría ido sin despedirse”, le dijo a un sargento.

Las hipótesis iban desde una huida voluntaria hasta un secuestro por grupos armados. Ninguna tenía pruebas. Con el tiempo, la historia de Leticia se convirtió en una leyenda fantasmal, una advertencia para los novatos sobre cómo el desierto puede borrar una vida. En 2003, el caso fue archivado por falta de evidencia. Leticia fue declarada ausente definitiva.

Doce años después, en septiembre de 2009, el silencio se rompió. Unos geólogos que sobrevolaban el Desierto de Altar, a 193 kilómetros en línea recta de donde Leticia desapareció, vieron una silueta inusual. Era la Silverado verde olivo, semienterrada, oxidada, pero inconfundible.

El hallazgo reabrió todas las heridas y multiplicó las preguntas. La camioneta estaba en una zona inaccesible, fuera de cualquier ruta operacional. No tenía impactos de bala ni señales de choque. Dentro, aún estaban su chaleco de patrulla y sus lentes oscuros. Pero también había dos pistas escalofriantes: una libreta con una frase manuscrita, “No sigas esta ruta”, y un fragmento de tela con sangre seca, cosido bajo el piso trasero. El ADN confirmó que la sangre era de Leticia.

Estaba herida, y había intentado ocultar esa evidencia. La investigación, ahora a cargo del comandante Adrián Becerril, se reactivó. Descubrió una anotación olvidada de Leticia, hecha dos días antes de desaparecer, reportando “movimiento irregular” en su ruta, especificando que “no eran migrantes”.

Las piezas comenzaron a encajar. Un antiguo informante habló de un grupo paramilitar liderado por un expolicía, Julián Varela Elisondo, que “limpiaba rutas” para traficantes. El informante dijo que Leticia “cruzó el punto equivocado” y la “hicieron manejar hasta que ya no hubo más camino”. La prueba más perturbadora vino de imágenes satelitales de 1997: once días después de su desaparición, la cámara captó la camioneta en ese mismo punto, con dos figuras humanas paradas a su lado. Leticia no estaba sola.

La búsqueda de su cuerpo no arrojó nada, pero encontraron una caja metálica enterrada. Dentro, su placa policial y una nota: “Te lo advertí, nunca regreses”.

El caso dio un giro impensable en 2011. Un conductor de autobús en Tucson, Arizona, reconoció a una pasajera que se parecía a una foto antigua de Leticia. Usaba el nombre de Laura Méndez Rivera. Las autoridades rastrearon esa identidad falsa hasta Las Cruces, Nuevo México. Había trabajado en una cooperativa de costura. Una foto de su credencial de empleada confirmó las sospechas. En su antiguo apartamento, encontraron cuadernos con frases como: “Mi nombre no es Laura. No puedo decir quién soy, pero recuerdo todo”.

Poco después, una mujer entró al consulado mexicano en Albuquerque. “Necesito hablar con alguien”, dijo. “Soy mexicana y estuve desaparecida”. Tras una pausa de 14 años, pronunció su nombre: “Leticia Armendaris Garza”.

Su historia era la de una supervivencia increíble. Relató que ese día de 1997, fue interceptada por hombres armados. “Ya te habíamos marcado”, le dijeron. La obligaron a conducir vendada durante horas hasta ese punto remoto del desierto. La mantuvieron cautiva, usándola como “ejemplo” para otros agentes.

Leticia fingió cooperar. Dejó la nota en la libreta y escondió la tela ensangrentada como pistas. Días después, aprovechó una distracción y escapó. Caminó durante dos días hasta que fue encontrada por migrantes que la ayudaron a cruzar a Estados Unidos. Allí, adoptó la identidad de Laura Méndez. Durante más de una década, vivió en las sombras, trabajando como costurera, mudándose constantemente, aterrada de que si reaparecía, el grupo criminal lastimaría a su madre. Solo cuando vio en internet que el caso se había reabierto en 2009 y que su madre aún la esperaba, decidió arriesgarse y entregarse.

El reencuentro con Clara fue un momento de silencio y lágrimas contenido por 14 años. El gobierno mexicano, en secreto, le dio a Leticia una nueva identidad y una vida tranquila en un pequeño pueblo de Sinaloa, San Marcos de Lumaya. El caso se cerró.

Pero el pasado no había terminado con ella.

En 2014, Clara enfermó gravemente. Cuando Leticia intentó acceder al programa de protección federal para conseguir ayuda médica, descubrió que sus archivos no existían. En el sistema, Leticia Armendaris estaba muerta y Laura Méndez no tenía protección. Clara falleció poco después, dejando a Leticia completamente sola, sin una identidad legal, sin país y sin protección.

Entonces, las sombras regresaron. Una noche, encontró una nota deslizada bajo su puerta: “Hay cosas que aún no contaste. Tu silencio no es suficiente. JB”. Las iniciales solo podían significar una cosa: Julián Varela. El hombre que ordenó su secuestro estaba vivo y la había encontrado.

Leticia contactó al comandante retirado, Adrián Becerril. El terror se intensificó cuando recibió un paquete: era su propia placa de policía, la misma que había enterrado en el desierto años atrás. Era una amenaza clara.

Sabiendo que su tiempo se agotaba, Leticia grabó un testimonio completo en video. Contó todo lo que había callado para protegerse: los nombres de los agentes corruptos involucrados, los detalles de la red de Varela y las conversaciones que escuchó durante su cautiverio. Le entregó el video a Becerril con una instrucción: “Si desaparezco otra vez, publícalo”.

El 12 de febrero de 2015, Leticia Armendaris Garza salió a comprar harina a la tienda del pueblo. Dejó su bicicleta apoyada en la pared. Y, por segunda vez en su vida, se desvaneció.

Esta vez, su silencio no duró. Adrián Becerril liberó el video. La historia explotó en los medios nacionales, convirtiéndose en un escándalo viral. El caso fue reabierto, ahora bajo una inmensa presión pública.

En los meses siguientes, Leticia pareció guiar a los investigadores desde el más allá. Apareció un cuaderno suyo en una casa abandonada en San Luis Río Colorado, con la frase: “Si alguien encuentra esto, no busquen mi cuerpo, busquen mi verdad”. Luego, en Baja California, encontraron una caja con una grabadora. Su voz, cansada, decía: “Encuéntrenme en lo que decidí dejar”.

La pista final llegó en 2016. Un mapa anónimo fue enviado a la periodista que publicó el video. Conducía al punto exacto de su desaparición original en 1997. Allí, junto a una cruz de madera, encontraron una última caja. Dentro, una cinta de 20 minutos.

Era su confesión final. Nombró a todos los implicados y relató cómo, tras la muerte de su madre, supo que planeaban eliminarla definitivamente. “No corrí. Elegí quedarme”, decía su voz. “Quise vivir en paz, pero ellos no perdonan que alguien los recuerde… Ya no estoy. Pero si algo queda de mí, que sea esto. No olviden a los que no regresan”.

La cinta provocó arrestos y forzó al gobierno a reconocer la corrupción sistémica. El cuerpo de Leticia nunca fue encontrado. Eligió desaparecer por última vez, pero en sus propios términos, asegurándose de que su historia, la verdad que intentaron enterrar dos veces en el desierto, viviera para siempre.

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