Niñas Desaparecen en Jalisco: 5 Años Después, una Gotera Revela el Secreto del Vecino y Desata la Furia de un Padre

Era un domingo caluroso en una zona residencial de Zapopan, Jalisco. De esas tardes donde el sol pica y las familias salen a lavar el coche o regar el jardín. Ana y Sofía, de 7 y 9 años, habían puesto una mesita plegable en la banqueta para vender aguas frescas y dulces a los vecinos. Elena, su madre, estaba apenas a unos metros, dentro de la cochera abierta, doblando ropa y escuchando la radio. Todo parecía seguro; era su calle, su gente.

Pero en México, la tragedia a veces llega sin hacer ruido. En cuestión de minutos, las risas de las niñas se apagaron. Cuando Elena salió con un plato de fruta picada, solo encontró las sillas de plástico vacías y el frasco de las monedas tirado en el pasto. Nadie vio nada. Nadie escuchó nada. Las niñas se habían esfumado como si la tierra se las hubiera tragado.

El Hallazgo en la Colonia

Pasaron cinco años. Cinco años de marchas, de pegar carteles en postes de luz hasta que el sol los desteñía, de visitar la Fiscalía y escuchar siempre lo mismo: “Estamos investigando”. La casa de al lado, una propiedad grande que había pertenecido a Gustavo Morales, el vecino de toda la vida, estaba abandonada. Gustavo se había mudado a una ranchería en Michoacán pocas semanas después de la desaparición, alegando que “le dolía demasiado ver sufrir a la familia”.

Una tarde, una tubería vieja en esa casa vacía reventó. El agua comenzó a filtrarse hacia la calle, y los nuevos dueños, que apenas iban a remodelar, llamaron a un fontanero. Para llegar a la tubería, el trabajador tuvo que romper una sección de tablaroca en un cuarto de servicio que daba al patio trasero.

Lo que cayó del techo no fue solo escombro. Fue una mochila infantil llena de polvo. Dentro, había ropa que Elena reconoció al instante entre lágrimas y gritos ahogados: los vestidos que llevaban ese día. Pero lo peor era un cuaderno de contabilidad. En él, con una caligrafía meticulosa, Gustavo había documentado los primeros días: “Día 3: Sofía pregunta por su mamá. Les dije que ella las regaló. Tienen que aprender a obedecer”.

La Furia de un Padre

La policía llegó, acordonó la zona y se llevó las pruebas. Carlos, el padre de las niñas, un hombre reservado que había servido años atrás en las Fuerzas Especiales antes de dedicarse a la seguridad privada, leyó el informe. Sus manos, curtidas y fuertes, temblaban, no de miedo, sino de una rabia volcánica.

El comandante a cargo, un viejo conocido de Carlos, fue honesto con él en voz baja: “Carlos, sabes cómo funciona esto. Vamos a girar la orden de aprehensión, pedir colaboración a Michoacán… puede tardar semanas. Si ese infeliz se entera que encontramos esto, se va a pelar”.

Carlos miró al comandante a los ojos. “¿Dónde está viviendo ahora?”

El oficial dudó un segundo, miró a ambos lados y escribió una dirección en un pedazo de papel de tortilla. “Es un rancho aislado en la Sierra, cerca de Tacámbaro. Oficialmente, yo no te di esto. Oficialmente, tienes que esperar”.

Carlos asintió y guardó el papel. “Gracias, compadre”.

Esa noche, Carlos no durmió. Fue a su bodega y sacó una maleta que no abría desde hacía una década. Chaleco, botas tácticas, binoculares y una herramienta que esperaba nunca tener que usar contra un civil. Le dio un beso en la frente a Elena, quien estaba sedada por los tranquilizantes, y salió en su camioneta. No iba a esperar a la justicia divina ni a la humana. Él iba a ser la justicia.

La Cacería en la Sierra

El viaje fue largo, atravesando carreteras secundarias para evitar retenes. Llegó a la zona serrana de Michoacán al amanecer. El rancho de Gustavo era una fortaleza modesta, rodeada de pinos y niebla. Carlos estacionó lejos y caminó entre la maleza, moviéndose con la memoria muscular de sus días de servicio.

Observó la casa durante horas. Vio a Gustavo salir a dar de comer a unos perros. Se veía más viejo, pero tranquilo, viviendo su vida como si no hubiera destruido otra. Al caer la noche, Carlos se acercó. Escuchó un ruido sordo, rítmico, proveniente de una estructura separada, una especie de bodega o granero viejo. Toc, toc, toc.

Carlos forzó la cerradura de la bodega sin hacer ruido. Adentro, el olor a humedad y encierro era insoportable. En el suelo, había una trampilla oculta bajo paja y herramientas oxidadas. Al abrirla, vio una escalera de mano que bajaba a un sótano improvisado, un “zulo” como los que usan los criminales.

“¿Hay alguien ahí?”, susurró Carlos, con la voz quebrada.

Un silencio sepulcral. Luego, un sollozo. “Por favor, ya no nos castigue, tío Gustavo”.

A Carlos se le heló la sangre. “No soy Gustavo. Soy papá. Soy Carlos”.

El grito ahogado que siguió se le clavó en el alma. Bajó las escaleras de un salto. Allí, en la penumbra, abrazó a dos adolescentes desnutridas, pálidas, con la mirada perdida pero vivas. Eran Ana y Sofía. “Papá, viniste”, repetía Sofía, aferrándose a su cuello.

El Juicio Final

Carlos las sacó de ese agujero. Las llevó hasta la camioneta y les dio agua y unas mantas. “Escúchenme bien”, les dijo, mirándolas a los ojos con una intensidad feroz. “Quiero que se queden aquí, pongan los seguros y se agachen. No salgan por nada del mundo hasta que yo vuelva. Voy a terminar esto”.

Las niñas asintieron, confiando ciegamente en su padre.

Carlos regresó a la casa principal. Entró por la puerta trasera como una sombra. Gustavo estaba en la sala, viendo la televisión con una cerveza en la mano. No escuchó nada hasta que sintió el cañón frío en su nuca.

“No te muevas o te vuelo la cabeza aquí mismo”, gruñó Carlos.

Gustavo se quedó petrificado. Al girar lentamente y ver a su vecino, el color desapareció de su rostro. “Carlos… compadre… puedo explicarlo, no es lo que piensas”.

“¡Cállate!”, gritó Carlos, golpeándolo con la cacha del arma. Gustavo cayó al suelo, sangrando. “Mis hijas están afuera. Se acabó. Dime, ¿hay más? ¿Eres solo tú o hay más involucrados?”.

Gustavo, cobarde y llorando, empezó a hablar. Quería negociar su vida. Habló de una red, de gente en la capital, de cómo él solo “las cuidaba” para alguien más importante que pagaba por mantenerlas ocultas. Carlos escuchó cada nombre, cada ubicación, memorizando todo.

“Te voy a dar todo, Carlos, pero no me mates. Soy viejo, iré a la cárcel”, suplicó Gustavo.

Carlos lo miró con un desprecio infinito. Pensó en los 5 años perdidos, en las fiestas de cumpleaños vacías, en el terror en los ojos de sus hijas. “La cárcel es para los humanos, Gustavo. Tú no eres humano”.

Se escuchó un solo disparo que resonó en la soledad de la sierra.

El Regreso

Carlos manejó de regreso a Jalisco en silencio, con sus hijas durmiendo en el asiento trasero, tomadas de la mano. Al llegar a la estación de policía en Zapopan, entregó a las niñas a los paramédicos y a Elena, quien colapsó de alegría al verlas.

Luego, se acercó al comandante y le entregó una hoja de papel con los nombres que Gustavo había confesado antes de morir.

“¿Y Gustavo?”, preguntó el comandante, intuyendo la respuesta.

“No lo encontré”, mintió Carlos con frialdad. “Parece que se fugó antes de que yo llegara. Pero dejó esta lista”.

El comandante tomó la lista y asintió. Ambos sabían que nadie buscaría demasiado el cuerpo de un secuestrador en la sierra de Michoacán.

Meses después, la familia intenta reconstruir su vida. Las heridas son profundas, pero están juntos. Gracias a la información de Carlos, la Marina realizó operativos en tres estados, rescatando a más de una docena de menores. Carlos ya no es el mismo; ahora revisa las cerraduras tres veces cada noche y tiene un mapa en su despacho. Sabe que hay más monstruos allá afuera, y si el sistema no los detiene, él estará listo para hacerlo de nuevo.

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