En las páginas de la historia de Oaxaca, hay relatos de amor que florecen bajo el sol de sus calles empedradas y misterios que se ocultan en la sombra de sus tradiciones. Pero pocos han capturado la imaginación y el dolor de una comunidad como la historia de Alejandro Morales y Carmen Vázquez. Lo que comenzó como una crónica de amor y éxito, se transformó, en un instante, en una de las desapariciones más enigmáticas y desgarradoras de la historia reciente del estado. Su historia no es solo un caso policial sin resolver, sino el eco de una tragedia que resonó durante más de una década.
Todo empezó como un cuento de hadas moderno. Alejandro, un joven periodista de la Ciudad de México con una cámara heredada y sueños de grandeza, llegó a Oaxaca en 1994. Se instaló en el pintoresco barrio de Xochimilco, buscando historias que los grandes periódicos ignoraban. Vivía con lo justo, escribiendo notas para el periódico local, pero su corazón estaba decidido a documentar la verdadera alma de esa tierra milenaria.
En la Biblioteca Pública Central conoció a Carmen, una bibliotecaria oaxaqueña de 24 años que conocía cada rincón de su ciudad natal y cada secreto de su cultura. Su primer encuentro fue como una escena de película: ella, concentrada en un libro sobre la cultura zapoteca, con el cabello recogido en una trenza, y él, fingiendo buscar información, mientras el tiempo parecía detenerse a su alrededor. Sus charlas se extendieron hasta el cierre de la biblioteca, sus fines de semana se llenaron de exploraciones por los mercados locales, donde Carmen le enseñaba los secretos del mole negro y Alejandro le mostraba su ciudad a través del lente de su cámara. Su amor creció rápido y profundo. En diciembre de 1994, Alejandro le propuso matrimonio en el atrio de la Iglesia de Santo Domingo, un acto de amor bajo la luz de las velas navideñas.
Se casaron en abril de 1995 en una boda sencilla y alegre, llena de música de mariachi y bailes tradicionales. Se mudaron a una casa con jardín, donde Carmen cultivaba hierbas aromáticas y Alejandro continuaba su ascenso como periodista. Sus carreras prosperaban a la par que su amor. Él, con artículos aclamados sobre la cultura local. Ella, como coordinadora de investigación de la biblioteca, con un proyecto de rescate de tradiciones orales que estaba atrayendo la atención de universidades en el extranjero. Soñaban con hijos, con viajar, con una vida plena y llena de propósito.
La desaparición en Teotitlán del Valle
El 15 de agosto de 1995, la vida de esta pareja perfecta dio un giro brutal y espeluznante. Carmen, en una de sus tantas misiones de investigación, viajó a Teotitlán del Valle, una comunidad zapoteca famosa por sus textiles. Tenía una cita con doña Esperanza Martínez, una anciana tejedora de 92 años que guardaba en su memoria las técnicas ancestrales de teñido con grana cochinilla. Alejandro se ofreció a acompañarla, pero Carmen se negó, consciente de la timidez de la anciana ante los extraños. Acordaron que estaría de vuelta para la cena, a más tardar a las ocho de la noche.
Carmen abordó el autobús de las nueve de la mañana y llegó al pueblo alrededor de las diez. La mañana transcurrió con un pequeño contratiempo: doña Esperanza se había lastimado el tobillo. A pesar de todo, la anciana la recibió y le compartió algunas de sus historias. Durante esa hora de conversación, Carmen tomó notas detalladas y grabó en su pequeña grabadora Sony las voces de una tradición milenaria que se negaba a morir. Cerca del mediodía, Carmen se despidió, prometiendo volver en una semana.
Según el testimonio de varios lugareños, Carmen pasó las siguientes horas recorriendo el pueblo, visitando otros talleres de artesanos y almorzando en un puesto de comida local. Parecía una tarde normal. La última persona que la vio con vida, fue un comerciante local llamado Marcelo Vázquez, quien la observó caminar hacia la parada del autobús alrededor de las tres de la tarde. El autobús para regresar a Oaxaca salía a las tres y media. Pero cuando el vehículo llegó, Carmen no estaba allí. Nadie la vio subirse. Nadie la vio marcharse. Era como si la tierra se la hubiera tragado.
Una búsqueda desesperada
En Oaxaca, Alejandro esperó. Al principio, sin preocupación, pensando que su esposa se había extendido en su entrevista, como solía suceder. Pero a medida que la noche avanzaba, la inquietud se convirtió en un nudo en el estómago. A las nueve y media, se dirigió a la terminal de autobuses, solo para confirmar su peor miedo: el último autobús había llegado, pero Carmen no estaba en él. Pasó la noche en vela, caminando de un lado a otro, esperando a su esposa que nunca regresó.
Al amanecer del día 16, Alejandro tomó el primer autobús de regreso a Teotitlán del Valle. Su corazón se encogió cuando la nieta de doña Esperanza le confirmó que Carmen se había marchado hacía más de un día. Durante las siguientes horas, recorrió el pueblo con un corazón roto, hablando con cada persona que la había visto. Todos confirmaban lo mismo: ella se había ido, pero nadie la había visto partir.
La denuncia de desaparición se presentó en la delegación municipal de Teotitlán del Valle. El delegado, Filemón García, se mostró sorprendido y preocupado. “En este pueblo no pasan estas cosas. Todo el mundo se conoce”, murmuró mientras tomaba nota. La noticia se extendió como un incendio forestal. La policía, liderada por el detective Rodrigo Santa María, uno de los mejores investigadores de Oaxaca, se hizo cargo del caso. La primera hipótesis: un secuestro. Pero pasaron los días y nunca llegó una llamada pidiendo rescate. La falta de pruebas era desconcertante. El caso de Carmen Vázquez se convertía en un expediente que no tenía sentido.
La obsesión de un esposo
Alejandro se tomó una licencia indefinida. Su vida se redujo a una búsqueda frenética. Se unió a los grupos de voluntarios organizados por el hermano de Carmen, Esteban Vázquez, y también emprendió sus propias investigaciones. Siguió todas las pistas posibles: un posible secuestro, un crimen pasional, una desaparición voluntaria, incluso la posibilidad de que Carmen hubiera descubierto algo que no debía saber en alguna de las comunidades indígenas. Pero cada camino que tomaba lo llevaba a un callejón sin salida.
La teoría del crimen pasional fue particularmente dolorosa. Alejandro tuvo que someterse a interrogatorios extenuantes, obligándolo a revivir cada detalle de su vida con Carmen, mientras algunos de sus propios familiares empezaban a dudar de su inocencia. “Fue horrible”, recordaría años después. “No solo había perdido a mi esposa, sino que tenía que demostrar que no tenía nada que ver con su desaparición”.
Las semanas se convirtieron en meses, y los meses en años. El caso de Carmen Vázquez se enfrió. Se convirtió en uno de esos misterios que la gente recuerda con un suspiro de resignación. La fe de la familia Vázquez, que al principio se aferraba a la esperanza, se fue desvaneciendo. El detective Santa María, a pesar de sus incansables esfuerzos, no pudo encontrar la pieza del rompecabezas que faltaba.
El hallazgo que lo cambió todo
La búsqueda continuó, no a través de la policía, sino en el corazón de un esposo roto que se negaba a rendirse. Alejandro nunca dejó de buscar a Carmen. Volvió a Teotitlán del Valle una y otra vez, hablando con los mismos testigos, con la esperanza de que un detalle, una palabra, algo, se hubiera escapado la primera vez. La familia de Carmen se había desmoronado. La madre de Carmen, doña Esperanza, seguía rezando novenas en la iglesia de Santo Domingo. El padre, don Aurelio, pasaba las tardes sentado en la plaza, observando las calles con la esperanza de ver a su hija regresar.
Pero el final de la historia de Carmen no se encontraría en las calles de Oaxaca, ni en los valles centrales, sino en la tranquilidad de la laguna de Chila, un cuerpo de agua a unos cincuenta kilómetros de Teotitlán del Valle, en una zona desolada y casi inaccesible.
Era el verano de 2006, casi 11 años después de la desaparición. Un pescador local, Manuel Hernández, estaba echando sus redes en una zona poco profunda de la laguna. Era un día como cualquier otro. El sol se reflejaba en el agua tranquila, las aves volaban en círculos. Cuando subió una de sus redes, sintió un peso inusual. En lugar de peces, encontró una bolsa de cuero. Estaba en un estado de deterioro avanzado, pero su forma rectangular y su diseño de piel desgastada eran inconfundibles.
Manuel la examinó con curiosidad. La bolsa estaba sellada y empapada, su contenido se sentía pesado. La llevó a la orilla y la abrió con cuidado. Adentro, el hallazgo fue macabro y aterrador. No era un tesoro, ni un objeto perdido. Encontró una pequeña grabadora portátil Sony, envuelta en varias capas de plástico, y una libreta de notas, cuyo contenido estaba ilegible por la humedad. Pero el objeto más inquietante de todos era una tarjeta de identificación de una biblioteca: el nombre y la foto eran los de Carmen Vázquez.
La policía fue alertada de inmediato. El detective Rodrigo Santa María, ahora retirado, pero que había mantenido el caso de Carmen en el fondo de su mente por años, no podía creerlo. Ordenó una búsqueda exhaustiva en la zona, pero no se encontró nada más. No había restos, ni más pertenencias. Solamente la bolsa y su macabro contenido.
La grabadora fue enviada a un laboratorio forense en la Ciudad de México. Era un objeto antiguo, pero la cinta aún estaba en su interior. Los forenses se enfrentaron a un desafío. La cinta, húmeda y vieja, era extremadamente frágil. Pasaron semanas, y luego meses, en un proceso de secado y restauración milimétrica. Finalmente, lograron reproducir el audio. Lo que escucharon fue el último registro de la vida de Carmen Vázquez.
Era un audio de aproximadamente una hora. Los primeros cuarenta minutos contenían la voz de doña Esperanza, relatando sus historias sobre las técnicas de teñido. La voz de Carmen se escuchaba con claridad, interrumpiendo con preguntas, tomando notas, su entusiasmo innegable. Pero al final de la grabación, la voz de doña Esperanza se desvanecía, y lo que se escuchaba a continuación era el sonido de un silencio ensordecedor, interrumpido solo por el débil zumbido del motor de la grabadora. No había voces, no había gritos. Pero luego, a los 58 minutos de la grabación, se escuchó un ruido, un sonido que nadie podía identificar. Se parecía a un chapoteo, pero no era el de agua. El detective Santa María lo describió como un “golpe sordo”. Y luego, nada. Silencio. La grabación se detuvo.
La libreta, por su parte, nunca pudo ser recuperada. El agua y el tiempo habían borrado el contenido, dejando solo páginas en blanco y manchadas. La grabadora y la libreta de Carmen fueron el único rastro de su paradero que se encontró en 11 años. Nunca se encontró su cuerpo. Nunca se supo qué sucedió después de que se despidió de doña Esperanza.
Alejandro Morales recibió el hallazgo con una mezcla de tristeza y alivio. La esperanza de que Carmen regresara a casa se había desvanecido hacía años. El hallazgo de la grabadora y la tarjeta, aunque no revelaba su paradero exacto, al menos confirmaba su destino. El caso sigue oficialmente abierto, pero la verdad permanece en las profundidades de la laguna de Chila.
Lo que nunca supimos
La historia de Carmen Vázquez es un recordatorio de la fragilidad de la vida. Dos jóvenes con un futuro brillante, con un amor que parecía inquebrantable, desaparecieron en las brumas del misterio. Lo que le sucedió a Carmen Vázquez sigue siendo un enigma. ¿La grabadora cayó en la laguna? ¿La tiró alguien? ¿Qué significaba ese “golpe sordo” al final de la grabación? La respuesta se hundió con la grabadora en el fondo de la laguna de Chila. El caso de Carmen es una herida abierta en la memoria colectiva de Oaxaca, una historia de amor que se transformó en una pesadilla, y una de las grandes incógnitas que la policía de la región nunca ha podido resolver.