Lloró por Ellas en TV, Pero Guardaba un Secreto Bajo Concreto: La Doble Vida del Heredero Perfecto.

El 18 de mayo de 2019, la noche vibraba en Polanco, el corazón lujoso de la Ciudad de México. Cinco amigas íntimas —Sofía, Clara, Mariana, Jimena y Lucía— salían del exclusivo restaurante “La Joya de Polanco” a las 11:47 p.m. Habían celebrado el cumpleaños de Sofía, brindando con champán caro, inmortalizando la noche en historias de Instagram. Mientras Sofía pedía un auto de aplicación, las demás esperaban junto al valet.

Nunca llegaron al auto.

En un instante, en una de las zonas más vigiladas del país, cinco mujeres se evaporaron. Sin testigos. Sin videos de seguridad. Sin cuerpos. Simplemente desaparecieron, dejando un vacío que se convirtió en un infierno para sus familias durante dos largos años.

La capital quedó paralizada por el misterio. El novio de Sofía, Mateo Garza, el carismático y apuesto heredero de un imperio inmobiliario, se convirtió en el rostro público de la tragedia. Lloró en conferencias de prensa, ofreció una recompensa de millones de pesos y organizó vigilias que llenaban el Ángel de la Independencia. Era la imagen del dolor devoto, un hombre que se negaba a perder la esperanza.

Pero la esperanza se hizo polvo el día que Raúl Méndez, un operador de excavadora con 23 años de experiencia, sintió que su máquina golpeaba algo incorrecto. Estaba rompiendo cimientos viejos para una nueva torre de lujo en Santa Fe cuando notó que el hormigón en una sección era diferente. Era más nuevo.

La excavadora lo abrió como un cascarón. A través del hueco, Raúl vio tela. Seda azul. Y supo, con un terror que le heló la sangre en pleno calor de mayo, que había encontrado a alguien.

La policía acordonó el lugar. Los peritos descendieron a la fosa, pero lo que descubrieron no era antiguo. Eran cinco cuerpos de mujeres jóvenes. “Llevan aquí un tiempo, pero no décadas. Quizás dos años”, dijo el técnico principal.

La inspectora Elena Reyes sintió que se le oprimía el pecho. Dos años. Mayo de 2019. Supo exactamente a quiénes habían encontrado antes de que el perito gritara desde abajo: “Encontramos una cartera. Identificación. Clara Castillo”.

La llamada encontró a Daniela Castillo, la hermana de Clara, en su apartamento de Monterrey. Daniela era doctora; vivía en un mundo de hechos, no de las teorías esotéricas con las que su madre intentaba consolarse. Pero la voz de su madre esta vez no era de llanto. Era algo peor. “Las encontraron, Mija. Han estado allí todo el tiempo… bajo cemento”.

Daniela condujo las diez horas de regreso a la CDMX en un trance. La búsqueda había terminado. El limbo de la incertidumbre se había transformado en la certeza de la pesadilla.

En el servicio forense, el olor a desinfectante y muerte era familiar para Daniela por sus clases de anatomía, pero esta vez era personal. Era Clara. Necesitaba verla. A través del cristal, vio la forma bajo la sábana. El forense la retiró lo suficiente. El rostro era irreconocible, pero los pendientes de plata que Daniela le había regalado por su 21 cumpleaños seguían allí. “Es ella”, logró decir.

Entonces, la inspectora Reyes le mostró una bolsa de pruebas. “Encontramos esto en su mano. Lo sostenía cuando murió”.

Dentro había un trozo de tela. Un retal de una costosa camisa Oxford azul claro, con parte de un monograma bordado: “Ma…”. El resto estaba arrancado. Daniela dijo que no lo reconocía, pero su mente se disparó. Era una mentira. Había visto a Mateo Garza usar esa camisa docenas de veces.

Mientras Reyes lidiaba con el comandante Romero, el investigador original del caso que lo había cerrado seis meses después sugiriendo que las chicas “probablemente se habían fugado por su propia voluntad”, Daniela comenzó su propia investigación. Romero insistía en que Mateo había sido “totalmente cooperativo” y tenía una coartada sólida: el portero de su edificio en Las Lomas y las cámaras confirmaban que había llegado a casa a las 10 p.m. y no había salido.

Pero Daniela sabía que la entrada de servicio de ese edificio de lujo no tenía cámaras.

El primer hilo del que tiró fue Javier, el novio de Mariana. “Se suponía que vendría a mi casa”, le dijo Javier, con los ojos hundidos por años de insomnio. “Pero me envió un mensaje de texto a las 11:48 diciendo que Sofía no se sentía bien y que Mateo las recogía a todas”.

Era extraño. ¿Por qué necesitarían ir las cinco? Javier también reveló el móvil: “Sofía iba a terminar con él. Finalmente se había hartado de sus celos, de que apareciera en todas partes, de que revisara su teléfono”. La cena de cumpleaños de Sofía no era solo una celebración; era una fiesta de libertad.

Daniela buscó en la laptop de Clara. La última conversación en el chat grupal “Las Inseparables” era sobre la cena. Pero fue en la historia de Instagram de Jimena, publicada a las 11:15 p.m. desde el restaurante, donde Daniela encontró la primera grieta en la coartada de Mateo. En el fondo, a través de la ventana, visible en la zona de valet, estaba el BMW negro de Mateo. El mismo auto que, según él, estaba en el garaje de su mansión toda la noche.

La investigación de Daniela la llevó a un grupo privado de Facebook. Tres semanas antes de desaparecer, Lucía había publicado una pregunta anónima: “Una amiga necesita consejo. Su novio instaló apps de rastreo en su teléfono… Quiere dejarlo, pero tiene miedo”. El último comentario era de Mariana: “La apoyamos. Planeando una intervención. Va a estar bien”.

La inspectora Reyes, ahora convencida, encontró más. Los teléfonos de todas las chicas dejaron de transmitir simultáneamente a las 12:23 a.m. El teléfono de Mateo estuvo en modo avión o apagado desde las 11:15 p.m. hasta las 2:47 a.m., un agujero negro en su coartada. Y luego, la prueba más extraña: en el bolsillo de Sofía encontraron un recibo de una tlapalería en Iztapalapa, fechado dos días antes de la desaparición. La compra: mezcla de cemento, láminas de plástico y una pala. Pagado en efectivo.

Daniela confrontó a Mateo. Él mantuvo su historia, hasta que ella mencionó el recibo. “¿Qué recibo?”, preguntó él, y fue un desliz fatal. La policía no había revelado ese detalle. Mateo, acorralado, la amenazó en voz baja. Esa noche, alguien irrumpió en la casa de la infancia de Daniela y destrozó la habitación de Clara, escribiendo “Para ya” con el lápiz labial de Clara en la pared.

El comandante Romero seguía bloqueando la investigación, protegiendo a la influyente familia Garza. Pero Javier encontró la llave. Recordó una cuenta en la nube que Mariana mantenía en secreto. Dentro, había una carpeta llamada “PRUEBAS”.

Contenía capturas de pantalla de los textos entre Sofía y Mateo, mostrando su escalofriante manipulación (“Si me dejas, me mataré”). Y el último texto de Sofía, la mañana del 18 de mayo: “Se acabó. Estoy harta”. También había un video de la noche anterior. Las cinco amigas en el apartamento de Sofía, planeando su huida. “Tenemos un plan”, decía Clara. “Mañana celebramos tu libertad”.

Romero desestimó la evidencia como “fruto del árbol envenenado”, obtenida ilegalmente. Pero Javier y la hermana de Mariana, Emma, encontraron copias físicas de correos electrónicos en una caja de seguridad. Eran de Mateo a un amigo, un mes antes: “Si no puedo tenerla, nadie la tendrá”.

El caso estaba a punto de romperse, pero la pieza final vino de la fuente más inesperada: Catalina Garza, la hermana de Mateo.

“Sé lo que hizo”, susurró Catalina, temblando, en el Panteón de Dolores. Contó cómo Mateo había estrangulado a su gata “Princesa” cuando eran niños y había fingido ayudarla a buscarla. Le entregó a Daniela una unidad USB. Contenía imágenes de seguridad del edificio de Catalina de la noche del asesinato, mostrando a Mateo llegando a las 3 a.m., cubierto de tierra y polvo de cemento.

“Tiene una habitación de trofeos”, dijo Catalina. “En el sótano de mis padres, en Las Lomas. Detrás de una pared falsa. Guarda recuerdos… y videos”.

Daniela contactó a una amiga en la Fiscalía General de la República (FGR). La agente Raquel Morales se hizo cargo, encontrando jurisdicción federal. Mientras buscaban a Catalina, que había sido secuestrada por Mateo tras descubrir su traición, los agentes federales allanaron la mansión Garza.

Encontraron la pared falsa. Detrás había un santuario del horror. Fotos de docenas de mujeres. Cajas de joyas etiquetadas. Allí estaba el collar de esmeraldas de Sofía, marcado como “S. 18 de mayo de 2019”. Y en una laptop, estaban los videos.

La verdad era peor que cualquier teoría. Mateo había drogado su champán en el restaurante. Las recogió, mintiendo sobre un accidente de la madre de Sofía. Las llevó a la obra en construcción en Santa Fe. Cuando Sofía se dio cuenta del engaño e intentó agarrar el volante, él le disparó. Luego, cazó a las otras cuatro, drogadas, aterrorizadas y confundidas, por el sitio.

Catalina fue encontrada, herida pero viva; había apuñalado a Mateo con un bolígrafo y escapado de una bodega propiedad de la familia. Mateo huyó. Fue Daniela quien recordó el “cuarto de pánico” de la era de la Guerra Fría del que Mateo se jactaba. Lo encontraron allí, delirante por la fiebre de su herida.

Mientras lo arrestaban, miró a Daniela. “Se iban a ir. Me la iban a quitar”. Y entonces, con una sonrisa helada, soltó la bomba final: “Revisen la obra de nuevo. Hay más de cinco”.

El radar de penetración terrestre encontró tres cuerpos más. Rebecca Chen (2017). Lisa Rodriguez (2015). Sarah Peterson (2013). Todas ex novias que “se habían mudado misteriosamente”. Mateo Garza no era un asesino pasional; era un feminicida en serie con una década de víctimas. La investigación finalmente identificó a catorce víctimas, aunque se sospechaba que había más.

El juicio fue un espectáculo mediático. El comandante Romero se “retiró” discretamente. La inspectora Reyes fue ascendida. La defensa intentó pintar a Catalina como mentalmente inestable, pero ella fue inquebrantable en el estrado. “Sí, estuve hospitalizada”, dijo al jurado. “¿Saben por qué? Porque vivía con un sociópata que mató a mi gata y amenazó con matarme a mí”.

Mateo, en un arranque de arrogancia, testificó. La fiscal lo destruyó. “Usted mató a cinco mujeres porque no podía controlar a una”. El jurado deliberó menos de tres horas. Culpable. La sentencia: cadena perpetua en el penal de máxima seguridad del Altiplano.

Mateo intentó negociar la ubicación de cuatro cuerpos más a cambio de beneficios. En una decisión agonizante, las familias aceptaron un acuerdo modificado solo para dar cierre a otras familias, pero asegurándose de que él nunca saldría.

En la audiencia de sentencia, Daniela se enfrentó a él. “Clara tenía 23 años. Quería ser maestra… Usted le quitó eso al mundo. No porque la amara, sino porque no podía poseerla. Usted no es un monstruo. Usted es peor. Usted eligió esto”.

Cinco años después, Daniela visita el cementerio donde las cinco amigas están enterradas juntas. La obra en Santa Fe es ahora un lujoso centro comercial. Pero el legado de las chicas perdura. El caso condujo a nuevas leyes contra la violencia de género.

La ahora capitana Reyes se encuentra con Daniela allí. Le muestra algo que guardó del informe: el último borrador de texto de Clara, escrito en el auto esa noche, nunca enviado.

“Danny, algo está mal… Si algo pasa, sabe que te quiero… Algunas personas simplemente están rotas. Intentamos ayudar. Recuérdanos por eso, no por cómo termina”.

Incluso en sus últimos momentos, aterrorizada, Clara y sus amigas lucharon. El video de la FGR mostró que murieron protegiéndose unas a otras. Mateo pensó que estaba enterrando su crimen. En cambio, preservó la evidencia de su vínculo.

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