
En el tranquilo municipio de Cúllar Vega, Granada, donde las casas encaladas y los geranios en los balcones pintaban un cuadro de paz andaluza, se escondía un infierno de cuatro décadas. En 1997, en una de esas casas, vivía Ana Orantes Ruiz, una mujer de 60 años cuyo rostro reflejaba el mapa de una vida de sufrimiento silencioso. Madre de 11 hijos, Ana se había convertido en una experta en ocultar moretones y disimular el miedo, una prisionera en su propio hogar. Pero un día, decidió que el silencio ya no era una opción. Su decisión de hablar no solo sellaría su trágico destino, sino que también despertaría la conciencia de toda una nación.
El matrimonio de Ana y José Parejo Avivar comenzó en 1957, en una España donde el rol de la mujer estaba rígidamente definido: casarse, tener hijos y obedecer. José, un albañil de complexión fuerte y temperamento volátil, parecía una promesa de estabilidad. Sin embargo, esa promesa se desvaneció tras la boda. Los primeros golpes llegaron pronto, marcando el inicio de 40 años de un control asfixiante y una violencia brutal. Ana no podía salir sin permiso, no podía hablar con otros hombres y cualquier supuesta desobediencia se castigaba con una violencia salvaje.
“La primera vez que me pegó fue porque llegué 10 minutos tarde del mercado”, recordaría Ana. Ese fue solo el comienzo. Los embarazos se sucedieron uno tras otro, y cada nuevo hijo, en lugar de traer alegría, desataba la furia de José. Los 11 niños crecieron en un ambiente de tensión constante, aprendiendo a leer las señales de una tormenta inminente y a volverse invisibles para evitar la ira de su padre. “Mamá siempre trataba de protegernos”, contaría una de sus hijas, Carmen. “Inventaba excusas para sus moretones, pero nosotros sabíamos la verdad”.
Ana se convirtió en una maestra del disimulo, usando maquillaje para cubrir los golpes y sonrisas forzadas para engañar a los vecinos. Aunque su vecina más cercana, Dolores, sospechaba la verdad, Ana siempre lo negaba. “¿De qué me hablas, Dolores? José es un buen marido, a veces tiene mal genio, pero me quiere”. El miedo la tenía paralizada. José la había amenazado innumerables veces: “Si te vas, te busco hasta debajo de las piedras. Y cuando te encuentre, te mato a ti y a todos los niños”.
Con el paso de los años, mientras España se modernizaba y los derechos de las mujeres avanzaban, la vida de Ana permanecía anclada en el terror. La violencia de José se extendió también a sus hijos cuando intentaban defender a su madre. Finalmente, en 1996, animada por sus hijos mayores, Ana reunió el valor para solicitar la separación judicial. En 1997, la obtuvo, un pedazo de papel que debería haber significado su libertad. Pero su alivio fue efímero. Una cruel laguna en la ley española de la época permitía que ambos cónyuges siguieran viviendo en el mismo domicilio si no había un acuerdo. José se aferró a esa ley. “Esta es mi casa y aquí me quedo”, sentenció.
La situación se volvió insostenible. Humillado por la separación, la violencia de José se intensificó. Ana estaba legalmente separada de su agresor, pero físicamente seguía atrapada en el mismo infierno. Fue en este abismo de desesperación que tomó la decisión más valiente y peligrosa de su vida: hacer pública su historia. Contactó con el programa “De tarde en tarde” de Canal Sur, con la frágil esperanza de que la exposición mediática actuara como un escudo. Si todo el mundo conocía su historia, razonaba, él no se atrevería a matarla.
El 4 de diciembre de 1997, Ana Orantes se sentó en un plató de televisión. Con una calma y una firmeza que helaban la sangre, miró a la cámara y pronunció las palabras que había guardado durante una vida: “Me llamo Ana Orantes Ruiz. Tengo 60 años, soy madre de 11 hijos y durante 40 años he sido víctima de maltrato por parte de mi marido”. Durante 30 minutos, relató con una honestidad brutal su calvario. Habló de los golpes, del miedo, del control y de la impotencia de tener una sentencia de separación que no la protegía. El país entero quedó paralizado. Su testimonio crudo y sin filtros puso cara y voz a la violencia doméstica que miles de mujeres sufrían en silencio.
Cuando la entrevista terminó, Ana se sintió vacía, pero por primera vez en décadas, sintió una chispa de esperanza. Sin embargo, en un bar de Cúllar Vega, José Parejo había visto el programa rodeado de sus vecinos. La humillación pública se transformó en una rabia asesina. La valentía de Ana había roto el silencio, pero también había encendido la mecha de una bomba de tiempo.
Los siguientes 13 días fueron una tortura psicológica. José le impuso un silencio glacial, una ausencia de palabras más amenazante que cualquier grito. La miraba con un odio que prometía venganza. Los vecinos comentaban, algunos la apoyaban, otros la criticaban por “lavar los trapos sucios en público”. Ana recibió llamadas de apoyo, pero vivía aterrorizada. Sus hijos le suplicaron que abandonara la casa. “Tu vida no vale nada si estás muerta”, le imploró Carmen. Pero Ana, tras una vida de sumisión, se sentía incapaz de dar ese último paso.
La esperanza llegó en forma de una llamada de un abogado especializado que le ofreció solicitar una orden de alejamiento. Por primera vez, veía una salida real. Pero José escuchó la conversación. La idea de ser expulsado de su propia casa fue la gota que colmó el vaso. Mientras Ana dormía esa noche soñando con la libertad, José planeaba su brutal venganza.
La mañana del 17 de diciembre de 1997, José se despidió de ella con una escalofriante caricia. “Tenemos cosas que hablar”, le dijo. Esa tarde, la esperó en el jardín trasero. La confrontó, la acusó de haberlo humillado y destruido. “Tú elegiste hacer esto público. Ahora yo elijo cómo termina”. La golpeó con una saña indescriptible y, cuando Ana yacía indefensa en el suelo, fue al cobertizo, regresó con una lata de gasolina y la roció con ella. “40 años de matrimonio. Y así es como termina”, dijo mientras sacaba un encendedor.
En ese momento llegó su hija Carmen. Al ver la dantesca escena, gritó desesperada. “¡Papá, no!”. Pero ya era tarde. José Parejo dejó caer el encendedor.
Ana Orantes fue quemada viva en el jardín donde había intentado encontrar pequeños momentos de paz. Su asesinato, 13 días después de su valiente testimonio, sacudió a España hasta sus cimientos. Su muerte no fue una más; fue la prueba irrefutable de que el sistema había fallado. La mujer que había gritado pidiendo ayuda en la televisión nacional había sido silenciada de la forma más cruel.
La indignación pública fue masiva. La muerte de Ana se convirtió en un catalizador para un cambio sin precedentes. La sociedad española exigió acción y el gobierno se vio obligado a escuchar. En 2004, siete años después de su asesinato, se aprobó la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, una de las legislaciones más avanzadas del mundo en la materia, que introdujo juzgados especializados y órdenes de protección efectivas. Todo lo que Ana había necesitado desesperadamente.
José Parejo fue condenado a 17 años de prisión y murió en la cárcel en 2004. Ana Orantes se convirtió en un símbolo, una mártir cuya muerte no fue en vano. Su sacrificio salvó incontables vidas al cambiar las leyes de un país. Su historia es el doloroso recordatorio de que el precio de la verdad puede ser la vida misma, pero que una sola voz, por muy silenciada que haya estado, tiene el poder de iluminar el camino para que otros encuentren la libertad.