La vida tranquila de la familia Solís en un pequeño vecindario de Puebla, México, se había construido sobre una rutina de hábitos y ritmos familiares. A finales del verano de 2018, ese ritmo estaba marcado por un sonido suave pero reconfortante: un mensaje o una llamada de su hija, Fernanda. A los 27 años, ella estaba viviendo la aventura de su vida, un viaje en motocicleta a través de varios países que había planeado con el detalle meticuloso que la caracterizaba. La promesa de llamar todos los días no era negociable; era el hilo que la mantenía conectada con sus padres preocupados.
El 23 de agosto, ese hilo se rompió. El primer día sin llamada tuvo una explicación lógica. La madre, Elenora, tranquilizó a su esposo, Marco, diciéndole que Fernanda debía encontrarse en medio de la Sierra Madre Occidental, donde la señal de celular era famosa por ser inestable. Sin duda llamaría al día siguiente. Sin embargo, en la mente de Marco empezó a encenderse una pequeña alarma. Fernanda era muy cuidadosa y ya sabía de antemano en qué zonas no habría cobertura. Para el segundo día, esa alarma se había convertido en una preocupación constante. Las llamadas al teléfono de Fernanda iban directo al buzón de voz, cuya fría grabación contrastaba dolorosamente con su voz llena de vida. Los mensajes que enviaban quedaban en estado de “no entregado”, atrapados en un limbo digital. Elenora revisaba sin cesar las redes sociales de su hija, actualizando un perfil que parecía congelado en el tiempo. La conversación en casa se volvió fragmentada; el aire se cargó de miedos que nadie podía expresar.
La mañana del tercer día, el 25 de agosto, el silencio dejó de ser una rareza y se convirtió en una alarma ensordecedora. Esto no era propio de Fernanda. Ella era una motociclista experimentada, meticulosa y consciente del dolor que le causaría a su familia si dejaba de comunicarse. Su último contacto había sido una selfie radiante enviada al teléfono de su madre. La foto, en primer plano, capturaba la alegría pura en su rostro: una gran sonrisa, los ojos entrecerrados bajo el sol brillante, el cabello castaño despeinado sujeto por las gafas de sol que llevaba sobre la cabeza. Vestía su chaqueta favorita de motociclista, azul oscuro. Detrás de ella estaba su orgullo: su motocicleta Borroja, cargada con alforjas impermeables negras que contenían todo lo que necesitaba para dos meses en la carretera. El mensaje que acompañaba la imagen era breve y emotivo: “Llegué a la cima del mundo. Es increíble, los amo.” En ese momento, fue un regalo, una síntesis perfecta del espíritu aventurero de Fernanda. Ahora parecía un fantasma, su última huella digital en un mapa inmenso e indiferente.
Setenta y dos horas después de aquel mensaje, la familia Solís tomó una decisión dolorosa. La esperanza se había transformado en miedo. Marco Solís llamó a la oficina del sheriff en Creel, Chihuahua. Usando las montañas que aparecían en la foto, habían logrado identificar la última ubicación conocida de Fernanda en la Sierra Madre. Con voz tensa pero decidida, Marco explicó la situación. Describió la ruptura en el patrón de comunicación de su hija, su fiabilidad absoluta y su creciente certeza de que algo estaba mal. Proporcionó el nombre completo de Fernanda, su fecha de nacimiento y una descripción detallada de ella y de su motocicleta. Envió por correo electrónico la selfie y el mensaje que ahora sonaban como un presagio. Se abrió un expediente oficial. En una oficina tranquila rodeada por las montañas que habían maravillado a Fernanda, ella fue oficialmente declarada desaparecida.
La investigación comenzó en el pequeño despacho del detective Héctor Torres. Torres, un hombre de casi 60 años, curtido por el sol de las alturas, tenía una calma exterior que ocultaba una mente analítica y metódica. Había trabajado decenas de casos de personas desaparecidas, la mayoría excursionistas o cazadores que habían subestimado la fuerza indomable de la Sierra Madre. Estos casos casi siempre terminaban de dos formas: con un rescate espectacular o con un hallazgo trágico. Torres esperaba lo primero, pero se preparaba para lo segundo. Su primer paso fue reconstruir una línea de tiempo de los últimos movimientos conocidos de Fernanda. La familia había aportado la pieza emocional –la última foto– pero Torres necesitaba datos. Pasó las primeras 48 horas obteniendo órdenes judiciales para solicitar los registros telefónicos y bancarios de Fernanda. Sabía que esas migas digitales serían objetivas y precisas.
Los registros bancarios llegaron primero. Mostraban un patrón claro de paradas para repostar gasolina y compras menores en tiendas locales, dibujando una ruta lógica hacia el oeste. La última transacción fue una carga de 157,20 MXN en una gasolinera cerca de Creel, realizada a las 11:42 de la mañana del 22 de agosto. Era su punto de partida.
Los datos del celular fueron más complejos. Confirmaban que el último contacto exitoso fue el mensaje con la foto. Después, sólo aparecían los intentos fallidos de la familia para comunicarse con ella. La información crucial era un último “ping” pasivo del dispositivo, una breve conexión automática con una torre de telecomunicaciones en lo alto de un puerto de montaña. Torres trazó un amplio cono de cobertura en el mapa topográfico. El área resultante abarcaba 300 millas cuadradas de terreno agreste e inaccesible. Fernanda estaba en algún lugar de esa vasta región salvaje, pero no había forma de precisar dónde. La hipótesis inicial fue la más probable: un accidente trágico. Una curva cerrada sin pavimentar, un tramo de grava suelta, un error de cálculo en el descenso… bastaba un instante para que ella y su moto desaparecieran de la vista en una caída mortal.
La búsqueda comenzó de forma intensiva. Durante tres días consecutivos, aviones Cessna de la Patrulla Aérea Civil sobrevolaron el área en patrones de cuadrícula. Desde mil pies de altura, los pilotos y observadores escudriñaban el paisaje buscando un destello de cromo o una mancha roja en el mosaico verde y marrón de las montañas. La magnitud de la tarea era abrumadora. La topografía era un laberinto de picos, valles, bosques y canchales. Incluso una motocicleta roja brillante podía quedar devorada por ese entorno. Simultáneamente, equipos terrestres en camionetas 4×4 recorrieron los caminos principales, inspeccionando miradores y cunetas en busca de huellas de llantas, ramas rotas o barandillas dañadas. Nada apareció. La sierra seguía guardando su secreto.
Después de cuatro días infructuosos, Torres centró su atención en las personas de la región. Recorrió metódicamente gasolineras, restaurantes y moteles a lo largo de la posible ruta de Fernanda, entregando volantes con su foto sonriente y la imagen de su moto. En un pequeño motel a las afueras de Creel obtuvo la primera pista. El dueño, Jorge, la recordó de inmediato. Dijo que Fernanda había pasado media hora en el vestíbulo hablando con él sobre su viaje. Antes de que Torres se marchara, Jorge mencionó algo más: Fernanda le había contado sobre un encuentro extraño en la gasolinera esa mañana. Un hombre la había abordado mientras cargaba combustible, haciéndole preguntas insistentes sobre su destino, si viajaba sola, y comentando el valor de su motocicleta. A Fernanda le había incomodado, aunque lo había relatado entre risas.
Esta era la primera señal de que quizá había un elemento humano involucrado. Torres se dirigió a la gasolinera y revisó las grabaciones de seguridad. La imagen era granulada, pero clara: Fernanda con su chaqueta azul, su moto roja, y un hombre alto y delgado con gorra sucia y botas de trabajo acercándose a ella. No había sonido, pero el lenguaje corporal hablaba por sí solo: Fernanda mantenía cierta distancia, él se inclinaba demasiado cerca. Luego se marchó y ella partió rápidamente.
Un oficial local identificó de inmediato al hombre: un trabajador itinerante con antecedentes menores de hurto. Se emitió una alerta BOLO con su imagen y descripción. Durante una semana, la investigación tuvo un nuevo enfoque. Pero la esperanza se desvaneció cuando el hombre fue localizado en un rancho a 300 millas de distancia, trabajando con un registro de asistencia verificable durante toda la semana de la desaparición. Fue descartado como sospechoso.
Con la llegada del otoño, las montañas cambiaron de carácter. Las hojas se tornaron amarillas y la nieve cubrió los pasos de montaña. La búsqueda se suspendió formalmente: el invierno haría imposible continuar. Torres llamó a la familia Solís para darles la noticia. El silencio al otro lado de la línea lo dijo todo. El caso se enfrió.
La primavera de 2019 trajo deshielos, pero no respuestas. Sin recursos ni nuevas pistas, la búsqueda oficial no se reanudó con la misma intensidad. Marco y Elenora decidieron no rendirse. En julio viajaron 1.800 millas hasta Creel, transformando una habitación de motel en su centro de operaciones improvisado. Imprimieron miles de volantes y recorrieron cada camino, cada pueblo, cada gasolinera, repitiendo su historia hasta quedar afónicos. Cada curva de la carretera era un posible lugar del accidente, cada barranco una tumba potencial.
Mientras tanto, en internet, el caso de Fernanda capturó la imaginación colectiva. Foros de motociclismo y de crímenes reales diseccionaron la última foto, calcularon la hora exacta por la sombra del sol, debatieron la ubicación del lago turquesa al fondo. Marco se volvió un visitante nocturno de estos foros: le daban consuelo, pero también le torturaban con teorías dolorosas.
El tiempo siguió su curso. Dos años se convirtieron en tres. Y en el otoño de 2021, la calma se rompió. Una llamada a la línea nacional de desaparecidos trajo una chispa de esperanza: una turista aseguraba haber visto a Fernanda trabajando como mesera en un restaurante de Coahuila. Tenía la edad y el aspecto correcto, y algo en sus ojos transmitía una profunda tristeza. La información fue reenviada a Torres y a la familia Solís. Tras tres años de incertidumbre, la noticia los estremeció. Intentaron controlar sus expectativas, conscientes de los falsos indicios de años anteriores, pero la esperanza es poderosa e irracional. Elenora comenzó a imaginar el reencuentro y las preguntas que haría; Marco, por un instante, se permitió creer que su hija seguía viva, esperando ser encontrada.