
En un rincón de su departamento en Guadalajara, bañado por la luz de la mañana de marzo de 2001, Javier Ríos, de 34 años, terminaba de empacar. Su mochila de expedición, una veterana de mil batallas, estaba abierta en el suelo, rodeada de lentes, baterías, y el cuerpo de su confiable cámara Canon EOS. Javier era un fotógrafo de naturaleza, un hombre que vivía para capturar la conversación entre la luz y la piedra. Era meticuloso, paciente y sentía un profundo respeto por la naturaleza salvaje.
Esta vez, el destino eran las Barrancas del Cobre, en el corazón de la Sierra Tarahumara. Un viaje de cinco días, solo, para un nuevo proyecto. Junto a sus mapas topográficos de papel, había una caja nueva. Dentro, el orgullo de su equipo: un navegador GPS Garmin Etrex, uno de los modelos portátiles más avanzados de la época. Para Javier, no era un juguete; era una llave. Una herramienta que, según le dijo a su mejor amigo Daniel por teléfono la noche anterior, le permitiría “llegar a lugares que nadie ha fotografiado, sin miedo a perderme en ese laberinto”.
Daniel, como siempre, le deseó suerte y le hizo prometer que llamaría en cuanto saliera de la sierra. “Una semana. Si no llamo para el próximo lunes, empieza a preocuparte”, bromeó Javier. Fue la última vez que hablaron.
El largo viaje en su camioneta desde Jalisco hasta Chihuahua fue una transición. El paisaje árido del norte lo llenaba de energía. Llegó a Creel, el polvoriento pueblo que sirve de puerta de entrada a las Barrancas. El aire era frío y delgado. Se registró en un pequeño motel, donde el dueño le dio la bienvenida con la hospitalidad característica de la región.
Esa tarde, mientras comía en un modesto restaurante local, escuchó a un hombre en la mesa contigua. Hablaba con una pareja de turistas extranjeros, presumiendo de su conocimiento de la sierra. Se presentó como Martín Herrera, un guía local que también “sabía de computadoras”. Martín, un programador de formación que había cambiado el código por los cañones, tenía una reputación de “solucionador” tecnológico.
Javier, intrigado, se acercó. “Disculpa, ¿escuché que sabes de estos aparatos?”, dijo, mostrando su nuevo Garmin. “Voy a entrar a las barrancas mañana y quería asegurarme de tener las mejores rutas”.
Los ojos de Martín mostraron un interés particular. “Claro, amigo. Esos mapas que traen de fábrica son buenos, pero yo tengo los senderos ‘secretos’. Rutas que nadie conoce. Lo mejor de la Sierra. Si quieres, puedo conectarlo a mi laptop y cargártelos. Un pequeño extra, pero valdrá la pena”.
Javier, emocionado ante la perspectiva de rutas exclusivas, aceptó sin dudar. Entregó el dispositivo. Martín se retiró a una trastienda con su computadora portátil. En menos de diez minutos, regresó. “Listo. Con esto, llegarás a miradores que ni los Rarámuri frecuentan”. Javier le pagó, agradecido, sin saber que el hombre acababa de reprogramar su seguridad, convirtiendo su guía digital en un arma.
Los primeros dos días fueron mágicos. Javier se internó en la inmensidad de la sierra. El silencio era absoluto, roto solo por el viento y el obturador de su cámara. Siguió la ruta del GPS, y esta lo llevó a paisajes espectaculares. Estaba eufórico. Las fotos eran increíbles: cañones que parecían heridas en la tierra, bañados en luz dorada.
Al atardecer del segundo día, acampó en una meseta con una vista sobrecogedora. Montó su trípode y sacó su pequeño módem satelital, una conexión lenta y costosa con el mundo exterior. Logró subir una última foto a su blog personal: su silueta contra un cielo naranja y púrpura. La leyenda decía: “La mejor puesta de sol de mi vida”. Fue su última comunicación.
Al tercer día, decidió seguir la ruta “secreta” que Martín le había cargado. El GPS indicaba un sendero que se adentraba en una zona más remota y accidentada. Confiado, Javier caminó todo el día, deteniéndose a tomar fotos, maravillado por la belleza salvaje. El sol comenzó a caer rápidamente, como es habitual en la montaña, y la temperatura se desplomó. La oscuridad en la sierra es total, un negro profundo y sin contaminación lumínica.
Javier encendió su linterna frontal. Su haz de luz cortaba la negrura. Estaba cansado, pero el GPS indicaba que estaba cerca de un supuesto punto de acampada. Siguió la flecha brillante en la pequeña pantalla. El terreno se volvió difícil, rocoso.
Entonces, se detuvo. El GPS indicaba que debía seguir recto, pero su linterna solo iluminaba rocas y el borde de lo que parecía ser un precipicio. No había sendero.
Confundido, revisó el dispositivo. La flecha era insistente. Siga. Pensó que tal vez era un paso estrecho que no podía ver, un descenso oculto. “Martín dijo que eran rutas difíciles”, pensó. Avanzó con cautela, probando el suelo con su bota.
Dio un paso más.
El suelo desapareció.
No hubo tiempo para reaccionar. Fue una caída libre en la oscuridad total. Sintió el golpe sordo de su mochila contra una pared de roca, y luego el impacto devastador contra el suelo. Un dolor blanco y cegador explotó en sus piernas, seguido de un grito que fue ahogado por la piedra. Luego, el silencio y la oscuridad absoluta.
Pasaron minutos, o quizás horas. Javier despertó por el olor a polvo mineral y el frío penetrante. El dolor era una ola de fuego líquido. Intentó moverse. El grito que salió de su garganta fue animal. Estaba vivo, pero atrapado.
A tientas, encontró su linterna frontal, que había caído cerca. La encendió. El haz de luz reveló su prisión: estaba en el fondo de una cueva tipo sótano, de unos cinco metros de diámetro. La entrada, el agujero por el que había caído, estaba a unos cuatro metros por encima de él. Una pared lisa. Imposible de escalar.
Iluminó sus piernas. Estaban en ángulos antinaturales. Ambas estaban rotas.
El terror, frío y paralizante, lo invadió. Sacó su teléfono: “Sin Servicio”. Sacó el GPS: “Error de Satélite”. Estaba bajo tierra. Nadie en el mundo sabía dónde estaba. Y Daniel no empezaría a buscarlo hasta dentro de cinco días.
Tras el shock inicial, el fotógrafo, el documentalista, tomó el control. Revisó su mochila. Agua: dos botellas de litro llenas y una a medio vaciar. Comida: cinco barras energéticas y una bolsa de frutos secos. No era suficiente.
Pasó la primera noche en un delirio de dolor. El frío de la cueva le calaba los huesos. Al llegar el día, una luz tenue iluminaba el agujero de entrada, pero el fondo permanecía en penumbra. Sabía que tenía que hacer algo. Con un esfuerzo sobrehumano, se arrastró, usando los codos, buscando cualquier cosa que sirviera. Encontró algunas ramas secas arrastradas allí. Sacó su navaja y rasgó su camisa de repuesto en tiras.
Pasó horas en una agonía indescriptible, tratando de entablillar sus propias piernas fracturadas. El dolor casi lo hizo desmayarse varias veces. Era un trabajo tosco, pero estabilizó un poco las fracturas.
Al segundo día, la sed comenzó a superar al dolor. Racionó el agua: un sorbo cada hora. Y entonces, tomó la decisión que definiría su legado. Sacó su Canon. Si iba a morir allí, no lo haría en el anonimato. El mundo sabría exactamente lo que había pasado.
Click-flash. La luz del flash iluminó la cueva, revelando las paredes texturizadas. Fotografió la entrada, un círculo de luz lejana. Fotografió sus piernas rotas con las férulas improvisadas. Fotografió su fila de botellas de agua.
Al tercer día, intentó gritar. Gritó hasta que su garganta quedó en carne viva. El sonido moría contra la piedra. Nadie podía oírlo. Siguió fotografiando. La cámara se convirtió en su única compañera, su único confidente.
Al cuarto día, el agua se estaba acabando. La sed era una tortura constante. Su boca estaba seca, la lengua hinchada. Click-flash. Una foto de su mano temblorosa sosteniendo la botella casi vacía.
Al quinto día, bebió la última gota. El terror real se asentó. Sabía lo que venía. La deshidratación. Sus pensamientos comenzaron a nublarse. Click-flash. Fotos de las paredes, una y otra vez.
Al sexto o séptimo día, el tiempo perdió todo sentido. Flotaba entre la consciencia y el delirio. Hablaba con Daniel. Le pedía perdón a su madre. Sabía que no eran reales. El dolor en sus piernas se había convertido en un zumbido sordo, superado por la debilidad general. Ya casi no podía levantar la cámara. Click-flash. Las fotos se volvieron borrosas, desenfocadas. La mano le temblaba incontrolablemente.
En algún momento, quizás al octavo o noveno día, reunió sus últimas fuerzas. El flash era ahora lo único brillante en su mundo. Pulsó el obturador unas cuantas veces más. Una imagen borrosa del techo de piedra. Luego, su mano cayó. La cámara resbaló de sus dedos y quedó sobre el suelo rocoso junto a él. Javier Ríos cerró los ojos.
Arriba, en el mundo de los vivos, Daniel comenzó a preocuparse. El lunes llegó y pasó. El teléfono de Javier iba directo a buzón. El martes, Daniel sintió un pánico helado. Llamó a la Fiscalía de Chihuahua y a Protección Civil.
Se organizó una operación de búsqueda masiva. Encontraron la camioneta de Javier en Creel, lo que confirmó sus peores temores. Durante tres semanas, helicópteros sobrevolaron las barrancas y equipos de rescatistas y voluntarios peinaron los senderos. Gritaron su nombre hasta la extenuación.
Pasaron a menos de cincuenta metros de la grieta oculta, sin saber que debajo de ellos, Javier ya había muerto.
Desde el aire, el agujero era invisible, tapado por la maleza. La búsqueda se suspendió oficialmente. Javier Ríos fue declarado “persona desaparecida”. Su familia quedó destrozada, suspendida en la incertidumbre. Para el mundo, la Sierra Tarahumara se había tragado a otro aventurero.
Pasaron catorce años. El mundo cambió. Los GPS se integraron en los teléfonos. Las cámaras se volvieron digitales y luego desaparecieron en los mismos teléfonos. El caso de Javier Ríos se convirtió en un archivo frío.
En la primavera de 2015, un grupo de tres senderistas de Monterrey, equipados con tecnología moderna de mapeo, buscaba nuevas rutas de escalada. Uno de ellos, un geólogo aficionado, golpeó el suelo con su bastón y notó un sonido hueco. “Oigan, esto es extraño”.
Apartaron la maleza y encontraron la fisura, de apenas un metro de diámetro. Eran escaladores; tenían cuerdas. El más experimentado, Marco, se aseguró y comenzó a descender en rápel. “Voy a ver qué hay”.
Aterrizó en el suelo de la cueva. Encendió la potente linterna de su casco y la luz barrió la oscuridad. Se quedó paralizado.
A pocos metros, yacía un esqueleto, vestido con los restos podridos de ropa de senderismo. A su lado, una mochila desintegrada, botellas de agua y, brillando levemente, una cámara Canon.
“Dios mío…”, susurró Marco a su radio. “Tienen que bajar. Encontramos a alguien. Creo… creo que encontramos a alguien desaparecido”.
Llamaron al 911. La recuperación de los restos fue una operación delicada. Los forenses documentaron la escena. Los registros dentales confirmaron la identidad: era Javier Ríos. La familia, después de 14 años de una esperanza agonizante, finalmente tenía una respuesta, aunque fuera la peor.
El caso podría haberse cerrado como un trágico accidente, pero dos objetos cambiaron todo: la cámara y el GPS.
Un técnico forense extrajo la tarjeta de memoria de la Canon. Estaba intacta. La conectó a una computadora. Aparecieron 837 fotografías.
Los investigadores observaron en silencio cómo se desarrollaba la historia. Las primeras 700 fotos eran paisajes impresionantes. Y luego… la cueva. Vieron, foto por foto, el diario visual de la agonía de Javier. Las piernas rotas. Las férulas improvisadas. Las botellas de agua, llenas y luego vacías. Las fotos cada vez más borrosas de su propia mano temblorosa. La última imagen desenfocada del techo de la cueva. La habitación estaba en silencio. Habían sido testigos de un hombre documentando su propia muerte.
El segundo objeto fue el GPS. La batería estaba muerta, pero la memoria interna estaba intacta. Un especialista extrajo los datos y superpuso el track log (el registro de la ruta) en un mapa moderno.
“Jefe, tiene que ver esto”, dijo el técnico.
El mapa mostraba la ruta de Javier. Seguía un sendero lógico durante dos días, y luego, en el tercer día, se desviaba bruscamente hacia una zona sin senderos, directamente hacia las coordenadas de la cueva. No fue un error de Javier. El GPS lo había guiado deliberadamente a esa trampa.
La investigación pasó de “accidente” a “homicidio”. Los detectives regresaron a Creel. El motel seguía allí, y el dueño, ahora un hombre mayor, recordaba al fotógrafo. “¿Recuerda si habló con alguien sobre su GPS?”, preguntó un detective.
“Claro”, dijo el anciano. “Habló con Martín. Martín Herrera. Él vivía aquí en ese entonces. Siempre estaba ‘ayudando’ a los turistas con sus aparatos”.
Los registros mostraron que Martín Herrera se había mudado de Creel alrededor de 2005. Lo localizaron viviendo una vida tranquila en las afueras de la ciudad de Chihuahua, trabajando como programador a distancia.
Dos detectives se presentaron en su puerta. Martín, ahora un hombre de 48 años, se mostró tranquilo, casi indiferente.
“¿Martín Herrera? Policía Ministerial. Queremos hacerle preguntas sobre su tiempo en Creel”. “Eso fue hace mucho”, dijo, sin invitarlos a pasar. “¿Recuerda a este hombre?” Le mostraron la foto de Javier. Martín dudó un instante. “Vagamente. Pasaba mucha gente”. “Tenemos una orden para revisar sus equipos informáticos”.
La calma de Martín no se rompió. “Adelante. No tengo nada que ocultar”.
Los forenses analizaron los discos duros viejos de Martín. Y encontraron el infierno. Enterrado en una carpeta oculta, había un pequeño programa ejecutable escrito por el propio Martín. Una utilidad simple para conectarse a ciertos modelos de Garmin y modificar coordenadas de ruta sin dejar rastro visible.
Y junto a él, un archivo de texto llamado “lista.txt”.
La lista contenía doce nombres. Fechas. Y coordenadas GPS.
Javier Ríos era el cuarto nombre. Fecha: Marzo de 2001. Coordenadas: Las de la cueva. Junto al nombre, una breve nota: “Fotógrafo. Garmin. Ruta a cueva.”
Los investigadores sintieron un escalofrío. Comprobaron los otros nombres. Cinco de ellos coincidían con casos abiertos de personas desaparecidas en la misma región entre 1999 y 2005. Turistas solitarios. Excursionistas.
Volvieron por Martín. Esta vez, con una orden de arresto.
En la sala de interrogatorios, le mostraron la lista. El programa. Y luego, impresas, las últimas fotos tomadas por Javier Ríos desde el fondo de la cueva.
Martín Herrera las miró sin emoción. Y entonces, confesó.
Su confesión heló la sangre de los detectives. No había remordimiento. “Yo no los maté”, dijo con voz monótona. “Solo cambié sus rutas. Quería probar un punto. La gente es estúpida. Vienen a la naturaleza salvaje y confían ciegamente en una máquina, en una flecha en una pantalla, en lugar de en sus propios ojos. Me molestaba. Así que hice un experimento”.
Elegía a turistas solitarios que dependían de la tecnología. Les ofrecía “ayuda”, modificaba sus rutas y los enviaba a acantilados ocultos, grietas profundas o cuevas como en la que cayó Javier. “Algunos probablemente se dieron cuenta y regresaron”, dijo encogiéndose de hombros. “Otros no. Era una prueba. Ellos fallaron”.
Usando las coordenadas de la “lista” de Martín, los equipos de búsqueda encontraron los restos de otras tres víctimas. Un esqueleto en el fondo de un barranco del que era imposible salir. Otro al pie de un acantilado.
El juicio fue un circo mediático. El “Asesino del GPS”. La fiscalía presentó la evidencia digital, la “lista” y, de forma devastadora, las 837 fotos de Javier. El jurado vio, día por día, la crónica de su muerte.
Martín Herrera fue declarado culpable de cuatro cargos de homicidio calificado. Su declaración final al tribunal fue: “Lamento que mi experimento haya sido malinterpretado”. Fue sentenciado a 100 años de prisión, una cadena perpetua efectiva.
Daniel, el amigo de Javier, recibió la cámara de vuelta, aunque las fotos de la cueva se mantuvieron como evidencia. Publicó un libro con las hermosas fotografías de paisajes que Javier tomó en sus dos primeros días, honrando su vida, no su muerte.
La cueva en la Sierra Tarahumara fue sellada y marcada como zona de peligro extremo. La muerte de Javier Ríos se convirtió en una trágica lección sobre la confianza ciega en la tecnología, pero sobre todo, en un testimonio del oscuro potencial de la maldad humana, capaz de convertir una herramienta de exploración en un arma de caza.