El domingo 11 de noviembre de 1990, un día que debería haber sido de pura felicidad y diversión en el Parque de Chapultepec de la Ciudad de México, se convirtió en una de las mayores tragedias que la capital haya presenciado. Era un día perfecto, con un cielo parcialmente nublado y una brisa suave que hacía soportable el calor del mediodía. El Festival de los Niños, un evento anual que atraía a miles de familias, llenaba el parque de risas, música y el bullicio alegre de los asistentes. Entre la multitud, dos pequeñas figuras destacaban por su energía y la profunda conexión que compartían: Ana Beatriz y Ana Carolina Santos, gemelas idénticas de 7 años.
Eran hijas de José Roberto Santos, un ingeniero de 42 años, y Maria Helena Santos, una profesora de 38. La familia vivía en la colonia Roma y las gemelas estudiaban en la misma escuela, donde eran conocidas por su inteligencia y la química única que tenían entre ellas. Eran como dos mitades de una sola persona, y rara vez se les veía separadas. Ana Beatriz era la más extrovertida, y a menudo hablaba por ambas en situaciones sociales, mientras que Ana Carolina era más observadora y prefería dibujar. Ese día, ambas vestían camisetas rosadas con estampados de unicornios y shorts de mezclilla azules, y corrían hacia los juegos con una alegría contagiosa. Habían andado en el carrusel tres veces, habían pintado mariposas en sus rostros y habían ganado dulces de un payaso. Habían comido pastel de queso para el almuerzo y planeaban continuar la aventura en el área de juegos, a tan solo 50 metros de donde sus padres descansaban bajo un árbol. Pero lo que empezó como un día idílico se transformó en una pesadilla.
A las 14:15, Maria Helena miró hacia el patio de recreo para asegurarse de que las niñas estuvieran bien. Vio a Ana Beatriz en un columpio, pero no pudo encontrar a Ana Carolina. Pensando que se había escondido como parte de un juego, continuó acomodando sus cosas. Apenas cinco minutos después, cuando volvió a mirar, ninguna de las dos estaba a la vista. El pánico inicial se apoderó de ella, y de José Roberto cuando se unió a la búsqueda a las 14:30. Preguntaron a otras madres, a otros niños, y recorrieron el área de juegos una y otra vez, pero nadie las había visto salir. El clima festivo del parque fue cediendo paso a una ansiedad palpable a medida que la búsqueda se extendía más allá del área de juegos, involucrando a cientos de personas, incluidos guardias de seguridad y voluntarios.
Cuando la policía fue alertada, el caso fue asignado al experimentado investigador Marco Antônio Silva. Las primeras pistas eran inquietantes. Un vendedor de algodón de azúcar y otros tres vendedores del parque coincidieron en haber visto a las gemelas cerca de los baños públicos, hablando con un hombre adulto que parecía ser su conocido. Las descripciones eran vagas: un hombre de estatura media, cabello oscuro y camisa clara. Pero todas las pistas coincidían en un detalle alarmante: las niñas no parecían asustadas.
En los días siguientes, la investigación se intensificó. La policía descubrió que las gemelas y el hombre misterioso se dirigieron a una zona menos concurrida del parque, cerca de los depósitos de mantenimiento. Una valla de seguridad había sido cortada recientemente, y se encontraron huellas de zapato de niña en la tierra que conducían a un cobertizo abandonado. Lo más inquietante fue el rastro de olor que detectaron perros rastreadores, que desaparecía abruptamente en un camino de tierra, lo que sugería que las niñas habían sido puestas en un vehículo y llevadas lejos.
Para la familia Santos, el primer mes fue un infierno. José Roberto se dedicó por completo a la búsqueda, mientras que Maria Helena cayó en una profunda depresión. El caso de las gemelas se convirtió en noticia nacional, y sus rostros se reprodujeron en periódicos de todo el país. Durante los siguientes 33 años, las pistas falsas y las llamadas de extorsión se convirtieron en la norma, llevando a la familia a un sinfín de falsas esperanzas que solo servían para destrozar sus corazones un poco más cada vez.
En 1995, la investigación oficial fue archivada, pero José Roberto y Maria Helena nunca se dieron por vencidos. Contrataron detectives privados y ofrecieron recompensas cada vez más grandes por información. En el año 2000, con la llegada de internet, Maria Helena aprendió a usar computadoras para crear sitios web y perfiles en redes sociales dedicados a la búsqueda de sus hijas. Cinco años después, en 2005, José Roberto murió de un ataque cardíaco. Los médicos dijeron que el estrés crónico causado por la búsqueda incesante contribuyó a su enfermedad. Maria Helena, ahora viuda, continuó la búsqueda sola. A pesar de los avances forenses y la revisión del caso, no hubo nuevos descubrimientos.
Entonces, 33 años y 13 días después de la desaparición, ocurrió lo impensable. El 24 de noviembre de 2023, Antônio Carlos Pereira, un conserje de 58 años, realizaba una limpieza de rutina en la zona de los depósitos de mantenimiento, la misma área donde el rastro de las gemelas había desaparecido. Notó que una sección de concreto del piso estaba agrietada, por lo que, por curiosidad y por su responsabilidad, decidió excavar. A unos 1,20 metros de profundidad, su pala chocó con algo. Al limpiar la tierra, vio fragmentos de tela que le resultaron extrañamente familiares: pedazos de una camiseta rosada con un dibujo de unicornio descolorido. Inmediatamente llamó a las autoridades.
La policía y un equipo de expertos forenses fueron movilizados al lugar, desenterrando los restos de dos niños, enterrados uno al lado del otro. Las pruebas de ADN confirmaron que se trataba de Ana Beatriz y Ana Carolina Santos. La pequeña cicatriz en la rodilla izquierda de una de las gemelas, apenas visible, ayudó a identificarlas.
El análisis forense reveló que ambas murieron por asfixia. No había pruebas de violencia sexual, pero sí había señales de que fueron retenidas antes de su muerte. Junto a los cuerpos se encontró una pista crucial: un pequeño juguete de plástico que se regalaba en una hamburguesería específica de la Ciudad de México a principios de los 90. Esta pista llevó a los investigadores a revisar los registros de los empleados del parque.
La investigación se centró en un empleado de mantenimiento que había trabajado en el parque entre 1988 y 1992, y que también frecuentaba la hamburguesería: Carlos Alberto Ferreira. Aunque murió de cáncer en 2003, las entrevistas con sus antiguos colegas revelaron un patrón de comportamiento perturbador: Carlos Alberto tenía un interés excesivo en los niños y fue visto intentando atraerlos a áreas restringidas del parque en al menos tres ocasiones. Había sido despedido discretamente en 1992 por su comportamiento.
Una revisión más profunda de los archivos del caso original reveló que el hombre había sido entrevistado brevemente en 1990, pero fue descartado como sospechoso porque tenía una coartada, la cual se descubrió que había sido fabricada por sus colegas para encubrir su ausencia del trabajo. Las pruebas demostraron que Carlos Alberto, quien tenía las llaves del área de mantenimiento, había secuestrado a las niñas y las había mantenido cautivas en el cobertizo abandonado. La evidencia forense sugirió que el crimen fue premeditado, y que había planeado esconder los cuerpos en una fosa que sería cubierta por concreto una semana después, durante una renovación del parque.
Para Maria Helena Santos, de 71 años, saber la verdad trajo una mezcla de dolor y alivio. Por fin podía darles a sus hijas un entierro digno, 33 años después de sus muertes. El funeral se celebró en el Panteón de Dolores, donde las niñas, por fin, pudieron descansar en paz.
La trágica historia de Ana Beatriz y Ana Carolina no fue en vano. Su muerte ha llevado a la creación de nuevos protocolos de seguridad en parques públicos de todo México, con supervisiones constantes y verificaciones de antecedentes criminales obligatorias para los empleados. En su honor, el Parque de Chapultepec creó un monumento con dos columpios vacíos, y un protocolo llamado “Ana Beatriz y Ana Carolina” se implementó en todo México para la búsqueda intensiva de niños desaparecidos durante las primeras 48 horas.
La verdad de las gemelas nos recuerda la importancia de proteger a nuestros niños. A través de la vigilancia y el recuerdo de esta tragedia, la memoria de Ana Beatriz y Ana Carolina Santos sigue viva, protegiendo a los niños que hoy juegan en los parques que ellas no pudieron. Su legado es un recordatorio de que, incluso en la oscuridad más profunda, la verdad puede prevalecer, trayendo un poco de paz a los corazones rotos y sirviendo como una dolorosa pero poderosa lección para todos.