La Pared de los Ochenta Años

El yeso olía a muerte fresca. Un olor calcáreo, acre, que no disimulaba el moho ni el miedo antiguo.

La linterna tembló. Otto Weber no era Otto Weber. Era un fantasma forjado en ceniza. Miró el hueco. Apenas un metro cuadrado de humedad y sombra. Su nueva tumba.

Jakob, el granjero, subió el ladrillo final. Sus manos eran piedra. Sus ojos, charcos vacíos. Había servido al Reich. Ahora servía al silencio. Weber lo había ordenado. La pared debía cerrarse. No por seguridad. Por olvido.

Está hecho, General —dijo Jakob. Su voz era seca. — No hay general —replicó Weber, gélido—. Solo la sombra. La sombra que espera.La sombra vive.Y pagará el precio. —susurró Weber. Su uniforme negro, inmaculado bajo el polvo. Un símbolo de poder intacto.

Jakob sentía el pulso del miedo. No el suyo. El del mundo. Había enterrado al hombre que se parecía a Weber. Había quemado los nombres. Pero el nombre de Weber. Ese ardía en su propia carne.

El camino del sur está libre —dijo Jakob. Miraba el suelo de tierra. Un camino a la luz. — El camino no es para mí. —Weber se apoyó en la mesa. Cartas codificadas. Un mapa de la ruta de escape. Su rostro era una máscara de táctica pura—. Me buscan para una guerra que terminó. Yo me preparo para la que viene.

Jakob levantó la vista. Rabia contenida. Ochenta años de silencio comenzaban en ese sótano. — Usted me pidió lealtad.Y me la diste. —Weber encendió un cigarrillo. El humo era denso, acre. — No. Le di mi vida. —La frase cortó el aire. Dolor. Puro y simple—. Y la de mi familia. El pozo. El secreto. Mi honor. Weber exhaló lentamente. No había piedad en sus ojos. Nunca la hubo. — El uniforme te dio un propósito, Jakob. Te lo quité. Te di otro: el secreto. Es una redención, a tu manera.Es una celda.Es supervivencia. La verdadera.

Jakob tomó la paleta. Yeso húmedo. El último acto. Se arrodilló para sellar el último hueco.

¿Qué diré cuando el tiempo pase?Dirás que la guerra acabó —dijo Weber—. Que el fantasma se disolvió en el frío.

Se quitó el anillo. Oro pesado. Lo arrojó a los pies de Jakob. Sonó hueco. — Es tu pago. Por el silencio.

Jakob no lo recogió. Lo miró, como a un trozo de ceniza. — Mi precio, General… mi precio es no verlo de nuevo.Lo has logrado.

El sonido del metal contra el ladrillo. Un golpe seco. Un latido de tambor. La pared subía. Lenta. Inexorable. La luz de Weber se hizo pequeña. Un punto amarillo. Una silueta. Poder absoluto. La oscuridad llegó. El aire se hizo pesado.

Jakob terminó. La pared lisa. Sin costuras. Se puso de rodillas. El anillo de oro. Brillaba en el suelo sucio. Lo ignoró.

Salió del sótano. La casa estaba vieja. El techo caía. El mundo seguía afuera. Lleno de preguntas. La respuesta. Detrás del muro. Silencio. El único perdón posible.

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