En las brumosas montañas de Chiapas, donde la Selva Lacandona se funde con senderos polvorientos y la promesa de un servicio médico esencial, se apagó una de las luces más brillantes de la medicina mexicana. La historia de Mariana Sánchez Dávalos, la joven doctora pasante de 24 años, no es solo la crónica de una tragedia personal, sino el brutal reflejo de la violencia institucional y el machismo endémico que convierten la vocación de servicio en una condena de muerte.
Mariana, con su bata blanca que simbolizaba la esperanza, había llegado a Nueva Palestina, una pequeña comunidad en el municipio de Ocosingo, con una certeza inquebrantable: la medicina no debía ser un privilegio, sino un derecho que debía llegar a los rincones más olvidados de México. Desde niña, sus manos se habían entrenado para sanar, y su mente brillante, forjada en la Universidad Autónoma de Chiapas, estaba lista para enfrentar los desafíos de la medicina rural, donde la empatía y el ingenio valen más que el equipo de alta tecnología.
El Paraíso de la Vocación se Vuelve una Cárcel
El comienzo fue un sueño hecho realidad. Mariana se conectó profundamente con sus pacientes, familias enteras que viajaban horas para recibir una consulta. Su trabajo era un recordatorio diario de su propósito, una victoria tangible contra la desesperación. Sin embargo, en la quietud de ese entorno remoto y masculino, la joven doctora comenzó a notar una presencia incómoda: la de su colega Fernando Cuautemoc Pérez Jiménez, un médico con más años de servicio.
Lo que inició como supuesta “mentoría” profesional, pronto degeneró en un acoso sexual sistemático y asfixiante. Los comentarios sobre su apariencia se hicieron personales e íntimos. Las sonrisas iniciales se transformaron en miradas que la hacían sentir “cazada”. Fernando buscaba excusas para invadir su espacio, tocar su hombro o brazo, enviarle mensajes de texto fuera de horario con falsos pretextos laborales que ocultaban intenciones siniestras.
La tensión alcanzó un punto de quiebre cuando Fernando escaló su comportamiento a insinuaciones sexualmente sugestivas, aprovechando la soledad de la clínica. Mariana, profesional y consciente de su deber, intentó inicialmente manejar la situación con cortesía distante, pero pronto se dio cuenta de que su urbanidad solo alimentaba la audacia de su acosador. Los episodios de acoso se volvieron más intensos, culminando en un aterrador incidente en la sala de archivos, donde Fernando la encerró y le dejó claro que su cooperación era la única vía para la “paz” laboral.
La Denuncia que Cayó en el Vacío Burocrático
Acorralada y temiendo por su seguridad, Mariana tomó la decisión más difícil: presentó una denuncia formal y detallada ante la dirección de la clínica. Su carta no era solo un pedido de justicia, sino un clamor urgente de protección. Solicitó de inmediato su transferencia a otra unidad médica, rogando ser separada de su agresor.
La respuesta que recibió fue la bofetada de la indiferencia institucional.
En lugar de activar protocolos de protección o una investigación inmediata, la denuncia de Mariana fue recibida con escepticismo y un frío proceso burocrático. El director de la clínica le aconsejó “mantener una actitud profesional” con todos sus colegas, sugiriendo sutilmente que ella podría estar “malinterpretando” la amistad de Fernando.
El caso fue remitido a la jurisdicción sanitaria en Palenque, quedando atrapado en un laberinto de oficinas y trámites que parecían diseñados para agotar a la víctima. No hubo separación temporal de Fernando, no se aplicaron medidas de protección y mucho menos se autorizó la transferencia urgente que Mariana necesitaba.
Mientras el sistema la ignoraba, Fernando, conocedor de la denuncia, se sintió reafirmado en su impunidad. Su comportamiento osciló entre la burla sarcástica y la amenaza velada, sometiendo a Mariana a un ambiente de trabajo hostil e insostenible. La joven doctora, lejos de su familia y red de apoyo, se encontró completamente aislada, el trabajo que amaba se convirtió en una pesadilla diaria de ansiedad y miedo. El sistema que debía protegerla, la había dejado completamente vulnerable.
La Última Noche y el Grito de la Comunidad
El 28 de enero de 2021, la pesadilla terminó. Mariana Sánchez Dávalos fue encontrada sin vida en el cuarto donde vivía, adosado a la clínica de Nueva Palestina. La Fiscalía de Chiapas intentó inicialmente cerrar el caso con la hipótesis del suicidio por ahorcamiento.
Pero la historia de meses de acoso denunciado y la notoria inacción de las autoridades de salud y de la Universidad Autónoma de Chiapas, que gestionaba su servicio social, detonaron una ola de indignación incontrolable en todo México. Sus colegas y su familia rechazaron con vehemencia la versión oficial, señalando que la muerte de Mariana era el resultado directo de la violencia de género y la negligencia institucional.
El clamor se elevó bajo la consigna “¡No fue suicidio, fue feminicidio!”. La madre de Mariana y la comunidad médica denunciaron las serias inconsistencias en la investigación, incluyendo la extraña prisa con la que se intentó cremar el cuerpo de la joven, sin el consentimiento familiar, buscando quizás borrar cualquier evidencia que contradijera la hipótesis del suicidio.
El caso Mariana Sánchez Dávalos se convirtió en el doloroso símbolo de la indefensión de las mujeres en el servicio social, especialmente en áreas rurales y aisladas. Miles de médicas, enfermeras y estudiantes alzaron la voz para denunciar que el aislamiento geográfico, combinado con la falta de protocolos de género efectivos, es un caldo de cultivo para la violencia y el acoso. Exigieron el castigo a los responsables no solo de la violencia directa, sino de la omisión y el abandono que le costaron la vida a una mujer que solo quería sanar.
El brutal final del sueño de Mariana dejó al descubierto la necesidad urgente de reformar el sistema de servicio social en salud, de implementar medidas de seguridad reales y de garantizar que las denuncias de violencia de género sean tratadas con la seriedad y la protección que merecen. La luz de Mariana Sánchez se apagó en Chiapas, pero su trágica historia iluminó las fallas profundas de un sistema que debe cambiar para que ninguna otra profesional de la salud deba elegir entre su vocación y su vida.
