La Cima del Silencio: La Trágica Historia de la Pareja que se Perdió en el Ajusco Buscando un Sueño

En aquel brumoso julio de 2001, el silencio del campo hidalguense fue reemplazado por el estruendo de la Terminal del Norte, en el corazón de la Ciudad de México. Para Francisco y Eliane, era su primer y, tal vez, único gran viaje. Habían salido del pequeño municipio de Boquerón con una sola maleta, la ropa cuidadosamente doblada y el corazón lleno de una expectativa casi sagrada. El “monstruo de asfalto” olía a humo, a multitud, a una vida frenética que solo conocían por la televisión. Pero para ellos, era el escenario de un sueño largamente anhelado.

Francisco Batista dos Santos, un agricultor de 32 años con manos curtidas por la tierra y la mirada curiosa de quien siempre ha querido ver más allá de su parcela, era un hombre de pocas palabras. Le gustaban los mapas viejos y escuchar en la radio las noticias de la lejana capital. Guardaba un recorte de una revista con una foto aérea de la Ciudad de México, un mar de luces infinito. Para él, ver esa inmensidad desde las alturas no era un simple paseo; era una meta de vida.

Eliane Rocha Batista, de 28 años, una manicurista detallista y de risa fácil, era su complemento perfecto. Hablaba mucho, soñaba en grande y coleccionaba imágenes de la capital. Decía que si algún día podía ver la ciudad entera desde una montaña, como si la tuviera en la palma de su mano, se sentiría completa. Cuando Francisco le prometió que la llevaría, ella comenzó a ahorrar cada peso de su trabajo.

Pagaron el viaje en abonos. Se hospedaron en una modesta casa de huéspedes en la Colonia Doctores. Una habitación sencilla con un desayuno de café y pan dulce era, para ellos, un lujo. El primer día caminaron por el Zócalo, comieron tlacoyos en un puesto callejero y se maravillaron con la Catedral, sintiéndose pequeños ante tanta historia. “Ni siquiera hemos subido a la montaña y ya ha valido la pena”, le dijo Eliane a Francisco, con un brillo especial en los ojos.

El segundo día, 15 de julio, se despertaron con una misión. Francisco se puso sus vaqueros y una camiseta blanca, ajustándose en la muñeca el viejo reloj de cuero que fue de su padre. Eliane eligió un vestido floreado y, antes de salir, revisó su bolso: cepillo, un labial, su cartera y un folleto turístico del Ajusco que había encontrado en la central de autobuses. “Hoy es el día”, se dijeron, cómplices.

Tras un largo trayecto en transporte público, llegaron a las faldas del volcán. El aire era frío y limpio. Eran poco más de las nueve de la mañana. Mientras ascendían por el sendero principal hacia el Pico del Águila, le pidieron a otro excursionista que les tomara una foto. Francisco abrazaba a Eliane; ella sonreía, con la inmensidad del Valle de México a sus espaldas. Eran las 10 de la mañana y su sueño estaba inmortalizado en una imagen.

Lo que ocurrió después se reconstruyó con los pocos testimonios disponibles. Un vendedor de quesadillas los vio sentados en una roca, estudiando con atención el folleto. Señalaban algo, parecían debatir. El panfleto, viejo y con información desactualizada, mostraba senderos secundarios y hablaba de un “mirador escondido”. Para Francisco, el hombre de los mapas, debió parecer una aventura tentadora. Poco después, una familia los vio caminar hacia un sendero menos transitado, que se perdía en la espesura del bosque de oyameles. Francisco iba adelante, con el papel en la mano. Fue la última vez que alguien los vio.

Esa noche, la dueña de la pensión notó su ausencia. La policía llegó sin prisa, acostumbrada a historias de turistas que se pierden en la fiesta. Pero al entrar al cuarto y ver la maleta cerrada y el bolso de Eliane sobre la cama, algo no cuadró. La denuncia por desaparición se levantó sin mayor urgencia. Una pareja de Hidalgo, extraviada en el Ajusco. Para la ciudad, solo eran dos personas más. Para sus familias, era el inicio de un silencio que los devoraría.

La noticia llegó a Boquerón como un golpe seco. “¿Cómo que desaparecieron? ¡Si Eliane prometió llamar diario!”. Francisco era demasiado sensato como para desviarse sin pensar. La idea de que hubieran huido era absurda. La familia intentó mover sus contactos, llamar a las noticias, pero su voz era un susurro perdido en el ruido de la capital.

En la Ciudad de México, el caso se enfrió rápidamente. Los equipos de rescate y la policía de montaña hicieron algunas búsquedas, pero el Ajusco es un laberinto de barrancas y bosque denso. “La montaña a veces no devuelve lo que se traga”, sentenció un rescatista. La hipótesis oficial se centró en el folleto: se desviaron por una ruta peligrosa, se perdieron y sucumbieron al frío y la deshidratación. Pero sin cuerpos, era solo una teoría. El expediente fue archivado.

Para sus familias, el tiempo se congeló. La foto en la cima del Ajusco se convirtió en un altar y una pregunta sin respuesta. El reloj de Francisco, visible en su muñeca, se transformó en el símbolo de ese tiempo detenido. Los años pasaron en un limbo de dolor, un luto sin cuerpo que velar.

Cuatro años después, en mayo de 2005, el destino intervino. Osmar Cordeiro, un brigadista de la Secretaría del Medio Ambiente, realizaba un recorrido de prevención de incendios. Por una corazonada, se desvió del camino principal. “Hay lugares que te llaman”, diría después. Tras unos arbustos espinosos, vio una grieta oscura entre dos peñascos, una pequeña cueva oculta. Se asomó con su linterna y la luz rebotó en algo blanco. Eran huesos. Dos esqueletos.

Y entre ellos, un pequeño objeto que brilló débilmente: un reloj con la correa de cuero podrida. Los peritos llegaron. La cueva había protegido los restos de los elementos. Junto al esqueleto más pequeño, hallaron un arete de fantasía. El expediente 716D01 fue reabierto. Al comparar los objetos con la última foto de la pareja, no hubo dudas. Eran ellos.

El informe forense fue devastador en su simpleza: no había señales de violencia. La muerte ocurrió por hipotermia y deshidratación. La cueva que usaron como refugio se convirtió en su tumba. Y el reloj, esa pieza central en la memoria de la familia, estaba detenido a las 10:42, la hora aproximada en que se aventuraron hacia lo desconocido.

La noticia llegó a Hidalgo por teléfono. “Encontramos restos óseos… las pertenencias coinciden… Creemos que son Francisco y Eliane”. La madre de Eliane no gritó. Solo susurró, con la voz rota: “Vio la ciudad desde el cielo… Entonces, cumplió. Ahora puede descansar”.

Los cuerpos no pudieron ser trasladados, pero sus pertenencias sí. La familia recibió una pequeña caja de cartón. Dentro, el reloj de Francisco, con las manecillas congeladas en el tiempo; el humilde arete de Eliane; y una pulsera de hilo que su madre reconoció. No hubo funeral, pero en su casa montaron un pequeño altar. Sobre un mantel blanco, colocaron la foto ampliada, con el reloj en el centro. Esos objetos se convirtieron en los restos que nunca pudieron sepultar.

La dueña de la pensión viajó a Hidalgo para entregar el bolso que guardó por cuatro años. Dentro, junto al cepillo y el labial, encontraron una nota de Eliane: “No olvidar. Ajusco 10 am, ropa abrigadora, llevar tortas”. Era un eco de un sueño que terminó en pesadilla.

La historia de Francisco y Eliane nunca fue portada de periódicos. Pero en su pueblo, su memoria echó raíces en pequeños gestos: un mural escolar, un blog sobre desaparecidos, un banco de madera tallado por su hermano. Su ausencia, ignorada por la gran ciudad, se hizo presente en el amor de quienes se negaron a olvidarlos. Su tragedia, nacida de un sueño y sellada por un mapa, se convirtió en una dolorosa lección sobre la fragilidad de la vida y la fuerza de la memoria.

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