—¡Yo lo voy a defender! —gritó una voz inesperada en la sala.
I. El Golpe Seco
El silencio se partió. No fue un cristal, sino algo más sólido, más final: el corazón de la justicia. La abogada de la defensa, una mujer de rostro cincelado por la desconfianza y la victoria, se congeló con la pluma a medio camino de la firma. Alicia Steiner no conocía la derrota, solo los acuerdos beneficiosos. Su cliente, en la mesa, era un fantasma de cuello bajo y manos esposadas, un exejecutivo bancario desmantelado por la avaricia.
La voz venía de la tercera fila. Era suave, pero contenía la resonancia fría del acero al chocar.
Alicia giró el cuello, un movimiento lento, casi depredador. En el pasillo central, bajo la luz mortecina del juzgado, estaba Elías Nochebuena.
Llevaba tres años sin verlo. Tres años desde la última llamada, la última explosión de cristales, el último y brutal adiós que ella había disfrazado de liberación. Elías, su antiguo socio, su mentor, el hombre que le enseñó a ser invencible, estaba allí. Estaba despeinado. Llevaba una chaqueta gastada, no el traje de tres piezas que lo había hecho famoso. Sus ojos, sin embargo, seguían siendo pozos negros y profundos de inteligencia peligrosa.
—¿Disculpa? —La jueza, una mole de hastío y toga, golpeó el mazo. Toc. Toc. Toc.
Elías dio un paso al frente. El aire se hizo denso. De repente, la sala ya no era un tribunal, sino una jaula de duelo.
—Su Señoría —dijo Elías, su voz ahora controlada, casi un susurro en el micrófono—, mi nombre es Elías Nochebuena. Fui el socio principal de la Sra. Steiner y, hasta hace tres años, el hombre que la enseñó todo. Vengo a defender a este hombre, el Sr. Guillermo Ríos, pero no bajo los términos de la Sra. Steiner.
Alicia Steiner cerró los ojos un instante. La presión de las cejas le dolía. Poder. Ella siempre tuvo el control. Ahora, él se lo arrancaba como un vendaje viejo.
—Esto es un acuerdo de culpabilidad, Sr. Nochebuena —espetó Alicia, su voz baja y cargada de veneno—. Ya está sellado. Su cliente acepta los cargos y reduce su pena. Es la mejor salida.
Elías la miró. Fue la mirada más dura que ella había recibido en su vida, incluso peor que el día en que la dejó. No había odio. Había lástima.
—La mejor salida es para usted, Alicia. Para que cierre el caso y mantenga su récord inmaculado. Él pagaría por su comodidad.
Ríos, el cliente, levantó la cabeza. Sus ojos eran los de un animal atrapado. Alicia había prometido un trato. Elías prometía una guerra.
II. El Contrato de Sangre
La jueza declaró un receso de diez minutos. Alicia arrastró a Elías fuera, a la estrecha antesala. El ambiente olía a polvo, café frío y traición.
—¿Qué estás haciendo aquí, Elías? —Alicia no preguntó. Ella exigió. Su postura era rígida, un muro de seda y furia.
Él se recostó contra la pared. Se veía agotado, pero peligroso.
—Vine a recoger los pedazos que dejaste tirados, Alicia. O los que dejé yo, en su momento. La verdad, ya no distingo.
—Yo no dejé pedazos. Yo construí mi imperio. Y tú eres un recuerdo, Elías. Uno costoso.
Él sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos.
—Este hombre, Ríos, es inocente de los cargos principales. Es culpable de ser estúpido, de confiar en el gerente. Pero tú lo estás vendiendo a cinco años. Es demasiado precio por tu silencio.
Alicia sintió un pinchazo frío en el estómago. Silencio. ¿Cómo sabía él?
—No sé de qué hablas. He revisado todas las cuentas. El rastro de dinero llega a él.
—El rastro de dinero llega a la cuenta de su esposa enferma, Alicia. Para pagar un trasplante. El desvío principal lo hizo el vicepresidente, al que tú defendiste el año pasado en un caso de fraude menor. ¿Lo recuerdas? Elías se acercó, el aliento caliente en la oreja de ella. —El que ahora te pasa clientes.
El corazón de Alicia dio un vuelco. No podía ser. La verdad se retorció en su mente. Ella había dejado de buscar cuando el rastro se hizo complicado. No por malicia, sino por prisa. Y por mantener una alianza con gente poderosa. Poder vs. Justicia. El eterno dilema, y ella siempre elegía el poder.
—Me equivoqué —susurró Alicia, sintiendo el gusto amargo del miedo.
—No te equivocaste, Alicia. Dejaste de luchar. Te volviste una mercenaria. Me duele ver en qué te convertiste. Tú, que querías cambiar el mundo.
Ella levantó la barbilla. Dolor. Era una armadura.
—Tú me hiciste así, Elías. Cuando te fuiste, me dejaste sin red de seguridad. Tuve que ser más dura, más despiadada. La inocencia era una carga que no podía costear.
Elías cerró los ojos. Un recuerdo fugaz: una noche de lluvia, dos cuerpos jóvenes en una oficina, jurándose que nunca serían como “ellos”.
—El precio es ahora tu alma. Yo pagaré la fianza, Alicia. Pero tú me pagarás la verdad. Si me dejas defender a Ríos, le daremos la vuelta. Pero tendrás que testificar contra tu antiguo cliente.
Alicia retrocedió. La oferta era un abismo. Traicionar a sus aliados significaba perder todo lo que había construido: el dinero, el respeto, el miedo que inspiraba. Pero defender a Ríos significaba recuperar algo que había perdido hacía tres años. Su fe.
—Me anularás.
—Te redimirás.
III. El Último Movimiento
Diez minutos después, regresaron a la sala. Alicia se detuvo junto a la mesa. La jueza y el fiscal esperaban, impacientes. Ríos, el cliente, miraba a Elías con una desesperación silenciosa.
Elías tomó una silla. Puso un maletín sobre la mesa.
—Su Señoría, la defensa solicita anular el acuerdo de culpabilidad. El Sr. Guillermo Ríos se declara no culpable de los cargos de malversación principal.
Un murmullo recorrió la sala. El fiscal, un hombre gordo y confiado, se puso de pie, furioso.
—¡Protesto, Su Señoría! ¡Esto es una maniobra dilatoria y un insulto! ¡La propia abogada de la defensa ha certificado el acuerdo!
Todas las miradas se posaron en Alicia. Ella sintió el peso de los cien pares de ojos. Elías no la miraba. Estaba concentrado, listo para el combate.
Acción. Alicia tenía que elegir. Su vida o su principio.
Ella se puso de pie, su traje negro tan afilado como su decisión. Puso ambas manos en la mesa, apretando la madera.
—Su Señoría —su voz era clara, firme. Más fuerte de lo que había sido en años—. La abogada Steiner se excusa del caso por conflicto de intereses. He cometido un error grave. He priorizado un acuerdo favorable sobre la búsqueda exhaustiva de la verdad.
Ella miró al fiscal.
—Y no solo eso. El Sr. Nochebuena tiene razón. El verdadero responsable es el Sr. Ricardo Vélez, un antiguo cliente que me facilitó este caso para encubrir su propia culpabilidad. La evidencia es la cuenta secreta que él abrió a nombre de su madre y de donde salieron los fondos. Yo tengo acceso a esa cuenta.
Elías, por primera vez, levantó la vista. Sus ojos brillaron. Una chispa de orgullo, una chispa de… Algo.
El fiscal palideció. El nombre de Vélez era sinónimo de poder intocable.
—¡Abogada Steiner! ¡Esto es una acusación sin pruebas!
Alicia sonrió. Una sonrisa lenta, amarga, pero real. Sacó su teléfono y lo puso frente a la jueza.
—La prueba, Su Señoría, es un registro cifrado que mantuve para mí. Un contrato de cliente firmado con Vélez que demuestra el quid pro quo para encubrir la estafa. Lo he enviado a la Fiscalía.
Elías se inclinó hacia ella. Su voz era un suspiro que solo ella pudo escuchar.
—Lo sabías. Siempre lo supiste, ¿verdad?
Ella asintió, su garganta apretada por la emoción contenida.
—Lo enterré. Por el poder. Pero hoy… hoy lo desentierro.
La jueza golpeó el mazo con una fuerza que hizo vibrar el aire. ¡BAM!
—Se anula el acuerdo de culpabilidad. Se aplaza la audiencia por cuarenta y ocho horas. Fiscal, debe investigar inmediatamente la acusación de la Sra. Steiner. Y Sra. Steiner, prepárese. Se ha convertido en testigo clave.
IV. El Silencio Compartido
En el pasillo, minutos después, el caos se había calmado. La vida de Alicia acababa de explotar. Pero se sentía extrañamente ligera.
Elías la alcanzó cerca del ascensor.
—Perderás todo, Alicia. Tu firma, tu estatus, tus clientes.
—Lo sé —dijo ella, mirando su reflejo en el metal del ascensor. Parecía una extraña. Una versión más joven y más honesta de sí misma.
—¿Por qué lo hiciste? Pudiste haberme dejado gritar en la sala. Podrías haberlo negado.
Ella se giró para mirarlo. Se pararon tan cerca que podían sentir el calor residual de su antigua intimidad, ahora transformada en respeto.
—Porque la última vez que te vi, te dije que te superaría. Que sería la abogada más temida de la ciudad. Lo logré, Elías. Fui temida. Pero no me gustaba quien me miraba en el espejo.
Ella levantó la mano y tocó la solapa gastada de su chaqueta, un gesto tierno, involuntario.
—Tú me enseñaste que la ley es un arma, Elías. Yo la usé para matar mi conciencia. Hoy… hoy la he usado para salvarla.
Una lágrima solitaria corrió por su mejilla, un rastro caliente en el frío rostro de la abogada de hierro.
Elías no se acercó. No la abrazó. Solo se quedaron allí, en el umbral de su antigua vida y de un futuro incierto, con la única certeza de la verdad recién desenterrada.
—¿Y ahora qué harás, Alicia? —preguntó Elías.
Ella aspiró profundamente el aire polvoriento.
—Defender a Ríos. Contigo. En contra de todos. Empezar de cero. Luchar.
Ella se mordió el labio.
—¿Me ayudarás? —su voz era pequeña, insegura, como lo fue al principio de su carrera.
Él la miró de nuevo. La lástima se había ido, reemplazada por un brillo de batalla, el que ella recordaba.
—Siempre. Elías Nochebuena siempre defiende a la gente que lucha por lo correcto. Bienvenida de nuevo, Alicia.
El ascensor se abrió. Ambos entraron. Las puertas se cerraron, dejando atrás el ruido del tribunal, abriendo un silencio compartido, un silencio lleno de dolor sanado y poder recién encontrado.
Redención. El camino era largo, pero al fin, caminaba en la dirección correcta.