La canasta que resolvió un misterio de 11 años: El trágico destino de Esperanza Morales

El sol de octubre apenas comenzaba a asomarse sobre las montañas de la Sierra Norte de Oaxaca. El canto de los gallos, el aroma a tierra húmeda y la tranquilidad matutina eran los únicos testigos del inicio de una jornada que, para Esperanza Morales, se había convertido en un ritual sagrado. Cada sábado, a sus 42 años, se levantaba antes del amanecer, preparaba café de olla para ella y su hija, Paloma, y organizaba sus productos para el mercado de la ciudad. Lo que no sabía es que esa mañana, su rutina, su vida y la historia de su familia cambiarían para siempre.

Esperanza era una mujer de manos curtidas por el trabajo, de mirada noble y una sonrisa que se iluminaba al hablar de sus hijos. Con la muerte de su esposo, Aurelio, cinco años atrás, se había convertido en el pilar de su hogar, ubicado en San Juan Yae, una comunidad zapoteca a dos horas de la capital oaxaqueña. Su hijo mayor, Rodrigo, había emigrado a Estados Unidos, dejando a Esperanza y a Paloma solas, pero unidas en el esfuerzo por salir adelante. Su sustento dependía de la venta de quelites, chiles, hierbas medicinales y queso fresco que cultivaba o elaboraba en casa. El mercado de los sábados era su única ventana al mundo exterior, el único lugar donde podía intercambiar sus productos por dinero para comprar lo que la tierra no les daba.

Esa mañana en particular, Paloma, de 16 años, le preguntó si podía acompañarla. Le encantaba la ciudad, pero Esperanza, consciente de los escasos recursos, le pidió que se quedara a cuidar la casa, prometiéndole que, si las ventas eran buenas, la llevaría la próxima semana. Con su mejor huipil, una trenza adornada y su inseparable rebozo azul, Esperanza tomó la canasta que había tejido su suegra, un objeto tan familiar que ya era parte de ella. La canasta tenía un diseño peculiar en la base, un tejido en forma de estrella, un detalle que la hacía única y que, sin saberlo, se convertiría en la pieza clave de un enigma de más de una década.

Cargando la canasta con sus productos, Esperanza caminó hacia la carretera, donde la esperaba el autobús que la llevaría a Oaxaca. El chófer, conocido como “El Chato”, saludó a sus pasajeros habituales: Don Cecilio con sus nopales, Doña Carmen con sus hierbas y el joven Esteban con sus flores. Mientras el camión serpenteaba por las curvas que descendían hacia la ciudad, Esperanza se perdió en el paisaje, sin imaginar que estaba recorriendo el camino por última vez.

El mercado Benito Juárez, en el corazón de Oaxaca, era un hervidero de vida. Cientos de personas circulaban entre los pasillos, los aromas se mezclaban y el bullicio era una melodía constante. Esperanza acomodó sus productos en su puesto, cerca de la entrada principal, un lugar estratégico para atraer a los compradores. La mañana transcurrió con normalidad. Vendió varios manojos de quelites y explicó a una señora de la ciudad cómo preparar hierba santa para problemas digestivos. Todo iba bien, demasiado bien, para un día que estaba a punto de convertirse en una pesadilla.

Cerca del mediodía, Esperanza decidió hacer una pausa para comprar despensa. Dejó su canasta con los productos restantes a cargo de Doña Refugio, una vendedora de flores que tenía su puesto al lado. Mientras caminaba por el mercado, se detuvo para comprar un agua fresca y se percató de la presencia de un hombre joven, de unos 30 años, vestido de forma inusual para el lugar, que parecía observarla. Cuando sus miradas se cruzaron, el hombre desvió la vista y se perdió entre la multitud. Esperanza sintió un leve escalofrío, pero lo atribuyó a una simple curiosidad.

Al regresar, Doña Refugio le comentó que un señor joven y bien vestido había preguntado por ella. “No se veía de por aquí. Preguntó específicamente por la señora de San Juan Yae que vende hierbas”, le dijo. Esperanza volvió a sentir esa inquietud, pero la descartó. Sin embargo, ese hombre se convirtió en un fantasma, una sombra que la siguió durante el resto del día. Lo que nadie sabía es que ese extraño era el punto de partida de la tragedia.

A las 4 de la tarde, después de vender casi todos sus productos, Esperanza recogió sus cosas, se despidió de Doña Refugio y se dirigió a la terminal de autobuses. Llevaba su canasta ahora mucho más ligera, con la esperanza de regresar a casa antes del anochecer. Pero, Esperanza Morales nunca llegó a la terminal. No subió al autobús de las 5 de la tarde que la llevaría de vuelta a San Juan Yae. Se esfumó en las calles de Oaxaca, sin dejar rastro alguno. El asiento que ocupaba en el autobús permaneció vacío, mientras en su casa, Paloma la esperaba ansiosa, sin saber que su madre se había convertido en una desaparecida más en las estadísticas de un país lleno de ellas.

La primera noche sin Esperanza fue la más larga en la vida de Paloma. A las 5 de la mañana, sin poder más con la incertidumbre, acudió a su padrino, Don Ezequiel Hernández, la autoridad comunitaria de San Juan Yae. Don Ezequiel era un hombre sabio, que conocía a Esperanza desde niña y que consideraba a Paloma como su nieta. Con la voz quebrada, Paloma le contó todo lo sucedido. La noticia se extendió como pólvora por toda la comunidad. En una reunión de emergencia en la plaza principal, la gente se organizó para buscar a Esperanza.

Don Cecilio regresó al mercado de Oaxaca para preguntar por ella. Doña Carmen contactó a sus conocidos en la ciudad y los hombres más jóvenes del pueblo se organizaron en brigadas para recorrer la carretera y los caminos de la sierra. El dolor de uno se había convertido en el dolor de todos. Rodrigo, el hijo mayor de Esperanza, recibió la noticia en Estados Unidos. Sin dinero ni documentos, hizo lo imposible para regresar a México, desesperado por ayudar a su hermana en la búsqueda de su madre. La casa de adobe de Esperanza se convirtió en un santuario del dolor.

A pesar de los esfuerzos incansables de la comunidad y de la familia, no encontraron ninguna pista. La canasta de mimbre, que siempre la acompañaba, había desaparecido con ella, lo que les hizo pensar en un secuestro. Las autoridades de la ciudad, por su parte, demostraron poco interés en el caso. Para ellos, Esperanza era una mujer indígena más de las que desaparecían con frecuencia en un estado con altos índices de violencia contra las mujeres. La investigación se archivó rápidamente y la familia de Esperanza se quedó sin respuestas.

Pasaron los meses, los años. Rodrigo y Paloma no se rindieron. Vendieron sus pocas pertenencias para financiar las búsquedas, pero cada viaje a la morgue para identificar cuerpos de mujeres sin vida era un calvario que terminaba con la misma conclusión: “No es ella”. Con el tiempo, la esperanza se fue convirtiendo en resignación. Algunos vecinos comenzaron a susurrar teorías sobre la posibilidad de que Esperanza se hubiera ido con un hombre, algo que quienes la conocían bien, sabían que era una especulación cruel y absurda. Esperanza era una mujer devota, dedicada a sus hijos y a su comunidad. Jamás los habría abandonado sin una explicación.

El primer año fue un año de falsas esperanzas. Cada llamada, cada noticia de un cuerpo encontrado, era una mezcla de terror y anhelo. Con el tiempo, la incertidumbre comenzó a pesar más que la misma muerte. Rodrigo, al no encontrar respuestas, decidió regresar a Estados Unidos, dejando a Paloma al cuidado de Don Ezequiel y la comunidad, que la adoptaron como su propia hija. Los años se acumularon. Paloma creció, se casó y tuvo hijos. La canasta de mimbre se convirtió en el único recuerdo que tenía de su madre, un objeto que le recordaba la esperanza que había perdido.

11 años después de su desaparición, en una casa abandonada en una zona remota de la ciudad, un grupo de obreros que demolían una antigua vivienda se topó con un hallazgo inesperado. Entre los escombros, en una habitación tapiada, encontraron una canasta de mimbre, cubierta de polvo y telarañas. Era la canasta de Esperanza, con el tejido de estrella en la base. Su contenido estaba intacto: los chiles, los quelites y el queso fresco envueltos en hojas de plátano. El tiempo se había detenido dentro de la canasta.

Las autoridades reabrieron el caso. La casa donde se encontró la canasta pertenecía a un exfuncionario público, el mismo hombre que había sido visto merodeando cerca del puesto de Esperanza en el mercado el día de su desaparición. El hombre fue detenido y, después de intensos interrogatorios, confesó lo que había pasado. Esperanza se había negado a venderle su canasta, que él deseaba por su belleza. En un arrebato de ira, la obligó a subir a su taxi y la llevó a su casa, donde la asesinó y la enterró en el patio trasero. La canasta la había guardado como un trofeo, sin saber que algún día sería la clave para resolver el misterio.

El cuerpo de Esperanza Morales fue encontrado en el patio trasero de la casa del exfuncionario, donde había permanecido oculto durante 11 años. Finalmente, después de más de una década de incertidumbre, la familia de Esperanza tuvo las respuestas que buscaban. La verdad, como los chiles bravos que vendía, había tardado en llegar, pero lo había hecho con la fuerza suficiente para acabar con el silencio. La canasta de mimbre, que había sido testigo de su vida y de su trabajo, se convirtió en el objeto que, 11 años después de su desaparición, le dio a su familia el descanso que tanto necesitaban. La justicia, finalmente, le había hecho honor a su nombre.

 

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