La aterradora desaparición en Chiapas: La diadema roja y el collar torcido ¿Advertencia o señal de supervivencia?

El Vacío Helado de Ocosingo y la Sombra de la Sierra Madre

 

Diciembre de 1997. En el corazón frío y neblinoso de Chiapas, México, en el pequeño municipio de Ocosingo, donde la vida transcurría al ritmo pausado de la selva y las montañas, una pesadilla se instaló. Aquella mañana, una niña de solo 9 años, llamada Luciana Gular, salió de su casa para ir a la escuela, como todos los días. A su lado, Negro, su leal dóberman negro, musculoso e imponente, sujeto por una correa de cuero.

Luciana vestía una camiseta clara con un estampado de dibujos, pantalones vaqueros anchos y una diadema roja que su madre, Ángela, había cosido a mano. El trayecto, de unos 6 km, era rutinario: el camino de terracería que la llevaba al punto de encuentro del autobús escolar. Pero ese 3 de diciembre, un miércoles, el autobús continuó sin ella.

La niña, a quien todos en la comunidad describían como dulce pero llena de coraje, se desvaneció en el tramo entre la finca de sus padres, aislada entre dos colinas cubiertas de densa maleza, y la parada del autobús. Un niño, Valdir, de 11 años, fue el último en verla, doblando una curva a lo lejos, antes de distraerse y darse cuenta de que ella simplemente se había evaporado.

La alarma se encendió cuando Ángela, la madre, notó el retraso y no pudo comunicarse con la escuela. El padre, Antonio, abandonó su trabajo en el aserradero y corrió a casa. A partir de la una de la tarde, el pueblo se paralizó. Vecinos, maestros, funcionarios municipales y hasta el párroco se unieron en una búsqueda frenética. Revisaron el camino, inspeccionaron el viejo molino abandonado, y cuadrillas con machetes y linternas peinaron los senderos alrededor de la Hacienda Irapuá, cerca de la base de la Sierra Madre. Se trajeron perros rastreadores desde Tuxtla Gutiérrez. Por primera vez, un helicóptero oficial surcó el cielo de la sierra.

El resultado fue cero. Ni un rastro, ni un trozo de tela, ni el ladrido del dóberman. La desaparición de una niña acompañada de un perro entrenado era, en la lógica silenciosa de la sierra, un absurdo. Surgieron y murieron rumores: la camioneta oscura, la mochila de un cazador, la sospecha de un ataque de animal salvaje que no cuadraba con el silencio total de la desaparición. Negro, el dóberman, era conocido por su valentía, y era improbable que hubiera sido sometido o muerto sin dejar rastro de lucha.

Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses. El caso se enfrió. La prensa local, como El Heraldo de Chiapas, hizo alguna que otra nota, pero sin novedades, el misterio cayó en el olvido mediático, clasificado por la Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE) como “desaparición sin indicios de delito”. Para los padres, el dolor era la única verdad. Antonio se aisló, dejó su trabajo y comenzó a vagar por los senderos de la sierra con un machete y una radio, a la espera de una señal. Ángela se ensimismó, dejó de vender pan, pero se aferró a una certeza obstinada: “Si estuviera muerta, yo lo sabría”. El vacío era total.

 

El Hallazgo que Reabrió el Abismo

 

Tres años después, en una mañana nublada de noviembre del año 2000, el silencio de la selva fue brutalmente interrumpido. Un grupo de investigadores de la UNACH (Universidad Autónoma de Chiapas) subía la ladera de la Mata del Panelón, un área de selva virgen, en una misión botánica. Fue el joven Leandro, de 27 años, quien notó la tierra removida entre las raíces de una higuera centenaria.

Al excavar, desenterró dos objetos cubiertos de tierra y parcialmente podridos: una diadema infantil roja y un collar de perro con la hebilla retorcida. Uno de los investigadores, que creció en la región, reconoció el eco de la historia que aterrorizó a la sierra en 1997: la niña de la diadema roja y el perro valiente.

Los objetos fueron llevados al Comandante Ismael Dourado, un veterano que participó en las búsquedas originales. Al verlos sobre el escritorio, el comandante guardó silencio. El collar en descomposición, pero con la hebilla forzada y retorcida; la diadema, mejor conservada, con las pequeñas piedras y la tela que coincidían perfectamente con la descripción de Ángela Gular.

“Es de ella. Yo hice esta diadema”, murmuró la madre en un llanto seco y desesperado, confirmando la evidencia.

La policía reabrió el caso. Pero el reconocimiento del área trajo una verdad más perturbadora que la simple confirmación de la muerte. El lugar del hallazgo, dentro de la Mata del Panelón, era de acceso casi infranqueable, prácticamente inaccesible para una niña sola. Es decir, alguien llevó a Luciana hasta allí.

El peritaje confirmó lo que parecía imposible: los objetos no habían estado allí desde 1997. Habían sido enterrados como máximo dos años antes. Alguien los había dejado allí, a propósito, mucho después de la desaparición. No era una tumba, era una señal.

La hipótesis de ataque animal fue totalmente descartada. La hebilla retorcida indicaba fuerza, no un corte limpio. La desaparición sin rastro era, en realidad, un encubrimiento. Las tres hipótesis planteadas por la investigación eran desoladoras: secuestro con los objetos dejados como señal; muerte accidental en otro lugar, con el entierro de los artículos para despistar; o un tercero involucrado escondiéndolos por culpa o miedo. Ninguna era reconfortante.

 

El Rastro de Migas de Pan y la Voz Silenciosa

 

El caso regresó a los periódicos. La familia Gular se desintegró en el dolor renovado. Antonio se aisló y se sumergió en la rabia. Ángela, en una esperanza febril, volvió a esperar en la reja. “Si dejaron la diadema, es porque todavía está por aquí”, repetía.

Mientras Ocosingo se sumía en la incertidumbre, el Comandante Dourado revisó la investigación original de 1997 y encontró una pieza olvidada: la ficha de un camionero de Veracruz, visto estacionado cerca de la Hacienda Irapuá el mes anterior a la desaparición. El hombre, que había desaparecido poco después del caso, nunca fue investigado a fondo. La búsqueda de su paradero comenzó, encendiendo una luz tenue.

En medio de todo esto, el Párroco del pueblo reveló un detalle que se había omitido: dos semanas antes de desaparecer, Luciana tenía miedo. “Dijo que vio a una persona extraña en la maleza cerca de la casa.” La niña estaba siendo observada.

Con la ayuda del sargento retirado Aluísio Neri, un experto en senderos, la investigación se centró en las áreas de difícil acceso. Se encontró la cabaña abandonada de un ermitaño, con latas de comida, restos de velas derretidas y una manta de patrón militar. Alguien había vivido allí y se había marchado a toda prisa, y las velas eran de una empresa local, lo que indicaba que el ocupante era de la región.

La tensión alcanzó su punto máximo cuando, casi tres años exactos después de la desaparición, el 2 de diciembre de 2000, un botón infantil azul con estampado de osito fue dejado en la puerta de la casa de los Gular, envuelto en periódico. El objeto, que la PGJE pronto confirmó que formaba parte de la misma tela azul encontrada cerca del sendero, era una provocación. Alguien estaba observando todo, y estaba cerca.

 

57 Marcas de Supervivencia

 

La clave del misterio, sin embargo, provino de un testigo que tardó en hablar y de un descubrimiento de Neri. Doña Herminia, una señora de casi 80 años, relató haber visto, semanas después de la desaparición, una figura pequeña y encorvada, acompañada por un perro oscuro, arrastrando la correa, caminando en dirección a la Bajada del Baúl. Escuchó la voz de una niña, llamando bajo, como quien no quiere ser escuchado. No un grito, sino una llamada. Por primera vez, había el relato de un testigo de que Luciana estaba viva después del día de la desaparición.

La información coincidió con el hallazgo más impactante. Neri, siguiendo la lógica de los senderos de cazadores, encontró un refugio antiguo cerca de la Bajada del Baúl. En su interior, en la pared, había 57 marcas hechas con carbón, agrupadas de cinco en cinco. Casi dos meses de conteo de días.

La posibilidad era real: Luciana había sobrevivido durante semanas, sola o con alguien, en un escondite en la selva.

El descubrimiento fue seguido por un sueño de la madre, Ángela, que la hizo remover el cuarto intacto de su hija. Encontró un cuaderno viejo, y en la última página, una frase garabateada con urgencia: “Si me quedo quieta, él no escucha.” La caligrafía, probablemente de Luciana, escrita bajo presión y miedo, confirmó el escenario. Lo que era un extravío se convirtió en un rastro de supervivencia.

 

El Secreto del Aserradero y la Llamada Anónima

 

Una llamada anónima, hecha desde un teléfono público en San Cristóbal de las Casas, regresó la telaraña al punto de partida, pero con un nombre adicional: “Ella no murió ese día. El hombre de la camioneta lo sabía. Pregunte por Antonio.”

El Comandante Ismael relacionó el nombre con Antonio Claudio da Silveira, un trabajador rural que vivió en la zona en 1997 y le gustaba caminar solo por la maleza. Desapareció al mismo tiempo. La búsqueda de él comenzó, mientras un voluntario de las búsquedas de 1997, Rafael Teixeira, reveló que había encontrado unos pantalones vaqueros infantiles doblados en una cerca de alambre de púas, que fueron misteriosamente retirados por un coordinador. Alguien estaba borrando pruebas en ese momento.

La fuerza de tarea informal montada por Ismael Dourado con Neri y agentes experimentados cruzó todos los datos y llegó a una conclusión aterradora. El secreto de la sierra no era solo un crimen contra Luciana; era un crimen encubierto.

El cruce de información reveló que, en el verano de 1997, pocos días antes de la desaparición de Luciana, hubo una denuncia anónima sobre extracción ilegal de madera en un área protegida, exactamente entre el sendero de la higuera y la Bajada del Baúl. La denuncia había sido hecha por un empleado subcontratado de un aserradero.

El caso de Luciana Gular, la niña de la diadema roja y el dóberman Negro, dejó de ser un misterio de la niebla para convertirse en la sombra de un crimen mayor, un ajuste de cuentas que utilizó a una niña como testigo inocente y su desaparición como cortina de humo. La diadema enterrada no era un adiós; era un punto final que alguien puso para silenciar una verdad mucho mayor. La búsqueda de la niña que resistió y del camionero fugitivo continúa, mientras el nombre de Antonio, y la denuncia de extracción ilegal, se convirtieron en la pieza clave final de un rompecabezas de terror en la sierra de Chiapas. La ciudad, ahora, espera no solo por Luciana, sino por el día en que el miedo finalmente tendrá un rostro.

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