
En las montañas del norte de Chiapas, donde la neblina se aferra a los pinos y el silencio solo se rompe por el canto de los pájaros, la vida de Tomás Gómez López transcurría con la misma cadencia de la naturaleza que lo rodeaba. A sus 42 años, su rostro curtido por el sol y sus manos callosas eran el testimonio de una vida dedicada al campo. Tomás no era un hombre de riquezas, pero sí de certezas. Vivía en San Cristóbal de las Montañas, un poblado de apenas 300 almas colgado de las laderas, en una casa de madera y lámina que compartía con su esposa, Juana, y sus tres hijos: Miguel, de 16; Rosa, de 12; y el pequeño Carlitos, de siete.
Tomás era apicultor. Su orgullo era una docena de colmenas escondidas en un claro del bosque, a tres kilómetros de su hogar. De ellas extraía una miel oscura y espesa, con el sabor de las flores silvestres y el eucalipto de la sierra. Era una miel codiciada, pero su verdadero valor lo encontraba en el mercado de Bochil, un pueblo más grande a unos 40 kilómetros de distancia.
El viaje era un ritual. Cada dos o tres semanas, Tomás cargaba su mochila con frascos de vidrio, se calaba su inseparable sombrero de palma, gastado por más de quince años de uso, y emprendía la caminata. Dos horas de senderos estrechos y resbaladizos hasta la carretera principal, donde esperaba pacientemente a que algún camión lo acercara a su destino. Los conductores lo conocían; era un hombre de palabra.
La mañana del 12 de marzo de 2014 amaneció clara y fresca. Tomás se calzó sus botas de hule mientras Juana preparaba el desayuno. Doce frascos listos para la venta. Dinero necesario para arroz, azúcar, jabón y quizás, algo de ropa para los niños.
“Ya te vas, viejo”, le dijo Juana desde el comal.
“Sí, mujer. Quiero llegar temprano”, respondió él.
“Ten cuidado. Dicen que hay ladrones en la carretera”.
Tomás sonrió con esa tranquilidad que lo caracterizaba. “Siempre dices lo mismo, Juana. Llevo años haciendo este camino. No me va a pasar nada”.
Se despidió de sus hijos, se ajustó el sombrero y salió. El sol apenas despuntaba. Nadie en San Cristóbal de las Montañas volvió a verlo.
Ese día, Tomás Gómez López desapareció.
Juana esperó. La tarde dio paso a la noche, y la ausencia de Tomás se convirtió en un peso frío en el pecho de su esposa. Al amanecer, la preocupación se había transformado en pánico. Acudió a Don Raúl, un vecino con una camioneta. “Tomás no ha vuelto. Él siempre avisa. Algo pasó”.
Un grupo de seis hombres del pueblo rastreó el camino que Tomás tomaba hacia la carretera. Revisaron cada metro, cada barranco, cada matorral. No encontraron nada. Ni una huella, ni una mancha de sangre, ni un frasco roto. El sendero estaba intacto, como si Tomás se hubiera desvanecido en el aire. En la carretera, los transportistas tampoco lo habían visto. Esteban, un chófer que pasaba a diario, aseguró no haber visto a nadie esperando a las 8 de la mañana, la hora habitual en que Tomás debía estar allí.
La búsqueda se extendió durante días. Familia, amigos, vecinos. Peinaron el bosque, gritaron su nombre hasta quedarse afónicos. Preguntaron en Bochil, en hospitales, en clínicas. Nada.
Desesperada, Juana acudió a la policía municipal de Bochil. Llenó un reporte, describió su ropa: pantalón de mezclilla, camisa a cuadros azul y blanca, botas de hule y su sombrero de palma. El oficial que la atendió fue amable, pero su tono destilaba una realidad que Juana no quería aceptar.
“Señora, vamos a hacer lo posible, pero tiene que entender que aquí la gente desaparece por muchas razones. Algunos se van por su cuenta, otros tienen deudas…”
“Mi esposo no tiene deudas”, interrumpió Juana, con la voz rota. “Es un hombre trabajador, un hombre de bien”.
El oficial asintió y prometió investigar. Pero las semanas se convirtieron en meses. No hubo llamadas. No hubo pistas. No hubo un cuerpo. Tomás Gómez López se había esfumado, dejando un vacío que devoró la tranquilidad de la pequeña comunidad.
La desaparición de un pilar de la comunidad como Tomás no es solo una ausencia; es una herida abierta. En San Cristóbal de las Montañas, la vida se detuvo. Los hombres abandonaron sus labores para unirse a las búsquedas; las mujeres cocinaban para los grupos de rastreo. Miguel, con solo 16 años, tuvo que dejar la escuela y convertirse en el hombre de la casa. Sus ojos perdieron el brillo juvenil y se cargaron de una responsabilidad prematura.
Juana se consumía. Las noches eran un tormento. Cada crujido del piso era una esperanza que moría al instante. “¿Mamá, ‘pá va a volver?”, le preguntó Carlitos una noche, con los ojos anegados en lágrimas. Juana lo abrazó, incapaz de responder. ¿Qué se le dice a un hijo cuando no hay respuestas?
Las teorías florecieron en el terreno fértil de la incertidumbre. Algunos decían que lo habían asaltado en el camino, robado su miel y arrojado su cuerpo a un barranco. Otros susurraban algo más oscuro: el crimen organizado. En Chiapas, los grupos criminales eran una sombra constante, y a veces la gente desaparecía solo por estar en el lugar equivocado.
Don Raúl, aferrándose a la lógica, insistía en un accidente. “Esos montes son traicioneros, Juana. Tal vez resbaló, cayó a una cueva, a una grieta donde no hemos buscado”. Pero Juana sabía que Tomás conocía ese camino como la palma de su mano. La teoría más dolorosa, la que sugería que se había ido por voluntad propia, era insostenible. Tomás adoraba a su familia.
El caso atrajo a un periodista de Tuxtla Gutiérrez, Fernando Ruiz. Su reportaje, “Campesino desaparece en Chiapas”, generó algo de atención, pero no la suficiente para movilizar a las autoridades. Para ellas, Tomás era solo un número más en una lista interminable.
Sin embargo, el artículo tuvo un efecto inesperado. Una mujer de Bochil, Lucía Morales, dueña de una tienda en el mercado, contactó a Juana.
“Señora Juana, leí sobre su esposo”, dijo Lucía por teléfono, con voz nerviosa. “Yo quiero que sepa que Tomás sí llegó a Bochil ese día”.
El corazón de Juana se detuvo. “¿Estás segura?”
“Sí, señora. Lo vi. Llegó como a las 10 de la mañana. Vendió algunos frascos. Yo misma le compré dos. Hablamos un rato. Estaba bien. Después de vender, lo vi caminando hacia la salida del mercado. Pensé que iba a tomar un camión de regreso”.
Esta revelación cambiaba todo. Tomás no desapareció en el sendero de su pueblo. Desapareció después de llegar a Bochil. Juana llevó la información a la policía, pero la respuesta fue desalentadora. El Capitán Morales, a cargo del caso, fue tajante.
“Señora, si llegó a Bochil y luego desapareció, pudo haber pasado muchas cosas. Pudo haber sido asaltado en el camino de regreso. Pudo haber decidido no regresar”.
“¡Mi esposo no haría eso!”, gritó Juana.
“Entiendo su dolor, señora, pero sin un cuerpo, sin testigos, sin evidencia, no hay mucho que podamos hacer”.
Juana salió de allí con una mezcla de rabia e impotencia. Si las autoridades no lo buscaban, ella lo haría. Durante meses, viajó a Bochil, pegando carteles con la foto sonriente de Tomás y su sombrero de palma. La foto se desvaneció con el sol y la lluvia, pero las respuestas nunca llegaron.
En San Cristóbal, las colmenas de Tomás fueron abandonadas. Las abejas se fueron. El claro en el bosque se llenó de maleza. Pasó el primer año, luego el segundo, y el tercero. La comunidad, aunque dolida, comenzó a callar. La vida, cruel e implacable, seguía adelante.
Dos años después de la desaparición, en 2016, Juana escuchó hablar de las “Rastreadoras de Chiapas”, un colectivo de mujeres que buscaban a sus propios desaparecidos. Leticia Hernández, una mujer de mirada determinada que había perdido a su hijo, llegó a San Cristóbal con otras dos mujeres y un perro de rastreo llamado Canelo, entrenado para detectar restos humanos.
“Sabemos lo que está viviendo”, le dijo Leticia a Juana. “No le prometemos encontrarlo, pero sí buscar”.
Por primera vez, Juana sintió que alguien la tomaba en serio. Pero la presencia de Canelo traía consigo una verdad aterradora: ya no buscaban a un hombre vivo.
Durante una semana, rastrearon la región. Miguel y Don Raúl se unieron. El perro olfateaba, los hombres cavaban. Hubo falsas alarmas. Una tarde, Canelo ladró insistentemente cerca de un barranco. Descendieron con cuerdas. En el fondo, encontraron huesos. Juana sintió que sus piernas cedían, pero Leticia suspiró aliviada: “Son de animal, señora. Un venado”.
Al final de la semana, la conclusión fue devastadora. “Señora Juana”, dijo Leticia con suavidad, “hemos buscado en todos lados. Si su esposo está aquí, está muy oculto. O… no está aquí. Tal vez lo que le pasó no ocurrió en este camino. Tal vez ocurrió en Bochil. O tal vez alguien se lo llevó a otro lugar”.
La posibilidad de un secuestro era un abismo que Juana no quería mirar. Con el poco dinero que le quedaba, contrató a un investigador privado, Roberto Salinas, un expolicía de Tuxtla.
Salinas retomó el caso desde cero. Viajó a Bochil. Entrevistó a comerciantes, chóferes, revisó morgues y cárceles. Y encontró una pista. Pascual Méndez, un chófer de camión, recordó algo de aquel 12 de marzo de 2014.
“Yo recuerdo ese día”, dijo Pascual, “porque mi camión se descompuso. Estuve varado como tres horas. Vi pasar a mucha gente”. Roberto le mostró la foto de Tomás. “No estoy seguro… pero sí recuerdo que vi a un hombre discutiendo con otros dos cerca de donde estaba. Fue como a las 3 de la tarde”.
“¿Discutiendo sobre qué?”
“No sé, pero parecía que el hombre quería irse y los otros dos no lo dejaban. Uno tenía una camioneta blanca, vieja. Pensé que eran amigos bromeando, pero ahora que lo pienso, el hombre parecía nervioso”.
Era la primera pista concreta. Un hombre con sombrero. Dos desconocidos. Una camioneta blanca. Salinas investigó docenas de camionetas, pero la pista se enfrió.
El investigador no se rindió. Habló con curanderos y guías que conocían los montes. Don Abelardo, un anciano, le dijo: “En estos montes hay lugares que la gente no conoce. Cuevas profundas, túneles. Si alguien quisiera esconder algo, esos serían los lugares perfectos”.
Salinas intentó contactar a cazadores. La mayoría guardó silencio. El código de la montaña. Finalmente, uno joven, Isaías, accedió a hablar bajo anonimato.
“He visto cosas extrañas en esos montes”, dijo Isaías, nervioso. “Gente que no debería estar ahí. Campamentos abandonados. Una vez encontré ropa ensangrentada cerca de una cueva”.
“¿Lo reportaste?”
Isaías soltó una risa amarga. “La policía aquí no ayuda, señor. Si uno reporta algo, se mete en problemas. Hay gente poderosa que no quiere que se investigue. Gente con negocios en los montes… negocios que no son legales”.
Crimen organizado. Narcotráfico. Trata. Secuestro. Era posible que Tomás, el simple apicultor, se hubiera cruzado en el camino equivocado.
Después de tres meses, Roberto Salinas tuvo que darle a Juana un informe doloroso. Había indicios, pero nada concreto. Le recomendó seguir presionando a las autoridades, pero fue honesto: “Señora Juana, después de más de dos años, las posibilidades de encontrarlo con vida son muy bajas. Es probable que nunca sepamos toda la verdad”.
Juana lloró esa noche como no había llorado en años. Lloró por la injusticia, por los olvidados. Pero incluso en su dolor, se negó a rendirse. Mientras no hubiera un cuerpo, seguiría buscando.
Los años pasaron. 2017, 2018, 2019. La vida siguió, transformando a la familia. Miguel, ahora con 25 años, era un hombre de campo, casado y con una hija pequeña, Lucía. Rara vez hablaba de su padre; el dolor era demasiado profundo. Rosa, con 21, se convirtió en maestra en la escuela del pueblo. Había sido la niña de papá. En un intento de mantenerlo cerca, había reactivado tres de las colmenas. La miel era una conexión tangible con él.
Carlitos, ahora con 16 años, la misma edad que tenía Miguel cuando todo pasó, apenas recordaba a su padre. Solo tenía fragmentos: el olor a miel, la sensación de una mano grande. Era un joven callado, soñador, que quería estudiar y ver el mundo más allá de las montañas.
Juana tenía 56 años, pero parecía de 70. Su cabello era blanco; su salud, frágil. Había dejado de buscar activamente, agotada. Pero la foto de Tomás seguía en la sala. Cada mañana y cada noche, Juana le hablaba. “Buenos días, viejo. Te extrañamos”.
En marzo de 2023, se cumplieron nueve años exactos de la desaparición. La familia se reunió. Comieron el platillo favorito de Tomás, mole con pollo. Brindaron por él. “Por papá”, dijo Miguel. “Donde quiera que esté, esperamos que esté en paz”.
Esa noche, Juana salió al patio. Miró las montañas bajo el cielo estrellado y susurró: “Tomás, si puedes escucharme, dame una señal. Dime dónde estás. Dime que puedo descansar”.
Dos semanas después, la señal llegó.
Un grupo de cuatro jóvenes espeleólogos aficionados de San Cristóbal de las Casas decidió explorar un sistema de cuevas poco conocido cerca del pueblo de Juana. Llevaban equipo profesional. El líder, David Contreras, estudiante de geología, había leído sobre esas cuevas peligrosas y profundas en un libro antiguo.
Tras tres días de exploración, descendiendo por pasajes estrechos y cruzando ríos subterráneos, David notó algo en el suelo de una caverna pequeña, la “Sala del Silencio”. Medio enterrado en el barro seco, había algo que no pertenecía allí.
Se arrodilló. Era un sombrero de palma. Viejo, descolorido, casi desintegrado por la humedad. David lo recogió con cuidado. En el interior, apenas visible, escrita con tinta desvanecida, había una inscripción: “Tomás Gómez”.
David llamó a sus compañeros. Mariana, estudiante de antropología, lo examinó. “Alguien estuvo aquí”, dijo. “Y hace bastante tiempo”.
Comenzaron a buscar meticulosamente. En una grieta entre dos rocas, encontraron más. Los restos de una mochila de tela. Dentro: pedazos de vidrio de frascos rotos, una cuchara oxidada, una navaja con el mango podrido y una cartera de cuero.
David abrió la cartera. Billetes viejos inutilizados por la humedad y una credencial de elector plastificada. La foto estaba borrosa. El nombre era legible: Tomás Gómez López.
El silencio en la cueva fue absoluto. Comprendieron la gravedad del hallazgo. “Tenemos que reportar esto”, dijo Mariana.
Mientras dos miembros del grupo ascendían para buscar señal y llamar a las autoridades, David y Mariana continuaron revisando la caverna. Fue Mariana quien lo vio. En un rincón, oculto por una formación rocosa, había un montículo de piedras. Estaban apiladas de manera intencional. No era una formación natural.
“David”, llamó con voz temblorosa, “creo que deberíamos esperar a las autoridades antes de mover esto”.
Era una tumba improvisada. Se sentaron en silencio, esperando. Esto ya no era una exploración; era la escena de un crimen.
La policía tardó horas en llegar. Trajeron equipo especializado. El Capitán Morales, el mismo que había tomado el reporte de Juana nueve años atrás, ahora con canas, lideró el operativo. Venía con un médico forense, el Dr. Víctor Ruiz.
El descenso fue lento. El Dr. Ruiz examinó primero las pertenencias. Confirmó la identidad. Luego, se acercó al montículo de piedras.
“Vamos a tener que mover esto con mucho cuidado”, dijo.
Piedra por piedra, removieron el montículo. Debajo, encontraron lo que temían: restos óseos humanos. El esqueleto estaba incompleto, en posición fetal. Los restos de ropa adheridos a los huesos coincidían con la descripción de Tomás.
El Dr. Ruiz trabajó durante horas. Su conclusión preliminar fue clara: “Estos restos tienen aproximadamente nueve años. No hay señales obvias de trauma violento en los huesos. Pudo haber sido muerte por causas naturales, hipotermia, deshidratación”.
El Capitán Morales asintió gravemente. Sabía que tenía que informar a la familia.
Al día siguiente, la patrulla llegó a casa de Juana. Ella estaba barriendo el patio. Su corazón se detuvo. Miguel y Rosa salieron con ella.
“Señora Juana”, dijo el capitán, quitándose la gorra. “Tengo noticias sobre su esposo”.
“¿Lo encontraron?”, preguntó ella, temblando.
“Sí, señora. Lo encontramos”.
Hubo un silencio. Juana cerró los ojos y preguntó lo que necesitaba saber. “¿Está vivo?”
El capitán negó lentamente con la cabeza. “Lo siento mucho, señora. Encontramos sus restos en una cueva en las montañas, a unos 8 kilómetros de aquí”.
Juana no gritó. No lloró. Se quedó inmóvil, con los ojos vacíos, incapaz de procesar nueve años de dolor condensados en una sola frase. Rosa se derrumbó en sollozos. Miguel la abrazó, mientras sus propias lágrimas caían en silencio.
“¿Cómo murió?”, logró preguntar Miguel.
“Aún no lo sabemos. Es posible que se haya perdido, que haya tenido un accidente…”.
“¿Una cueva?”, preguntó Juana, encontrando su voz. “¿Por qué estaría Tomás en una cueva? Él iba a Bochil”.
Era la pregunta clave. Los análisis de ADN confirmaron la identidad días después. La causa oficial de muerte fue “indeterminada”. Pero la pregunta seguía flotando: ¿Qué hacía Tomás allí? Y, sobre todo, ¿quién había apilado esas piedras sobre su cuerpo?
El descubrimiento desató una nueva investigación, esta vez liderada por el Teniente Germán Flores, un detective meticuloso. Flores reabrió el caso y buscó a Pascual Méndez, el chófer de camión.
Ahora con 62 años, Pascual volvió a ver la foto de Tomás. “Sí, era él”, afirmó, seguro. “El hombre del sombrero de palma. Lo vi discutiendo con dos hombres, uno joven y flaco, el otro mayor y corpulento. La camioneta era una Nissan blanca, vieja. Recuerdo que él decía ‘No puedo’ o ‘No quiero’. Y luego… vi que lo metieron en la camioneta. Pensé que bromeaban. Ahora creo que no era voluntario. Se fueron hacia el norte, hacia las montañas”.
La teoría del secuestro cobraba fuerza. Flores habló con más comerciantes. Doña Carmen, una vendedora, recordó a dos hombres con gorras hablando con Tomás en el mercado ese día. Parecían hostigarlo.
La investigación se centró en la cueva. Con ayuda de los espeleólogos, Flores descubrió algo crucial. La caverna donde hallaron a Tomás tenía otra entrada: un pozo vertical de 12 metros, como una chimenea natural, que descendía desde la superficie. Estaba completamente oculto por la vegetación. Alguien arrojado o forzado a bajar por allí, no podría salir sin ayuda.
Cerca de ese pozo, a 50 metros, Flores encontró los restos oxidados de una estructura metálica. Un cazador anciano, Don Martín, lo identificó. “Esa estructura era de unos hombres que buscaban oro”, dijo. “Hace como 10 años. Venían de fuera. Se fueron como en 2014 o 2015”.
Las piezas encajaron. Mineros ilegales.
El informe forense final del Dr. Ruiz reveló más detalles. Se encontró una pequeña fractura en el húmero izquierdo, el hueso del brazo, consistente con una caída o un forcejeo. La posición fetal sugería que Tomás murió tratando de mantenerse caliente. La hipotermia era la causa más probable.
El Teniente Flores construyó la teoría más probable de los hechos: El 12 de marzo de 2014, Tomás fue identificado en el mercado por dos hombres, probablemente mineros ilegales, que vieron que tenía dinero en efectivo. Lo siguieron, lo interceptaron y lo forzaron a subir a su camioneta para robarle. Lo llevaron a su campamento en las montañas. Durante un forcejeo, Tomás se fracturó el brazo.
Temiendo que los identificara o reportara su operación ilegal, decidieron deshacerse de él. Lo forzaron a descender por el pozo vertical hacia la Sala del Silencio. Herido, en la oscuridad total, sin comida ni agua, Tomás Gómez López quedó atrapado. Murió de hipotermia o deshidratación. Días o semanas después, uno de los hombres regresó, quizás por remordimiento, y cubrió el cuerpo con piedras.
Flores presentó la teoría a la familia. Juana escuchó en silencio, las lágrimas rodando por sus mejillas. “¿Van a encontrar a esos hombres?”, preguntó.
Flores suspiró. “Señora, han pasado nueve años. Si eran mineros ilegales, probablemente ya se fueron de la región. Sin nombres, sin placas… va a ser muy difícil. Pero no voy a cerrar este caso”.
El funeral de Tomás se realizó tres semanas después. Fue masivo. Gente de toda la región, periodistas y activistas de derechos humanos acompañaron a la familia. El ataúd cerrado fue llevado en hombros por Miguel.
“Tomás fue un hombre bueno”, dijo el padre Antonio en la misa. “Su desaparición nos robó nueve años, pero ahora, al fin, puede descansar. Y nosotros podemos encontrar paz en saber que ya no está perdido”.
Lo enterraron en el pequeño cementerio del pueblo, bajo un pino. La lápida simple decía: “Tomás Gómez López. Esposo y padre amado. Perdido en 2014. Encontrado en 2023. Nunca olvidado”.
Seis meses después, la vida en San Cristóbal encontró un nuevo y frágil equilibrio. Juana visita la tumba cada domingo. Le habla a Tomás, le cuenta de sus nietos. El más pequeño, el hijo de Miguel, se llama Tomás. Miguel y Rosa han reactivado la apicultura de su padre. Ahora tienen ocho colmenas y venden la miel en Bochil, manteniendo vivo su legado.
Carlitos, el menor, procesó su duelo y tomó una decisión: quiere estudiar derecho. “Papá no tuvo justicia”, le dijo a su madre. “Pero tal vez yo pueda ayudar a que otros sí la tengan”.
El caso de Tomás sigue técnicamente abierto, pero congelado. Es uno más de los más de 100,000 desaparecidos en México. Juana ha encontrado su voz, contando la historia de su esposo en marchas, exigiendo que el sistema no olvide.
La historia de Tomás Gómez López es un recordatorio de la fragilidad de la vida y de la impunidad que corroe tantas regiones. Era un hombre que solo salió a vender miel para mantener a su familia.
En su tumba, Rosa plantó lavanda. En primavera, las abejas llegan por decenas, zumbando alrededor de la lápida, recogiendo néctar. Es como si Tomás, de alguna manera, siguiera allí, en el zumbido de las abejas, en la miel que producen sus hijos, en la memoria de un pueblo que se niega a olvidarlo.