En el corazón de la Ciudad de México, dentro de los muros del icónico Zoológico de Chapultepec, la serpiente más grande e impresionante de la colección, una anaconda verde de casi 5.5 metros, había dejado de comer misteriosamente. Durante semanas, “Bella”, como era conocida, permaneció inmóvil en su recinto, mientras un extraño y duro bulto deformaba su masivo cuerpo. La Dra. Elena Solís, veterinaria en jefe del zoológico, sospechando una obstrucción intestinal que podría ser fatal, ordenó el traslado urgente de la serpiente gigante al hospital del recinto para una radiografía de emergencia. Pero cuando la espeluznante imagen en blanco y negro apareció en la pantalla, revelando el contenido de su estómago, el misterio médico se transformó en un escándalo mayúsculo: una historia de negligencia imperdonable y un oscuro secreto que llevaría al arresto inmediato de uno de los cuidadores más experimentados del zoológico.
Para comprender la magnitud de esta tragedia, primero debemos adentrarnos en el mundo de uno de los depredadores más formidables del planeta: la anaconda verde. Originaria de las cuencas del Amazonas, la anaconda es la serpiente más pesada y poderosa del mundo. Una hembra adulta puede superar los 6 metros y pesar más de 225 kilos. Son maestras de la emboscada, capaces de esperar pacientemente a su presa sumergidas en el agua. No matan con veneno, sino con la fuerza bruta de la constricción, un abrazo mortal que sofoca a sus víctimas. Su capacidad para devorar presas enormes es legendaria, gracias a una mandíbula que puede desarticularse. Después de un gran festín, pueden pasar meses sin comer, pero lo que ocurría con Bella no era normal.
El segundo, y mucho más trágico, protagonista de esta historia es la tortuga radiada. Nativa de una pequeña región de Madagascar, es una de las tortugas más hermosas y, tristemente, una de las más amenazadas del planeta. Su caparazón, con un patrón de estrellas amarillas, es su bendición y su maldición, ya que la convierte en un objetivo principal para el tráfico ilegal de especies. Para instituciones como el Zoológico de Chapultepec, que participa en programas globales de conservación, cada tortuga radiada es un tesoro genético, una pieza clave en la lucha por la supervivencia de su especie. La pequeña población del zoológico era un orgullo nacional.
La crisis comenzó un lunes por la mañana, cuando la Dra. Solís recibió una llamada urgente de Ricardo Vargas, el cuidador principal del herpetario. Informó que Bella llevaba tres semanas sin comer y se mostraba alarmantemente apática. Al llegar, la Dra. Solís notó de inmediato el bulto anormal. Con su experiencia, sabía que podía ser un tumor, una obstrucción o, peor aún, una presa no digerida que podría causar una septicemia mortal.
Sin perder tiempo, el equipo movilizó a la gigantesca serpiente a la sala de rayos X. Junto a la Dra. Solís se encontraban el director del zoológico y un especialista de la UNAM, convocado para una consulta urgente. Un primer ultrasonido no arrojó resultados claros; el objeto era demasiado denso. La radiografía era la última esperanza.
Un silencio helado se apoderó de la sala cuando la imagen apareció. La Dra. Solís sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La silueta era inconfundible: el caparazón de cúpula alta y con un patrón de estrella de una tortuga grande. Todos los presentes supieron en ese instante que se trataba de una de las tortugas radiadas del zoológico.
La Dra. Solís no llamó a la policía. Llamó al director del zoológico. “El objeto dentro de Bella es una de nuestras tortugas radiadas. Vengan al hospital ahora. Y traigan al jefe de seguridad”. El caso se había convertido en una investigación interna. ¿Cómo pudo una tortuga terrestre, lenta y protegida, terminar en el recinto de una anaconda semiacuática? Los protocolos eran estrictos y las cerraduras, múltiples. La única explicación era una negligencia humana catastrófica, y todas las miradas apuntaban a Ricardo Vargas, el único con acceso a ambos espacios.
La revisión de las cámaras de seguridad del fin de semana anterior contó la trágica historia. Las imágenes del viernes por la noche mostraban a Vargas apurando sus labores de cierre. Miraba su reloj constantemente, sus movimientos eran descuidados. En su prisa por irse, cometió dos errores fatales: no aseguró correctamente la cerradura principal del recinto de las tortugas y, minutos después, tampoco enganchó por completo el segundo pestillo del hábitat de la anaconda.
Horas más tarde, en la oscuridad, la cámara captó a Bella empujando su puerta hasta abrirla. Se deslizó por el pasillo, llegó al recinto de las tortugas, entró sin dificultad y, aunque la cámara no grabó el acto final, la radiografía confirmó el desenlace.
Las imágenes del sábado por la mañana fueron la pieza final. Se ve a Vargas llegando a su turno, descubriendo la ausencia de la tortuga. El pánico se dibuja en su rostro. Corre al recinto de la anaconda, la ve con el bulto y comprende su error. En ese momento, para salvarse, toma una decisión que agravaría su falta: reportó la tortuga como robada. Su mentira era creíble; el tráfico de especies exóticas es una realidad dolorosa en México, y una tortuga radiada puede alcanzar un valor de más de 30,000 dólares (cientos de miles de pesos) en el mercado negro. Su coartada desvió la atención, pero solo por un tiempo.
Confrontado con la evidencia irrefutable del video, Ricardo Vargas se derrumbó y confesó. No había malicia, solo una prisa irresponsable por salir a tiempo a una reunión. Su confesión le costó el trabajo y su libertad. El director del zoológico contactó a la Secretaría de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México. Vargas fue arrestado, enfrentando cargos por negligencia, daño a propiedad de la nación y falsedad de declaraciones.
Mientras tanto, en el hospital veterinario, comenzaba otra batalla. El duro caparazón de la tortuga era una bomba de tiempo dentro de Bella. Podría perforar sus órganos internos. La Dra. Solís y su equipo se prepararon para una gastrotomía de emergencia, una cirugía de altísimo riesgo. Anestesiar a un reptil de ese tamaño es una proeza. Durante horas, el equipo trabajó con precisión milimétrica. Finalmente, lograron extraer la tortuga fallecida. La cirugía fue un éxito. Bella, la anaconda, sobreviviría.
La historia de Bella y la tortuga es un recordatorio sombrío de la fragilidad de la vida silvestre, incluso en los lugares diseñados para protegerla. Es un testimonio de la increíble habilidad del equipo veterinario de Chapultepec, pero también una lección escalofriante sobre la inmensa responsabilidad que recae en quienes cuidan de estas criaturas. La pérdida de esa tortuga fue un golpe devastador para la conservación, un tesoro perdido no por un traficante, sino por el simple y egoísta apuro de un hombre que solo quería irse a casa.