
El 15 de junio de 2024, el Dr. Esteban Carrasco, biólogo del Instituto de Geofísica de la UNAM, caminaba por una ladera remota del Parque Nacional Nevado de Toluca. Estaba a más de 15 kilómetros del camino de acceso principal, en una zona de acceso restringido, revisando equipos de monitoreo volcánico. El aire era delgado a casi 4.000 metros de altura, y el silencio era absoluto, roto solo por el viento que azotaba los pinos oyamel.
Fue entonces cuando algo antinatural captó su atención. No era el movimiento de un conejo teporingo ni el color de una roca volcánica. Era un pequeño destello de luz metálica, reflejado por el sol de la tarde.
Se desvió de su ruta, abriéndose paso entre la maleza. Allí, colgando de una rama baja de pino, a la altura de los ojos, había un juego de llaves de auto. No estaban caídas, sino colgadas deliberadamente. El llavero de Chrysler estaba desgastado, blanqueado por décadas de sol y nieve. Pero lo que hizo que el Dr. Carrasco sacara su teléfono satelital no fueron las llaves.
Junto a ellas, protegido en una bolsa de plástico amarillenta y quebradiza, había un trozo de papel. Y junto a él, unida al mismo llavero, una fotografía familiar laminada. Cuatro rostros sonriendo a una cámara de otra época: dos padres, dos niñas pequeñas.
Con manos cuidadosas, Carrasco abrió la bolsa. El papel estaba descolorido, la tinta azul de un bolígrafo se había corrido ligeramente por la humedad, pero las palabras, escritas con una caligrafía de ingeniero, clara y precisa, aún eran legibles.
“Si alguien encuentra esto”, comenzaba la nota, “caminamos hacia el humo. Pensamos que era un ejido o una caseta de guardabosques. Nos acercamos y nos dimos cuenta de que era vapor de fumarolas, no humo. No está en nuestro mapa. La camioneta se descompuso 6 horas detrás de nosotros. Sobrecalentada. Fuga de anticongelante. Estamos tratando de encontrar la carretera o ayuda. Llevamos 8 horas caminando. Nada se ve bien. Colgamos estas llaves aquí por si pasamos por este árbol de nuevo. Sabremos que estamos caminando en círculos. Si encuentras esto, busca una Dodge Voyager verde 1998 en el Camino de Terracería 376, cerca del kilómetro 12. Familia de cuatro. David, Linda, Emma, 9 años. Sophie, 6 años. Por favor, ayuden”.
La nota estaba fechada: 13 de agosto de 2001, 5:30 p.m.
Esteban Carrasco miró la fecha. Veintitrés años. Volvió a mirar la foto: el padre con una camisa polo, la madre con un corte de cabello de finales de los noventa, las dos niñas con vestidos idénticos. Vivos y sonrientes. Marcó el número de la Fiscalía General de Justicia del Estado de México (FGJEM).
Lo que el Dr. Carrasco había encontrado no era solo basura vieja. Era la llave literal y figurativa de uno de los casos fríos más dolorosos y confusos del Estado de México. Un caso que, en 2001, se había clasificado no como un accidente, sino como un probable “levantón” o secuestro. La familia Martínez, que se había esfumado en un viaje de fin de semana, no había sido víctima de la violencia humana. Había sido víctima de una serie de errores trágicos y de la indiferencia de la montaña.
David y Linda Martínez eran una pareja de Toluca. Llevaban doce años casados en el verano de 2001. David, de 38 años, era ingeniero civil en una constructora en Santa Fe, un hombre metódico que amaba la lógica y los aparatos nuevos. Linda, de 36 años, era maestra de primaria en Metepec y dedicaba sus veranos a sus dos hijas. Emma, de 9 años, una niña reflexiva que amaba leer y quería ser veterinaria. Sophie, de 6 años, un torbellino de energía que coleccionaba piedras volcánicas, declarando que cada una era un tesoro.
El plan para ese fin de semana era una escapada clásica para los residentes del valle de Toluca. Un viaje de sábado por el Parque Nacional Nevado de Toluca. Querían subir en su camioneta hasta el albergue alpino, caminar hasta los famosos Lagos del Sol y la Luna, y estar de vuelta en casa el domingo por la tarde.
Era su primera gran excursión familiar del verano. Linda había planeado la ruta con cuidado en su Guía Roji. David había revisado la camioneta la semana anterior: una Dodge Voyager verde modelo 1998. No era nueva, tenía la abolladura de un portazo en un estacionamiento, pero era fiable.
Salieron de su casa en Toluca el sábado 11 de agosto de 2001. Los padres de Linda, Eduardo y Rosa Torres, pasaron esa mañana a despedirlos. Rosa tomó fotos con su cámara desechable: las niñas posando frente a la Voyager, David cargando la hielera, Linda revisando el mapa una última vez.
No eran una familia de alta tecnología. David había comprado una unidad de GPS portátil Garmin, un dispositivo novedoso y caro para la época. Linda prefería los mapas de papel. Llevaban ambos. El teléfono celular de David, un Nokia, estaba en la consola central, aunque ambos sabían que la cobertura en la montaña era inexistente.
El viaje inicial fue sencillo. Condujeron por la carretera estatal hacia las faldas del volcán, un camino que conocían. Pero en algún momento alrededor de las 10:30 a.m., David vio un letrero de madera, desgastado por el clima, que la mayoría de los turistas ignoraba. “Camino de Terracería 376. Mirador Panorámico del Volcán. 20 km”.
Fue el tipo de decisión impulsiva que define una aventura. Una oportunidad de salirse de la ruta turística, de ver algo que no todos veían. “Tenemos tiempo”, probablemente dijo Linda. Las niñas, emocionadas por la “aventura”, seguramente aplaudieron.
David giró el volante, saliendo del pavimento y entrando en el camino de tierra. Los primeros kilómetros fueron transitables, aunque lentos. El bosque de pinos era denso y hermoso. Pero el camino, usado principalmente por madereros y vehículos de servicio del parque, comenzó a empeorar. Surcos profundos, rocas sueltas. La Voyager, diseñada para el pavimento, comenzó a resentirlo.
El GPS de David mostraba que se estaban moviendo, pero alejándose de la ruta principal. El letrero decía “20 km”. Apenas llevaban 12. David continuó, confiando en su vehículo.
Alrededor de las 11:45 a.m., la camioneta comenzó a hacer un ruido metálico. David miró el tablero. El indicador de temperatura, que había estado subiendo lentamente debido a la altitud y el esfuerzo, se disparó repentinamente a la zona roja.
David se detuvo de inmediato y apagó el motor. El vapor salió silbando del capó. Abrió con cuidado. El anticongelante goteaba de una manguera rota. La vibración del camino de terracería había sido demasiado.
Estaban varados. A 12 kilómetros de un camino pavimentado, en una ruta que rara vez veía tráfico. David intentó usar su Nokia. “Sin servicio”. No era una sorpresa.
Linda consultó la Guía Roji. El camino 376 no aparecía. Era demasiado secundario. David encendió el GPS. Mostraba su posición, pero el mapa base era simple. Estaban en un vasto espacio verde, a unos 6 kilómetros en línea recta de la carretera principal. Pero entre ellos y esa carretera había barrancas profundas y un bosque impenetrable.
Fue entonces cuando David vio algo. Hacia el noreste, elevándose por encima de la línea de árboles en la distancia, había tres columnas de lo que parecía ser humo blanco. Se elevaban rectas en el aire quieto de la montaña.
Para una familia varada en el México rural, el humo significa una cosa: gente. Un ejido. Un aserradero. Una caseta de guardabosques. Alguien con un radio o un teléfono.
David se lo señaló a Linda. Ella también lo vio. El alivio debió ser inmenso. El humo no podía estar a más de unos pocos kilómetros. Una caminata de una hora, quizás dos con las niñas.
A las 12:30 p.m., tomaron la decisión que sellaría su destino. Cerrarían la camioneta y caminarían hacia el humo en busca de ayuda. Parecía la única opción lógica.
David preparó una mochila: botellas de agua, barras de granola, un pequeño botiquín de primeros auxilios y una linterna. Linda empacó bocadillos y el inhalador para el asma de Sophie. David agarró el GPS Garmin. Cerraron la Voyager y comenzaron a caminar hacia el noreste.
El terreno era más difícil de lo que parecía. El aire era delgado, lo que dificultaba la respiración. El suelo estaba cubierto de roca volcánica suelta y afilada (“tezontle”). Lo que parecían colinas suaves eran en realidad barrancas profundas que los obligaban a desviarse constantemente.
Después de una hora de caminata, el humo no parecía más cerca. A las 3:00 p.m., llevaban dos horas y media caminando. Las niñas estaban exhaustas. El “humo” estaba más cerca, pero algo estaba mal. El olor. No olía a madera quemada. Olía a azufre, a huevos podridos.
David, un hombre de ciencia, debió comprender la terrible verdad antes de verla. Eran fumarolas. Respiraderos geotérmicos. El Nevado de Toluca es un volcán activo, aunque dormido. Lo que habían visto desde la camioneta no era la salvación; era una característica geológica.
A las 3:30 p.m., llegaron al lugar. Un área desolada de rocas manchadas de amarillo y naranja, con vapor siseando desde grietas en el suelo. Hermoso, de otro mundo, y completamente desierto. No había ejido. No había guardabosques. No había nadie.
El pánico debió instalarse. David comprobó el GPS. Habían caminado casi 5 kilómetros, pero los desvíos los habían alejado de su ruta original. La camioneta estaba ahora, quizás, a 7 u 8 kilómetros de distancia, pero a través de un terreno imposible de rastrear.
Linda dijo que debían regresar. David estuvo de acuerdo. Pero el área geotérmica era un laberinto. El vapor oscurecía la visibilidad. El olor era abrumador. David intentó usar la brújula del GPS para dirigirse al suroeste, de vuelta a la camioneta. Pero cada ruta estaba bloqueada por barrancas o densa vegetación.
A las 5:00 p.m., se detuvieron. Emma estaba demasiado cansada para caminar. Sophie lloraba. Linda revisó el agua; les quedaba menos de la mitad. Llevaban casi cinco horas desde que dejaron la camioneta. Oscurecería en tres horas. Las noches de agosto en esa altitud caen por debajo de los 0°C. Tenían chaquetas ligeras, no equipo de campamento.
David, el ingeniero, el hombre lógico, supo que estaban en una situación desesperada. Sacó un pequeño cuaderno de su mochila, arrancó una página y escribió la nota. Todo lo que sabía. La ubicación de la camioneta. El error del humo.
Sacó las llaves de la Voyager. De su cartera, sacó la foto familiar laminada que siempre llevaba. Encontró la bolsa Ziploc que Linda usaba para los sándwiches. Metió la nota y la foto, la selló y la unió al llavero.
Buscó un árbol visible, un pino oyamel robusto con una rama baja. Colgó las llaves allí. Miró a Linda. Ella entendió. “Si volvemos a este árbol”, le explicó a su familia, “sabremos que estamos caminando en círculos”. Era un marcador. Una técnica de supervivencia.
A las 5:45 p.m., comenzaron a caminar de nuevo, eligiendo la dirección que parecía más transitable, alejándose de las fumarolas.
Nunca volvieron a ver ese árbol.
Esto significa que no caminaron en círculos. Significa que caminaron en una dirección diferente, alejándose de su único marcador, adentrándose más y más en la inmensidad del volcán.
Lo que sucedió después es una reconstrucción trágica. Pasaron esa noche, la del 13 de agosto, a la intemperie, con temperaturas bajo cero. El asma de Sophie pudo haberse agravado por el frío y la altitud. Al amanecer del 14 de agosto, habrían estado severamente deshidratados e hipotérmicos. Continuaron caminando, pero la confusión mental es uno de los primeros síntomas de la hipotermia severa.
En algún momento, simplemente, no pudieron seguir.
Mientras tanto, en el mundo civilizado, la investigación tomó un giro muy diferente. El domingo 12 de agosto por la noche, cuando la familia no regresó a Toluca, los padres de Linda, Eduardo y Rosa, comenzaron a preocuparse. El lunes 13, denunciaron su desaparición.
La Fiscalía del Estado de México (entonces Procuraduría) inició un protocolo de búsqueda. El martes 14 de agosto, un helicóptero de la policía estatal localizó la Dodge Voyager verde en el Camino de Terracería 376, en el kilómetro 12.
Cuando los agentes llegaron a la escena, la encontraron cerrada. El equipaje estaba dentro. La hielera. Las carteras y la mayoría de las pertenencias estaban allí. Pero la familia no.
En el contexto de la seguridad en México en 2001, los investigadores llegaron a una conclusión inmediata y escalofriante: secuestro. Un “levantón”. La escena parecía preparada. ¿Por qué abandonarían una camioneta cerrada con sus pertenencias?
El caso fue transferido de Búsqueda y Rescate a la unidad Antisecuestros. La investigación se centró en la violencia humana. ¿Tenía David enemigos? ¿Deudas? ¿Vieron algo que no debían en ese camino maderero? La narrativa de un crimen se apoderó del caso.
Se iniciaron búsquedas en tierra, por supuesto. Se desplegaron perros. Pero los informes de 2001, ahora reexaminados, muestran que los perros se confundieron. Los adiestradores informaron que el olor a azufre de las fumarolas (a kilómetros de distancia, pero llevado por el viento) interfería con el rastreo.
Los equipos de búsqueda se centraron en un radio de 5 a 8 kilómetros alrededor de la camioneta, principalmente buscando hacia abajo, de regreso a la civilización. Nadie pensó en buscar 13 kilómetros hacia arriba, hacia las fumarolas. No tenía lógica que una familia caminara hacia el peligro volcánico.
El caso se enfrió. Se convirtió en parte de las trágicas estadísticas de “desaparecidos” del país. Para la familia Torres, comenzó una tortura de 23 años, una agonía agravada por la creencia de que sus seres queridos habían sido asesinados. Rosa fundó un sitio web, “https://www.google.com/search?q=EncontremosALosMartinez.com”. Eduardo gastó sus ahorros en investigadores privados.
Eduardo murió en 2019. Su familia dijo que fue de un corazón roto, de la angustia de nunca saber qué cártel o qué criminales se habían llevado a su hija y sus nietas.
El 15 de junio de 2024, esa llamada del Dr. Carrasco lo cambió todo. La Detective Laura Montoya, jefa de la unidad de Casos Fríos de la FGJEM, desempolvó el expediente de 2001. Leyó las teorías del secuestro. Y entonces leyó la transcripción de la nota.
“Caminamos hacia el humo”.
La nota reescribió la historia. No fue un crimen. Fue un error.
Montoya organizó una nueva búsqueda, esta vez con tecnología que no existía en 2001. Drones con cámaras térmicas, LiDAR para mapear el terreno bajo los árboles, y perros K-9 entrenados específicamente para restos humanos en alta montaña.
El nuevo punto cero no era la camioneta. Era el árbol de las llaves.
En una semana, encontraron el área de las fumarolas. A dos kilómetros de allí, bajo un saliente de roca, encontraron restos de tela de principios de la década de 2000 y una suela de zapato de niño. En una barranca cercana, los perros localizaron fragmentos de huesos, esparcidos por la fauna local durante dos décadas.
Los restos fueron enviados para análisis forense de ADN. A partir de agosto de 2024, los resultados están pendientes, pero la Detective Montoya y la familia saben la verdad.
Rosa Torres tiene ahora 76 años. Cuando la Detective Montoya la llamó en junio, se enteró de la verdad. Su familia no fue secuestrada. No fueron torturados. Murieron de frío, perdidos, pero juntos.
No es un cierre. No puede haberlo. Pero después de 23 años de imaginar el horror de la violencia humana, Rosa ahora tiene una respuesta diferente. Una respuesta escrita por la naturaleza, el pánico y una falsa columna de humo.
Las llaves están en un casillero de pruebas, pero la foto que tomó el Dr. Carrasco es inolvidable. Un pino oyamel, unas llaves de auto y una foto laminada de cuatro personas sonriendo. Una familia normal, en un viaje de fin de semana, que tomó un desvío equivocado y caminó hacia una ilusión, desapareciendo en el silencio helado del volcán.