El interior de Oaxaca, a principios de la década de los 90, era un mosaico de conversaciones en voz baja. El aroma del tabaco flotaba en el aire de las reuniones dominicales del sindicato rural de San Gotardo, después de la misa. Eran tiempos en que la palabra de un hacendado tenía más peso que cualquier documento, pero también podía llevarlo a una trampa mortal. La tierra, ese bien tan preciado, era motivo de conflictos que se extendían por todo el país.
Antero Guimarães, un hombre de 52 años, conocía bien este mundo. Sus manos, curtidas por años de trabajo con el ganado, y su mirada desconfiada, eran el resultado de lecciones aprendidas a base de pérdidas. Antero y sus tres socios, Lourenço Prado, Cícero Matias y Hélio Duarte, compartían no solo una pequeña hacienda, sino también la preocupación que les robaba el sueño desde hacía meses.
La deuda de arrendamiento en Chiapas ascendía a más de 8,000 pesos, una suma que representaba casi un año de trabajo para los cuatro. El deudor, un hombre llamado Valdomiro Santos, había arrendado unas cabezas de ganado dos años antes, prometiendo pagos que nunca llegaron. Las cartas no recibían respuesta y las llamadas telefónicas se perdían en el vacío.
“No hay otro camino, Antero”, dijo Lourenço una tarde de marzo de 1993, mientras se ajustaba el sombrero de cuero. “O vamos a buscar nuestro dinero o lo perdemos para siempre”.
La camioneta Ford F1000 azul de Antero, un vehículo confiable que había sido testigo de incontables viajes, estaba lista. En el asiento trasero, una maleta con ropa para tres días, los contratos de arrendamiento y un mapa de carreteras con la ruta marcada en bolígrafo rojo: San Gotardo a Tapachula, pasando por la Ciudad de México y Tuxtla Gutiérrez. Un total de 1,500 kilómetros de camino, gran parte de ellos, aún de tierra. Cícero, el meticuloso del grupo, había marcado las paradas: primera noche en Formosa, la segunda en Tuxtla Gutiérrez y la llegada a Tapachula la tercera mañana. Hélio, el más joven con tan solo 34 años, estaba entusiasmado con la idea de conocer Chiapas, una tierra de la que solo había escuchado en las conversaciones de bar.
La mañana del 15 de marzo, los cuatro hombres se despidieron de sus familias. Antero besó a su esposa Marlene y le prometió llamar apenas llegara. Cícero abrazó a sus dos pequeños hijos y les prometió traerles dulces de Chiapas. Lourenço y Hélio, solteros, se despidieron de sus vecinos con un simple gesto y subieron a la camioneta. A las 6 de la mañana, la F1000 azul dejó San Gotardo, dejando atrás una nube de polvo en la carretera de tierra. Antero conducía confiado, mientras la música ranchera sonaba en la radio y sus compañeros charlaban animadamente sobre cómo usarían el dinero una vez que recuperaran la deuda. Lo que no sabían, es que este viaje, que debería durar tres días, sería el último.
La primera llamada de Antero llegó al final de la tarde del 15 de marzo. Marlene, que preparaba la cena en la cocina, contestó el teléfono, esperando escuchar la voz de su marido. “Aló, Marlene, soy Antero. Acabamos de llegar a Formosa. Todo está saliendo bien”. La conexión era mala y la conversación se veía interrumpida por la estática. “¿Cómo fue el viaje?”, preguntó ella. “Tranquilo. Paramos a almorzar en Paracatu. El camino está bien. Mañana salimos temprano para Tuxtla Gutiérrez. Un beso para ti y para los niños”, le respondió.
Al día siguiente, el 16 de marzo, la llamada fue desde Tuxtla Gutiérrez. Antero sonaba cansado, pero alegre. “Lourenço se queja de la espalda, pero llegamos bien. Mañana es el último día del viaje. Si todo sale bien, el jueves ya estaremos de vuelta con nuestro dinero”. Marlene le preguntó sobre el camino a Chiapas. “Dicen que es duro, pero la camioneta está aguantando bien. Cícero se encontró con unos conocidos aquí en la gasolinera, gente que trabaja con ganado en Tapachula. Dijeron que Valdomiro realmente vive por allí”. Fue la última vez que Marlene escucharía la voz de su marido.
El jueves 18 de marzo, el teléfono no sonó. Marlene pasó todo el día en la cocina, atenta al sonido del aparato, intentando convencerse de que se habían quedado un día más para cerrar el trato. El viernes, la angustia se hizo aún más grande. Marlene visitó a su cuñada Terezinha, la esposa de Lourenço. Ambas mujeres intentaron calmarse mutuamente, pero la sensación de un mal presagio ya se había instalado en sus estómagos. “Puede que el teléfono de la pensión esté roto”, dijo Terezinha. “O que hayan decidido resolver todo de una vez y ya estén de vuelta”. El fin de semana pasó en agonía.
El lunes 22 de marzo, Marlene no pudo soportarlo más. Buscó al párroco de la iglesia, quien le aconsejó ir a la policía. En la comisaría de San Gotardo, el escribano tomó nota de sus datos con cierta indiferencia. “Señora, solo ha pasado una semana. Es posible que hayan tenido un problema con el coche o que estén ocupados. Démosle unos días más”, dijo. Pero Marlene ya lo sabía, con esa certeza dolorosa que solo las mujeres tienen, que algo iba muy mal. Esa noche, no pudo dormir. Se quedó en la sala mirando fijamente la carretera de tierra, como si la F1000 azul pudiera aparecer en cualquier momento con las luces cortando la oscuridad.
La movilización comenzó el miércoles 24 de marzo. La familia no pudo esperar más. Marlene, acompañada por el hermano de Antero y dos vecinos, viajó a Chiapas en el primer intento de encontrar a los cuatro hombres. El viaje fue una sucesión de frustraciones. En Tapachula, nadie conocía a Valdomiro Santos en la dirección que llevaban. Descubrieron que había tres personas con ese nombre en la región. Recorrieron haciendas, pueblos, hablaron con hacendados, empleados de gasolineras, y viejos residentes. Nadie había visto la F1000 azul o a los cuatro hombres de Oaxaca.
El delegado Benedito Carvalho, de la comisaría de Tapachula, acompañó parte de la búsqueda. Era un hombre experimentado, conocedor de los problemas de la región. “Doña Marlene, esto es una tierra inmensa”, le explicó. “Hay muchos lugares aislados, y muchos hacendados a los que no les gusta hablar. Seguiremos buscando, pero usted tiene que prepararse para cualquier cosa”. La búsqueda duró cinco días. Marlene regresó a San Gotardo más delgada y con los ojos rojos de tanto llorar. No trajo respuestas, solo más preguntas y una angustia que parecía no tener fin.
En mayo de 1993, la comunidad de San Gotardo se organizó. El sindicato rural organizó una colecta para financiar más viajes de búsqueda. Se imprimieron carteles con las fotos de los cuatro hombres y se esparcieron por toda la ruta entre Oaxaca y Chiapas. La historia llegó a los periódicos locales, luego a las radios regionales. “Cuatro hacendados de Oaxaca desaparecen en un viaje a Chiapas”, anunciaba la radio de San Gotardo. La noticia generó docenas de llamadas de personas que decían haber visto la camioneta, pero todas las pistas resultaron ser falsas.
Lourenço Prado era soltero, pero tenía una novia, Concepción. La joven pasó meses rechazando a otros pretendientes, esperando noticias de él. Cícero dejó a dos pequeños hijos, Rodrigo y Fernanda, que preguntaban todos los días cuándo regresaría su padre. Hélio tenía a su madre viuda, doña Olivia, quien enfermó de tanto esperar.
Los meses se convirtieron en años. Las búsquedas oficiales se cerraron en 1995. Los carteles se destiñeron y los reportajes se silenciaron. La F1000 azul se convirtió en una leyenda local. Algunos camioneros juraban haberla visto abandonada en una carretera secundaria entre Tuxtla Gutiérrez y Comitán. Otros decían que aparecía de madrugada como un fantasma azul. En San Gotardo, el tema se convirtió en tabú. Marlene dejó de ir a la iglesia los domingos porque no soportaba las miradas de lástima y las preguntas en susurros. Concepción se casó con otro hombre en 1996, pero nunca olvidó por completo a Lourenço. Los hijos de Cícero crecieron sin su padre, con solo recuerdos fragmentados y una foto descolorida en la sala de su casa. La hacienda de los cuatro socios fue vendida en 1998. Nadie de la comunidad quiso comprarla, como si la mala suerte fuera contagiosa. Un inversor de la Ciudad de México la adquirió a un precio muy por debajo del mercado y la transformó en un campo de maíz.
Pasaron 17 años, como una herida que no terminaba de sanar. Marlene había envejecido en silencio, llevando la ausencia de su marido como un peso invisible. A los 67 años, trabajaba medio tiempo en una tienda de telas en el centro de San Gotardo y vivía en una casa pequeña que había comprado con el dinero de la venta de la hacienda. Rara vez hablaba de aquel viaje a Chiapas, pero nunca dejó de encender una vela cada lunes en la iglesia del Divino Espíritu Santo. Concepción, ahora con tres hijos de su otro matrimonio, todavía la visitaba de vez en cuando. Hablaban de todo, menos del pasado.
Fue una tarde de agosto de 2010 cuando el teléfono de Marlene sonó. La voz al otro lado era desconocida, con un fuerte acento chiapaneco. “¿Es usted la esposa de Antero Guimarães de Oaxaca?”. Marlene sintió que su corazón se aceleraba. Después de tantos años, había aprendido a desconfiar de las llamadas sobre su marido. Había recibido docenas de bromas telefónicas e informaciones falsas a lo largo de los años. “Sí, ¿por qué?”, preguntó. “Mi nombre es Joilson. Soy un empleado del aserradero Madeirense, aquí cerca de Comitán. ¿Podría venir hasta aquí? Encontramos algo que creo que es de su marido”. Esta vez fue diferente. La voz del hombre sonaba genuina, respetuosa. Marlene sintió que no se trataba de otra broma cruel. “¿Qué encontraron?”, preguntó. “Prefiero mostrárselo en persona, Doña Marlene. Es mejor que venga hasta aquí”.
El viaje a Chiapas fue diferente esta vez. Marlene ya no iba con la angustiosa esperanza de encontrar a Antero vivo. A los 67 años, había aprendido a vivir con la certeza silenciosa de la muerte, pero necesitaba saber lo que había pasado. Necesitaba respuestas para poder finalmente descansar.
El aserradero Madeirense estaba en una carretera secundaria a 20 kilómetros de Comitán, rodeado de troncos apilados y un fuerte olor a madera recién cortada. Joilson, un hombre de unos 40 años, la recibió con el sombrero en la mano y una expresión solemne. “Doña Marlene, fue así”, comenzó, llevándola a un almacén en la parte trasera del aserradero. “Estábamos limpiando un terreno que el aserradero compró hace unos meses, sabe. Tierra que ha estado abandonada desde siempre, era de un tal Isaías Ferreira, que murió hace unos 5 años”.
El almacén olía a aceite diésel y aserrín. En el suelo de cemento, sobre una lona azul, había objetos que Marlene no veía desde hacía 17 años. Cuatro carteras de cuero, resecas por el tiempo y la humedad de la selva. Dos de ellas aún tenían documentos legibles en su interior. “Las encontramos enterradas en una parte más cerrada del terreno”, explicó Joilson. “Estaban dentro de una bolsa de plástico bien escondida debajo de unas raíces”.
Marlene se arrodilló ante los objetos. Una de las carteras era, sin lugar a dudas, la de Antero. La foto en la identificación de su marido la miraba, amarillenta, pero reconocible. También estaban el carné de conducir, algunos recibos descoloridos de gasolineras y, en el bolsillo de monedas, una fina cadena de oro que ella misma le había regalado en la Navidad de 1992. “¿Hay algo más?”, preguntó, con la voz ahogada por la emoción. Joilson señaló un rincón del almacén, donde había cuatro relojes de pulsera, todos detenidos, y un paquete de documentos doblados dentro de un plástico grueso. Los papeles eran los contratos de arrendamiento que los cuatro hombres habían llevado para cobrar en 1993. Las hojas estaban amarillentas, pero aún legibles.
“La tierra de Isaías estaba justo en la carretera de Tapachula a Tuxtla Gutiérrez”, explicó Joilson. “Era un lugar un poco aislado. Criaba unas pocas cabezas de ganado y casi no recibía visitas. Una persona muy extraña, sabe. Después de que murió, sus hijos ni siquiera quisieron saber de la propiedad. La vendieron rápidamente al aserradero”.
Marlene sostenía la cadena de oro contra su pecho. Era el mismo hilo delicado que había elegido en una joyería de Oaxaca, pensando en la sonrisa que Antero le daría en Navidad. 17 años después, finalmente tenía una pista real de lo que había sucedido con su marido, pero sabía que eso era solo el comienzo de una verdad mucho más grande y dolorosa.
La policía de Comitán reabrió el caso con un renovado interés. El delegado Paulo Henrique Tavares, graduado hacía solo tres años, pero ya experimentado en los conflictos rurales de la región, asumió la investigación personalmente. Sabía que se trataba de un caso antiguo, pero el descubrimiento de los objetos personales lo cambiaba todo. La primera medida fue investigar la vida de Isaías Ferreira. Descubrió a un hombre con un pasado violento: dos condenas por amenazas, una por agresión y varios conflictos con vecinos por problemas de límites de tierra. Isaías era conocido en la región por su temperamento explosivo y su extrema desconfianza.
Pero Isaías había muerto hacía cinco años, víctima de un infarto. La investigación parecía haber llegado a otro callejón sin salida, hasta que el delegado Tavares decidió hablar con sus herederos. Isaías había dejado tres hijos: Marcelo, de 28 años, Sandra, de 31, y João, de 35. Los tres hermanos vivían en casas sencillas en la periferia de Tapachula. João trabajaba como mecánico, Sandra era limpiadora en una escuela pública y Marcelo se ganaba la vida como albañil. Ninguno de ellos había mantenido un contacto cercano con su padre en los últimos años de su vida. “Era muy difícil tratar con mi padre”, dijo Sandra en su primera conversación. “Apenas lo visitábamos. Vivía solo en esa hacienda, con su bebida y sus desconfianzas”. João confirmó la versión de su hermana. “Después de que nuestra madre murió en 1990, se puso aún más raro. Decía que todos querían robarle su tierra. Tenía miedo hasta de su propia sombra”.
Pero fue con Marcelo con quien el delegado Tavares sintió que algo era diferente. El joven mostraba un nerviosismo extraño. Desviaba la mirada cuando hablaba de su padre y sus respuestas eran evasivas. “¿Vivías con tu padre en 1993?”, preguntó el delegado. “Sí, vivía. Yo tenía 11 años”. “¿Recuerdas haber visto a cuatro hombres de Oaxaca por allí en una camioneta azul?”, le interrogó. Marcelo dudó. “No, no lo recuerdo”.
Pasaron tres días de interrogatorios tensos y respuestas contradictorias. Marcelo ora negaba cualquier recuerdo, ora admitía que mucha gente pasaba por la hacienda. El delegado Tavares se dio cuenta de que el joven escondía algo importante. En la cuarta conversación, ya era diciembre de 2010. Marcelo llegó a la comisaría visiblemente afectado. Había adelgazado, tenía ojeras profundas y las manos le temblaban. Dijo que había pasado tres noches sin dormir bien. “Delegado”, dijo con voz débil. “Mi padre me hizo jurar que nunca le contaría esto a nadie, pero no puedo soportar más este peso. Me está matando por dentro”.
El testimonio de Marcelo fue grabado en una cinta de casete que todavía existe en los archivos de la comisaría de Comitán. En ella, un hombre de 28 años cuenta, entre largas pausas y sollozos contenidos, lo que presenció una tarde de marzo de 1993. Según Marcelo, los cuatro hombres de Oaxaca realmente llegaron a la propiedad de Isaías el tercer día del viaje, alrededor de las 2 de la tarde. No eran esperados y se habían equivocado de dirección. Buscaban a Valdomiro Santos y alguien en Tapachula les había dado indicaciones erróneas.
Llegaron lentamente en la camioneta azul, se bajaron y llamaron a la puerta. “Mi padre había estado bebiendo en la terraza desde la mañana. Cuando vio a los cuatro hombres, enseguida desconfió”. Isaías, alcoholizado y paranoico, no creyó en la historia de los visitantes. Pensó que mentían, que eran invasores de tierra o pistoleros enviados por rivales. En su mente perturbada, cualquier extraño representaba una amenaza. “Los hombres fueron educados”, continuó Marcelo en la grabación. “Explicaron que era solo un error. Mostraron los papeles, hablaron de ese tal Valdomiro, pero mi padre no quiso saber nada. Les gritó que se fueran de la propiedad, dijo que no era lugar para oaxaqueños vagabundos”.
La situación escaló rápidamente. Isaías entró en la casa y regresó con una escopeta calibre 12. Los cuatro hombres, asustados, intentaron calmar la situación. Antero, el mayor, intentó razonar con él. “Señor Isaías, no queremos problemas, es solo un malentendido. Nos vamos ahora mismo”. Pero Isaías estaba fuera de sí. Primero disparó al aire para asustarlos. Los hombres corrieron hacia la camioneta. Fue entonces cuando ocurrió la tragedia. “Mi padre pensó que iban a buscar refuerzos”, dijo Marcelo, con la voz casi inaudible. “Gritó: ‘No van a salir de aquí para contar la historia’”. Y les disparó. “Yo lo vi todo desde la ventana de la casa”.
Lo que siguió fue una carnicería que Isaías se encargó de esconder con la ayuda de su hijo de 11 años. Los cuatro hombres murieron allí mismo, en la carretera de tierra frente a la puerta de la hacienda. Isaías obligó a Marcelo a ayudarlo a arrastrar los cuerpos a una zona de selva espesa en la parte trasera de la propiedad. “Mi padre cavó una fosa grande con la pala. Me dijo que si se lo contaba a alguien, la policía nos arrestaría a los dos, que dirían que fue un asalto, no en legítima defensa”.
La camioneta F1000 fue desarmada pieza por pieza durante varias semanas. Las piezas se vendieron como chatarra en desguaces de Tuxtla Gutiérrez y Comitán. El motor fue arrojado a un arroyo. Los objetos personales de los cuatro hombres fueron enterrados en diferentes puntos de la hacienda. Isaías inventó la versión de que nunca había visto a los oaxaqueños y entrenó a su hijo para que repitiera la misma historia. Durante 17 años, Marcelo cargó con el secreto, desarrollando depresión, alcoholismo y una culpa que casi lo llevó al suicidio en varias ocasiones. “Yo era un niño”, dijo al final de la grabación. “Tenía miedo de mi padre, miedo de la policía, miedo de todo, pero ahora soy un adulto. No puedo seguir viviendo con esto”.
En enero de 2011, una operación de la Policía Civil de Chiapas, con el apoyo de la policía científica, localizó los restos de los cuatro hombres en una zona de selva densa de la antigua propiedad de Isaías. Los cuerpos fueron identificados a través de exámenes dentales y de ADN. Marcelo Ferreira fue acusado como cómplice, pero el Ministerio Público tomó en cuenta su edad en el momento de los hechos y el trauma psicológico sufrido. Fue condenado a solo dos años de servicio comunitario y tratamiento psicológico obligatorio.
En marzo de 2011, exactamente 18 años después de la partida de San Gotardo, Marlene Guimarães finalmente pudo enterrar a su marido en el cementerio municipal de la ciudad. La ceremonia reunió a más de 300 personas, incluyendo a toda la comunidad rural de la región. En la lápida de mármol blanco, una frase sencilla: “Antero Guimarães, 1941-1993, regresó a casa”. Lourenço, Cícero y Hélio fueron enterrados el mismo día en ceremonias que cerraron un ciclo de dolor que duró casi dos décadas. Concepción, ahora con 45 años y madre de tres hijos, dejó un ramo de flores en la tumba de Lourenço. Los hijos de Cícero, Rodrigo y Fernanda, ya adultos, finalmente pudieron llorar a su padre.
El caso de los cuatro socios que desaparecieron en el camino a Chiapas se convirtió en un hito en la región, no por la violencia en sí misma, sino por cómo la desconfianza, el miedo y la paranoia pueden transformar un simple malentendido en una tragedia que dura décadas. Hoy, en la carretera que une San Gotardo con la Ciudad de México, un pequeño memorial de madera recuerda la historia de los cuatro hombres que salieron a cobrar una deuda y nunca regresaron. Es un recordatorio silencioso de que en las vastas tierras del interior de México, algunas verdades permanecen enterradas por demasiado tiempo, esperando que alguien tenga el coraje de desenterrarlas.
Marlene, ahora de 78 años, visita la tumba de su marido cada lunes. Le lleva flores del jardín que plantó detrás de su casa y le habla en voz baja sobre los acontecimientos de la semana. Dice que finalmente puede dormir en paz, sabiendo que él está donde siempre debió quedarse, en casa.