
En mayo de 2020, Alejandro, Ricardo y Javier Morales, tres hermanos trillizos idénticos originarios de la capital de Chihuahua y conocidos por su inquebrantable apego familiar, emprendieron lo que prometía ser una épica aventura de campismo en las majestuosas y temidas Barrancas del Cobre.
Su objetivo era pasar una semana en la remota Sierra Tarahumara, pescando en ríos escondidos y explorando senderos poco transitados. Antes de su partida, su madre, Doña Elena, los despidió con el corazón encogido, pidiéndoles una y otra vez que prometieran enviar una señal tan pronto como salieran de la zona de silencio telefónico.
Los jóvenes, todos ingenieros y expertos en supervivencia en la montaña, la calmaron con risas, sin imaginar la espeluznante incertidumbre que estaba a punto de devorar a su familia. El último rastro conocido de ellos fue una foto que publicaron en redes sociales, mostrando sus mochilas junto a un viejo letrero polvoriento que señalaba la entrada a un cañón olvidado.
Cuando el tiempo límite de su regreso se cumplió y no hubo noticias, la alegría familiar se disolvió en un pánico desgarrador. La Fiscalía General del Estado de Chihuahua activó de inmediato una de las operaciones de búsqueda y rescate más complejas en la historia de la región. La camioneta de los Morales fue localizada días después, varada al inicio de un camino de terracería cerca del poblado de Creel.
Las llaves estaban en el contacto y todas sus pertenencias, incluidas carteras e identificaciones, permanecían en el interior. El escenario era frío y desconcertante, como si los trillizos hubieran bajado del vehículo y simplemente se hubieran desvanecido en el aire de la sierra.
Los equipos de rescate, asistidos por perros especializados en la búsqueda en terrenos difíciles y guías rarámuris, peinaron incansablemente la zona.
Solo encontraron una pista mínima: una linterna frontal, propiedad de Javier, rota al pie de una formación rocosa. Después de ese punto, el rastro se evaporó por completo, dejando a los investigadores con la aterradora sensación de que la montaña había decidido guardar su secreto.
Meses se convirtieron en años de dolor y desesperación. La familia Morales no escatimó recursos, publicando anuncios por todo el país y organizando sus propias expediciones, enfrentando el silencio de la Tarahumara, una región famosa tanto por su belleza indomable como por sus leyendas de antiguas minas olvidadas y cañones traicioneros.
Cuando la esperanza de encontrarlos con vida se había extinguido casi por completo, surgió un milagro tecnológico. Una empresa privada de mapeo, convencida por la Adjunta Silvia Chávez de la Fiscalía, propuso utilizar su flota de drones de última generación equipados con cámaras térmicas y LiDAR, capaces de penetrar el denso follaje.
Este esfuerzo, financiado por la propia familia, comenzó a rastrear zonas consideradas inaccesibles para el humano.
Fue en la madrugada del tercer día de vuelo, a más de quince kilómetros del punto donde se halló el vehículo, cuando los sensores del dron detectaron una “firma anómala”. La imagen satelital reveló una forma geométrica enterrada bajo una capa de maleza y rocas.
Al amanecer, un equipo especializado en rescate de alta montaña logró acceder al punto, un terreno tan peligroso que justificaba por qué había sido ignorado en los barridos anteriores.
Allí, bajo un árbol centenario, descubrieron el campamento de los Morales, petrificado por el tiempo y la humedad. Encontraron el resto de su equipo, enseres de cocina y objetos personales, dejados de forma inexplicable.
La escena más escalofriante se ubicaba justo a la entrada de la tienda de campaña, donde se alineaban tres pares de botas de montaña perfectamente colocadas, como si los hermanos hubieran salido de su refugio descalzos o únicamente con calcetines, en medio de la noche.
La tenacidad de la Adjunta Chávez y la revisión de antiguos mapas geológicos de la región condujeron a un nuevo foco de investigación. La Sierra Tarahumara está plagada de vestigios de la fiebre minera del siglo pasado, con cientos de túneles y tiros sin sellar.
A poca distancia del campamento abandonado, y casi invisible entre la maleza, el equipo de búsqueda localizó un viejo tiro de mina, un pozo vertical cubierto por un falso techo de ramas. El hueco, un abismo de terror que se hundía en el corazón de la montaña, ofrecía la única explicación lógica a una desaparición tan absoluta.
Con sumo cuidado y equipos de seguridad especiales, los socorristas descendieron a la oscuridad. Fue a cincuenta metros de profundidad, en una grieta lateral del túnel principal, que se hizo el hallazgo que reveló el trágico desenlace de la historia.
La evidencia recolectada por la Fiscalía confirmó que los trillizos quedaron irremediablemente atrapados en las profundidades de la mina. Los expertos creen que, al salir de su tienda en la oscuridad, quizás atraídos por un ruido o en busca de agua, cayeron por accidente en el pozo oculto y, descalzos, les fue imposible escalar o buscar ayuda.
El fin del misterio proporcionó a Doña Elena Morales y a toda la comunidad chihuahuense un cierre doloroso, transformando la memoria de los trillizos de una incertidumbre desgarradora a un sombrío recuerdo de la implacable majestad y los peligros ocultos de la Sierra Tarahumara.