
Era una calurosa mañana de jueves en Puebla, noviembre de 1995. El aire seco del altiplano parecía robar toda la humedad, mientras el ventilador de techo giraba perezosamente en la cocina de la casa en la Calle de las Jacarandas.
“¿No has olvidado que hoy es el cumpleaños de Doña Elvira, verdad?”
La voz de Victoria Morales, de 34 años, llenaba el espacio mientras terminaba de preparar el pollo con mole que llevaría a la fiesta de la vecina. Maestra en la escuela primaria del barrio desde hacía ocho años, Victoria era el pilar de la comunidad: paciente, amable y presente en cada celebración.
Su esposo, el Comandante Ricardo Mendoza, se ajustaba la corbata frente al espejo. “Claro que no lo olvidé, pero quizás llegue un poco más tarde. Tenemos ese caso del asalto en la autopista México-Puebla”.
Victoria se secó las manos en su delantal floreado y se acercó a él. El olor a especias se mezcló con el suave perfume que él le había regalado en su último aniversario. “No dejes esperando mucho a Doña Elvira. Pasó todo el día de ayer preparando ese pan de elote que tanto te gusta”.
Ricardo sonrió, le dio un beso en la frente y tomó las llaves de su Tsuru azul estacionado en la cochera. Era un ritual de 15 años de matrimonio. Victoria siempre se quedaba en la puerta, saludando con la mano hasta que el coche desaparecía en la esquina.
Pero esa mañana, algo fue diferente.
El vecino de al lado, Don Joaquín, que regaba su jardín religiosamente a las 7:30, notó que Victoria no salió a despedirse. Vio cómo la cortina de la sala se movía ligeramente, pero ella no apareció.
A las 14:00 horas, Ricardo llamó a casa para avisar que se retrasaría. Nadie atendió. Asumió que ya estaría en la fiesta.
A las 18:00, el patio de Doña Elvira bullía de vida. Niños corrían, la música de rancheras sonaba en una grabadora, pero no había rastro de Victoria ni de su famoso mole. Ricardo llegó a las 19:00, exhausto tras un día de interrogatorios. “¿Dónde está Victoria?”, preguntó a la anfitriona.
“Pensé que vendría contigo. Estuve esperando ese mole todo el día”, respondió la anciana.
Un nudo se formó en el estómago de Ricardo. Cruzó la calle corriendo, abrió la puerta y gritó su nombre. Silencio. La cocina estaba exactamente como la había dejado. El mole, cubierto, seguía en el refrigerador. El delantal floreado colgaba en su lugar. Solo faltaban sus zapatos de salir y su bolso de cuero marrón.
A las 20:15, Ricardo Mendoza estaba de vuelta en la comandancia. Esta vez, no como Comandante, sino como un esposo desesperado levantando un acta por desaparición. Lo que no sabía era que ese sería el último registro oficial de Victoria por mucho, mucho tiempo.
La primera semana fue un borrón de actividad frenética. Ricardo movilizó a toda la fuerza policial de Puebla. Carteles con la foto sonriente de Victoria, tomada en el festival escolar, empapelaron la ciudad. Sus colegas maestras organizaron búsquedas, mostrando su foto en tiendas y terminales de autobuses. Nada.
El hermano de Victoria, Antonio, un transportista que conocía cada carretera del país, condujo durante dos semanas, deteniéndose en cada puesto de gasolina y fonda de carretera. “Ella no es de irse sin avisar”, repetía. “Victoria es organizada. Algo le pasó”.
Pero la investigación se enfrió. No había signos de entrada forzada, ni indicios de lucha. Era como si Victoria Morales se hubiera desvanecido en el aire de su propia cocina.
Ricardo se sumergió en el trabajo con una intensidad que preocupaba a sus colegas. Llegaba antes de las 6:00 y se iba después de la medianoche. Revisaba el archivo de su esposa una y otra vez. Adelgazó, su cabello encaneció prematuramente y desarrolló el hábito de caminar por la calle de madrugada, como si esperara verla regresar.
Los años pasaron en una rutina de esperanza y desesperación. La casa de la Calle de las Jacarandas se convirtió en un santuario involuntario. El cuarto de la pareja permaneció intacto. Sus cosméticos seguían en el tocador, su ropa en el armario. Ricardo cambiaba las flores del jarrón de la sala cada semana, siempre las que a ella le gustaban.
En 2005, diez años después, fue transferido a la Ciudad de México. No pudo vender la casa. “¿Y si vuelve y no me encuentra?”, justificaba a sus amigos. La casa quedó cerrada, un monumento silencioso a una vida interrumpida.
Enero de 2010. Quince años después de la desaparición. El calor sofocante hacía crujir la madera de la casa cerrada. Ricardo, ahora con 58 años y el cabello completamente blanco, finalmente había tomado la difícil decisión de rentar la propiedad.
“Necesita una buena remodelación, Comandante”, dijo Claudio, el albañil contratado. Claudio, de 45 años, conocía la historia. Había sido vecino de los Mendoza años atrás y recordaba vagamente a esa maestra simpática que saludaba a todos.
El trabajo comenzó. La primera semana fue de pintura y electricidad. La segunda semana, llegó el turno de la cocina. Había una gran mancha de humedad en el muro detrás de donde solía estar la estufa.
“Vamos a tener que picar el aplanado, ver si no hay una tubería rota”, le dijo Claudio a su ayudante, Javier.
La mañana del 20 de enero, Claudio comenzó a golpear el muro con un mazo. Al cuarto golpe, la herramienta atravesó el muro con una facilidad inesperada. Había un espacio vacío detrás.
“Javier, ven aquí. Este muro está hueco”.
Claudio continuó rompiendo el yeso con cuidado. No era una tubería rota. Era una cavidad construida a propósito.
“Jefe, creo que tiene que ver esto”, dijo Javier, apuntando con una linterna.
Claudio dirigió el haz de luz al interior. Primero vio un trozo de tela. Luego, algo que brillaba. Con cuidado, extendió la mano y sacó un objeto pequeño y pesado. Era una alianza de oro, con una inscripción interna casi borrada: Ricardo y Victoria. 15/4/1980.
El corazón de Claudio se disparó. Iluminó mejor el interior. Había un zapato de cuero marrón. Fragmentos de tela. Y al fondo, parcialmente cubierto de ladrillos y argamasa, algo que hizo que Claudio retrocediera instintivamente, dejando caer la linterna.
Restos óseos.
Después de 15 años, Victoria había sido encontrada. Estaba en casa todo el tiempo.
La llamada de Claudio llegó a la comandancia en la Ciudad de México a las 11:47. “Comandante, tiene que venir a la casa de la Calle de las Jacarandas. Ahora”.
Ricardo llegó a Puebla y estacionó frente al que había sido su hogar. La policía ministerial ya estaba allí. Claudio estaba sentado en la banqueta, temblando. “Estaba en el muro de la cocina, Comandante. Detrás de la estufa”.
Ricardo entró en la casa como un sonámbulo. Sobre la mesa de la cocina, dentro de una bolsa de evidencia, estaba la alianza que él le había puesto en el dedo 30 años atrás.
La investigación reveló detalles perturbadores. El muro había sido construido con técnica profesional. Alguien con conocimientos de albañilería había creado esa cavidad con precisión, sellándola para evitar olores. Se estimó que los restos habían sido colocados allí entre 24 y 48 horas después de la partida de Victoria.
Tres días después, el inspector Marcos Torres, a cargo del caso, recibió una llamada. Era Doña Mercedes, de 73 años, una antigua vecina que se había mudado en 1997.
“Nunca dije nada porque no estaba segura”, dijo la anciana en la fiscalía. “Pero en la madrugada del 17 de noviembre de 1995, entre las 2 y 3 de la mañana, me desperté por un ruido de obra en casa de los Mendoza. Golpes, martillazos”.
Mercedes había espiado por la ventana. Vio luz en la cocina de los Mendoza. Dos siluetas se movían: una era el Comandante Ricardo, la otra un hombre más bajo que cargaba cubetas y herramientas. “Al día siguiente, cuando dijeron que Victoria había desaparecido, me confundí. Ricardo no dijo nada de la obra, así que pensé que me había equivocado”.
Con esta información, el inspector Torres encontró la inconsistencia crucial. Ricardo había declarado que llegó a casa a las 19:30. Pero Mercedes era categórica: él estaba en casa de madrugada, realizando una obra en el muro de la cocina.
Convocaron a Ricardo Mendoza. Se sentó en la sala de interrogatorios, en el lado opuesto al que había ocupado toda su vida.
“Ricardo”, comenzó Torres, “necesito que me cuentes exactamente qué pasó la noche del 16 al 17 de noviembre de 1995”.
El silencio duró casi cinco minutos. Cuando finalmente habló, su voz era un susurro. “Nunca quise que sucediera de esa manera”.
La confesión fue desgarradora. Contó que llegó a casa esa noche alterado y estresado por el trabajo. Victoria lo esperaba, preocupada por su tardanza y sus hábitos. Discutieron. La discusión escaló.
“Yo estaba estresado, cansado. Perdí el control”.
Hubo un empujón. Victoria perdió el equilibrio, se golpeó la cabeza contra el borde del fregadero de la cocina y cayó. Ricardo intentó reanimarla, pero ya era tarde. El desenlace fue fatal.
“Entré en pánico”, confesó. “Pensé en mi carrera, en mi reputación. Un Comandante responsable de la partida de su propia esposa. Mi vida se acabaría”.
Esa madrugada, llamó a César, un albañil que le debía favores por haber ayudado a su hijo a salir de un problema años atrás. César llegó, vio la situación y lo ayudó. Construyeron el muro juntos esa misma noche. César había fallecido de un infarto cinco años después, llevándose el secreto con él.
Durante 15 años, Ricardo vivió con el peso de la culpa. Organizó búsquedas para la mujer que él mismo había ocultado. Lloró en misas por la mujer que estaba en su propia cocina.
“Cada mañana me despertaba y por unos segundos olvidaba lo que había pasado. Gritaba su nombre, esperaba una respuesta. Luego la realidad volvía y tenía que vivir otro día fingiendo”.
En 2011, Ricardo fue condenado a 18 años de reclusión por el trágico incidente y el posterior ocultamiento de los restos. Al salir del tribunal, Antonio, el hermano de Victoria, se le acercó y le dijo una sola cosa: “15 años. Ella estuvo 15 años esperando para volver a casa”.
La casa de la Calle de las Jacarandas fue demolida seis meses después. En el terreno vacío, el ayuntamiento plantó un árbol de jacaranda, que florece cada año con la primavera. Dicen que a veces, cuando el viento sopla, los pétalos morados vuelan por la calle, como si alguien estuviera saludando por última vez.