El secreto del convento de Santa Gertrudis: ¿milagro o una verdad mortal?

El aire en el convento de Santa Gertrudis era denso esa mañana, cargado de una quietud que antecedía a la tormenta. La Hermana Esperanza, una figura de aparente inocencia y devoción, sostenía en sus brazos a un bebé de pocos meses, mientras un niño de dos años se aferraba a su hábito blanco. Con una sonrisa serena que no encajaba con la gravedad de sus palabras, le dijo a la Madre Gracia: “Madre superiora, creo que estoy embarazada otra vez”. El corazón de la Madre Gracia se detuvo. Su rostro, habitualmente sereno, palideció ante la noticia. ¿Cómo era posible? Por tercer año consecutivo, la misma monja, en un lugar donde ningún hombre, con la excepción del Padre Camilo, ponía un pie, estaba embarazada de nuevo.

La Madre Gracia intentó mantener la calma, pero una avalancha de emociones se apoderó de ella: incredulidad, miedo, y una creciente sospecha que iba en contra de toda su fe. Se había tragado el cuento del milagro divino las dos primeras veces, pero ahora, la persistencia de estos embarazos inexplicables sonaba a una burla cruel, un desafío a la lógica y a las leyes de Dios. “Esto no tiene ningún sentido”, murmuró, mientras se preguntaba si su fe inquebrantable en la palabra de Dios, había sido la ceguera que necesitaba el demonio para campar a sus anchas por su convento.

Decidida a terminar de una vez por todas con el misterio, la Madre Gracia llamó a la Doctora Clare, la médico de confianza del convento. La joven, que había llegado al lugar de forma casi tan misteriosa como la Hermana Esperanza, le confirmó lo que la madre ya sabía en su corazón: la prueba era positiva. Lo que vino después, sin embargo, la dejó sin aliento. A diferencia de un embarazo normal, el cuerpo de Esperanza no mostraba ninguna evidencia de contacto físico. “Ella sigue técnicamente pura”, confirmó la doctora.

La noticia le cayó como un balde de agua fría, la confirmó en sus peores sospechas. La pureza del cuerpo de Esperanza, en lugar de ser una prueba del milagro, se convertía en la evidencia irrefutable de un secreto que ni siquiera la medicina podía explicar. La fe de la Madre Gracia se tambaleó. ¿Era la Hermana Esperanza realmente un conducto para los milagros de Dios? ¿O había un secreto escondido, tan peligroso que la misma razón se negaba a aceptarlo?

La madre se decidió por la segunda opción y empezó una investigación. Con la ayuda de su leal compañera, la Hermana Ana Francis, una monja de mirada aguda y de un silencio tan profundo como su lealtad, la Madre Gracia se embarcó en una búsqueda de la verdad que la pondría en una ruta de colisión contra una fuerza que ni siquiera podía imaginar. Años de paz y de serenidad en el convento se habían esfumado, y en su lugar, un torbellino de sospechas y dudas consumía el lugar.

La historia del misterio comenzó dos años antes. La Madre Gracia, la Hermana Ana y la recién llegada Doctora Clare caminaban por el convento, aliviadas por la buena salud de las monjas. La doctora, con una sonrisa, dijo que, a pesar de que no era un ángel, tal vez algún día, uno de verdad bajaría a su “pequeño santuario” en el convento. Lo que no sabían es que su profecía se cumpliría, pero de una manera que traería la tragedia.

Esa misma noche, un ruido que hizo temblar los cimientos del convento, despertó a la Madre Gracia. Se apresuró a llamar a la Hermana Ana y juntas, con el corazón en la garganta, se aventuraron al patio. Lo que vieron allí, las dejó paralizadas por el terror. En medio del patio, una mujer joven yacía inconsciente en el suelo, vestida con un hábito blanco que brillaba con un resplandor celestial. La Madre Gracia la tocó, confirmando que estaba viva, y enseguida llamaron a la Doctora Clare.

La joven se despertó sin memoria, sin nombre y sin pasado. Su cuerpo, sin embargo, era físicamente perfecto. Conmovida por el miedo en los ojos de la extraña, la Madre Gracia le dio un nombre, Esperanza, y la aceptó en el convento. La excusa fue que era una nueva novicia que había llegado para ayudar, un secreto que ninguna otra monja en el lugar conocía. Lo que no sabían era que esa joven era un rompecabezas con una pieza que no encajaba en ningún lugar.

Los meses pasaron y Esperanza se adaptó a la vida del convento. Era devota, amable y servicial. Pero entonces, la primera señal de que algo andaba mal, apareció. Esperanza se quejó de mareos y náuseas. La Madre Gracia la envió a ver a la Doctora Clare, quien confirmó que los síntomas eran de un embarazo temprano. La noticia dejó a la madre y a la hermana Anne en un estado de shock. Las dos, sin embargo, estaban tranquilas porque creían que la joven se había metido en algún lío antes de llegar al convento.

Pero una vez más, la doctora les dio una noticia que desafiaba toda lógica. La joven no había tenido contacto físico con nadie. Su pureza seguía intacta. Esperanza, con una sonrisa radiante, lo proclamó como un milagro de Dios. La Madre Gracia, una mujer de fe profunda, se vio en una encrucijada. Convocó al Padre Camilo, un hombre de fe tan inquebrantable como la suya, y le contó lo sucedido. El sacerdote, aturdido, proclamó la noticia como un milagro y le advirtió que lo mantuviera en secreto para no atraer la atención del mundo exterior.

El embarazo de Esperanza transcurrió sin las molestias que suelen acompañar a la gestación. La monja seguía activa, sin cansarse, y rehusaba que cualquier persona, con excepción de la Doctora Clare, se le acercara o tocara su vientre. “Debe permanecer intocado. Dios lo quiere así”, decía la joven con una convicción que perturbaba a todos. La hermana Ana Francis, con la experiencia de haber atendido a decenas de mujeres embarazadas, sospechó de inmediato. La falta de dolor y la facilidad con la que Esperanza se movía, eran señales de que había algo extraño.

Las sospechas de la Hermana Ana se confirmaron en una fría noche. El grito de un bebé recién nacido rompió el silencio del convento. La Madre Gracia y la Hermana Ana corrieron al cuarto de Esperanza. La escena que encontraron allí las dejó boquiabiertas: la joven monja, radiante y serena, tenía en sus brazos a un bebé recién nacido, su hábito manchado de sangre. “El bebé es real”, susurró Ana Francis, aturdida. Lo que no entendía era quién había ayudado a dar a luz a la mujer. “Lo hice con la ayuda de Dios”, dijo Esperanza, radiante.

Y así, dos veces más, la Hermana Esperanza tuvo un embarazo y un parto, sin dolor, sin contacto con un hombre. Cada vez, la Hermana Ana Francis y la Madre Gracia se volvieron más suspicaces. Pero el miedo a ir contra Dios y los milagros, las detuvo. Solo cuando la monja quedó embarazada por tercera vez, la Madre Gracia tomó la decisión de encontrar la verdad, el secreto que se escondía detrás de la pureza de Esperanza.

Lo que descubrió, desafiaría la lógica de cualquier creyente. Y sería tan peligroso que la Madre Gracia terminaría en un ataúd de madera, a dos metros bajo tierra. La verdad, a veces, es más monstruosa que cualquier cuento de hadas.

Related Posts

Our Privacy policy

https://tw.goc5.com - © 2025 News