
Por la Redacción Puebla, México – Dicen los viejos guías de Tlachichuca que el Citlaltépetl (Pico de Orizaba) es un dios celoso que, de vez en cuando, exige un sacrificio. Pero lo que ocurrió con Elena Bracho no fue obra de la naturaleza, ni un capricho del volcán. Fue la mano negra del hombre la que intentó usar el hielo eterno como cómplice para ocultar una traición inconfesable.
En junio de 2018, Elena Bracho, una respetada guía de montaña veracruzana de 36 años, salió del albergue de Piedra Grande con destino al Glaciar de Jamapa. Prometió regresar en 48 horas. Conocía la ruta como la palma de su mano; no buscaba la gloria, era su trabajo. Sin embargo, la última señal de su radio se perdió cerca de la zona conocida como “El Sarcófago”. Entró un frente frío, la neblina cubrió la cima y Elena se desvaneció.
Durante semanas, Protección Civil, la Brigada de Socorro Alpino y decenas de voluntarios peinaron la zona. Encontraron su campamento base: impecable. La casa de campaña cerrada, el sleeping bag enrollado, la comida intacta. No había rastro de pánico, ni huellas de avalancha. Era como si la tierra se la hubiera tragado. El caso se cerró administrativamente como “desaparición accidental en alta montaña”, una tragedia más en las estadísticas del coloso de México. Su familia, sin cuerpo que velar, tuvo que conformarse con la incertidumbre.
El Hallazgo en la Catedral de Cristal
Pasaron tres años. En julio de 2021, el cambio climático hizo lo que los rescatistas no pudieron. Un equipo de investigadores del Instituto de Geofísica de la UNAM subió al glaciar para monitorear el retroceso del hielo. El Dr. Eric Soto, líder de la expedición, notó una cavidad inusual que se había abierto recientemente cerca de la cota de los 5,100 metros.
Al descender a rappel por esa grieta, se encontraron con una bóveda de hielo tan transparente que parecía vidrio soplado. Y ahí, incrustada en el techo de la caverna, vieron una mancha roja.
“Al principio pensamos que era basura dejada por turistas”, relató Soto a la prensa local. “Pero al iluminar con las lámparas, vimos una bota. Luego una mano”.
A través de metros de hielo cristalino, el cuerpo de Elena Bracho colgaba boca abajo, preservado en una suspensión criogénica perfecta. Sus ojos, abiertos, parecían mirar a los intrusos desde el más allá. La escena era tan antinatural que los científicos supieron de inmediato que aquello no era un accidente. Un cuerpo que cae en una grieta se destroza o queda encajado de forma caótica; este cuerpo parecía haber sido colocado.
La Evidencia del Crimen
El rescate del cuerpo fue una operación de alto riesgo coordinada por la Fiscalía de Puebla y especialistas en alta montaña. Cuando el bloque de hielo llegó al Servicio Médico Forense (SEMEFO), la verdad comenzó a descongelarse.
El Comandante David Cárdenas, un veterano investigador de la Fiscalía que nunca olvidó el expediente Bracho, estuvo presente en la autopsia. “No tenía huesos rotos por caída”, anotó en su informe. “Pero tenía un traumatismo craneoencefálico severo en la nuca, provocado por un objeto contundente, probablemente un piolet”.
Más incriminatorio aún: la cuerda de seguridad que tenía atada a la cintura no se había roto por tensión. El corte era limpio, hecho con una navaja filosa. Además, faltaban sus pertenencias más valiosas para una investigación: su GPS, su bitácora de ruta y su cámara profesional. Le habían robado la memoria, pero no pudieron robarle la justicia.
En la cueva, los peritos recuperaron un mosquetón viejo y oxidado, olvidado por los asesinos. Tenía grabado un logotipo casi borrado: un águila real sobre un triángulo. Era el emblema de “Aventuras de Altura”, una operadora turística local con sede en Ciudad Serdán.
La Traición
La investigación se centró en los empleados de esa empresa en la temporada 2018. Todas las miradas apuntaron a dos hombres: Gualterio Guzmán, alias “El Tuerto”, un mecánico y guía ocasional con antecedentes por riñas, y Luis Ortega, el dueño de la empresa y, irónicamente, amigo cercano de Elena.
La policía cateó el domicilio de “El Tuerto” en una zona marginada de las faldas del volcán. Encontraron equipo de montaña que no podía costear y, lo más importante, transferencias bancarias mensuales de parte de Luis Ortega bajo el concepto de “apoyo logístico”. Pero la pieza clave apareció en una caja fuerte oculta en la oficina de Ortega: el diario personal de Elena.
Las últimas páginas, escritas días antes de su muerte, revelaban el móvil. Elena no había muerto por un accidente. Había muerto por ver demasiado.
Durante una exploración previa en una zona baja y boscosa del parque nacional, Elena se topó con un “sembradío” clandestino oculto entre las barrancas, protegido por gente armada. Inocente, creyó que era su deber reportarlo para proteger el parque, y cometió el error fatal de contárselo a Luis Ortega, pensando que él, como empresario turístico, la ayudaría a denunciar.
Lo que Elena no sabía era que Ortega lavaba dinero para el grupo criminal que controlaba esos cultivos en la sierra.
“Se lo enseñaré a Luis mañana, él sabrá con quién hablar en la Fiscalía”, escribió Elena. Esa lealtad le costó la vida.
Justicia en las Alturas
Interrogado por la Fiscalía, “El Tuerto” Guzmán se quebró. Confesó que Ortega le pagó 50 mil pesos para “darle un susto” que se salió de control, o quizás, que siempre fue una orden de ejecución. Narró con frialdad cómo la interceptaron en el glaciar, la golpearon y, para deshacerse del cuerpo, Ortega sugirió usar una grieta profunda que él conocía, apostando a que el hielo la ocultaría para siempre. La colocaron boca abajo como un macabro mensaje o simplemente para no verle la cara mientras la cubrían de nieve.
Luis Ortega fue detenido intentando huir hacia Veracruz. Ambos fueron sentenciados a 40 años de prisión por homicidio calificado.
Hoy, el cuerpo de Elena descansa finalmente en un cementerio de Orizaba, lejos del frío eterno. Su caso se ha convertido en una leyenda entre los alpinistas mexicanos, una advertencia de que la montaña es sagrada y no tolera la maldad. Como dijo el Comandante Cárdenas al cerrar el caso: “Creyeron que el Pico de Orizaba sería su cómplice, pero se les olvidó que, tarde o temprano, el volcán siempre escupe lo que le hace daño”.
El Glaciar de Jamapa sigue retrocediendo, llorando agua dulce por el calentamiento global, pero al menos ya no llora en silencio por Elena.