El viaje de sus vidas, el comienzo de una nueva etapa, la culminación de un sueño de décadas. Eso era lo que significaba la pickup Ford roja para el maestro Ignacio Hernández Morales y la maestra Carmen Vázquez de Hernández. Para esta pareja, que había dedicado 42 años de su vida y matrimonio a la educación de miles de niños en el Distrito Federal, la jubilación no era el fin de un camino, sino el inicio de una aventura. Querían recorrer México, recrear su foto de bodas en cada lugar emblemático y vivir la libertad que les había negado la rutina.
Su primer destino fue Oaxaca. Un estado de belleza milenaria, con una riqueza cultural y gastronómica que prometía ser el telón de fondo perfecto para el primer capítulo de su aventura. Su Ford, aunque usada, era su pasaporte a la libertad, un vehículo que no los ataba a horarios de autobuses ni a tours organizados. Era su propio rincón de felicidad sobre ruedas. Ignacio, de 68 años, y Carmen, de 65, se despidieron de su modesta casa en la colonia Narvarte, de sus vecinos que los veían como un ejemplo de amor y dedicación, y se lanzaron a la carretera con la ilusión de dos jóvenes recién casados. En su regazo, un álbum de fotos, el testimonio de una vida compartida, y en el corazón, la promesa de una luna de miel tardía.
El viaje transcurrió sin incidentes durante los primeros días. Se adentraron en las montañas que separan Puebla de Oaxaca, con su sinuosa carretera y su túnel verde de pinos y encinos. Carmen, acostumbrada al bullicio de la capital, se maravillaba con el silencio y la majestuosidad de la naturaleza. “Es hermoso”, le dijo a Ignacio, “pensar que llevamos 40 años viviendo en el Distrito Federal sin conocer esto”. Un reflejo de la vida que estaban a punto de descubrir, llena de sorpresas y tesoros ocultos.
Al llegar a Oaxaca, la ciudad los recibió con su encanto colonial, sus calles empedradas y el aroma de mole tradicional que salía de los restaurantes. Su plan era sencillo: visitar los lugares que habían visto en revistas de turismo. Monte Albán, el Árbol del Tule, los mercados. En un restaurante tradicional, mientras degustaban mole, el propietario, un hombre de bigote canoso, les recomendó un lugar que, según él, era la joya oculta de la región: la Presa Benito Juárez. Un lugar tranquilo y sereno, perfecto para pescar y hacer días de campo. Ignacio tomó nota en una servilleta, sin saber que esas indicaciones rudimentarias los guiarían hacia un punto de no retorno.
La Presa Benito Juárez se convirtió en su siguiente parada. Un lugar idílico, con un espejo natural de agua azul profundo y laderas cubiertas de vegetación. El silencio era total, solo interrumpido por el murmullo del viento. Carmen, fascinada, fotografió cada rincón. Incluso recrearon la pose de su foto de bodas, frente a las montañas, con el sol de la tarde bañando el paisaje. La imagen perfecta de dos almas gemelas, viviendo el sueño de su vida. Lo que no sabían es que ese sería el último clic de su cámara, la última fotografía de su felicidad.
Ignacio notó algo inusual. La presencia de un vehículo oscuro en el camino de terracería que salía de la presa. Una Suburban negra, con los cristales polarizados, que los seguía de cerca. La tranquilidad del día se desvaneció, reemplazada por la ansiedad y el miedo. Ignacio, a pesar de sus 68 años, intentó huir, pero su pickup Ford no era rival para la Suburban. El vehículo los bloqueó en el camino, y de él descendieron tres hombres con pistolas.
“Maestro Hernández”, le dijo el líder con una voz que no dejaba lugar a dudas, “¿sabían que iban a encontrarse con alguien aquí?”. La pregunta los desconcertó. “Encontrarnos con quién? No conocemos a nadie en Oaxaca”. Los hombres se miraron entre sí, confundidos. La información que tenían no coincidía con la realidad. Se alejaron para conversar en voz baja, discutiendo si se habían equivocado de personas. En ese breve momento de incertidumbre, Ignacio tomó la mano de su esposa. Era la primera vez en su vida que sentía un miedo tan profundo. La incertidumbre que se cernía sobre ellos era más aterradora que cualquier peligro físico.
Meses de angustia. La noticia de la desaparición de los maestros Ignacio y Carmen conmocionó a México. Su hija, María Elena, buscó sin descanso, aferrada a la última llamada que recibió de su padre. “Vamos a conocer una presa que nos recomendaron”, le dijo Ignacio, “se llama Benito Juárez”. Esa fue la única pista. La familia contrató investigadores privados y contactó a las autoridades. La policía rastreó la ruta de la pickup, encontró testigos que los vieron en Oaxaca, pero el rastro se perdía en el camino de terracería que llevaba a la presa. ¿Se perdieron? ¿Fueron víctimas de un accidente? ¿Se los llevaron? Las preguntas se multiplicaban sin encontrar respuesta. El caso se enfrió. Los meses se convirtieron en ocho meses, y la esperanza se desvanecía. La camioneta no se encontraba, ni el álbum de fotos, ni los cuerpos. No había nada. La familia tuvo que aceptar la dolorosa posibilidad de que nunca los volverían a ver.
La naturaleza, sin embargo, tenía su propio plan para revelar la verdad. México sufrió una sequía histórica, de esas que no se habían visto en décadas. Los campos se agrietaron, los ríos se secaron y el nivel del agua de la Presa Benito Juárez bajó dramáticamente, revelando lo que yacía en su fondo. No fueron los pescadores, ni los guardias de la Comisión Federal de Electricidad quienes hicieron el hallazgo. Fue un grupo de excursionistas que, al explorar el fondo de la presa, tropezaron con el esqueleto oxidado de una camioneta Ford roja.
El vehículo estaba completamente sumergido, cubierto de lodo y algas. La policía fue notificada de inmediato. La investigación de los restos del vehículo fue ardua. Los peritos trabajaron meticulosamente para identificar el número de serie. La camioneta era la de los maestros. Era la Ford roja de Ignacio y Carmen. Dentro de la cabina, los peritos hicieron el hallazgo más macabro de todos: dos esqueletos, sentados en el mismo lugar donde habían estado la última vez, con los cinturones de seguridad aún puestos. El cinturón de la maestra Carmen, sujetando firmemente en sus manos, una bolsa de plástico. La encontraron. Era el álbum de fotos de su matrimonio. La última fotografía que habían tomado juntos en la presa, sonriendo, sellaba el misterio.
Las autoridades concluyeron que los maestros habían sufrido un accidente. El camino de terracería, las curvas cerradas, la falta de señalización, todo apuntaba a que el vehículo se había deslizado por un terraplén y había caído al fondo de la presa. Era la explicación más lógica, la más sencilla, la más tranquilizadora. Pero no era la verdad. La camioneta no tenía impactos de choque, y los cuerpos no mostraban señales de trauma o de ahogamiento. Entonces, ¿qué les había sucedido?
La autopsia reveló que los cuerpos no tenían señales de haber sufrido heridas en vida. Pero la presencia de dos esqueletos en un auto que no mostraba signos de impacto y que había sido hallado en el fondo de una presa, era extraña, por decir lo menos. Las pruebas toxicológicas fueron negativas, sin embargo, los expertos forenses encontraron algo insólito: los huesos, al someterlos a análisis de laboratorio, mostraron trazas de un compuesto químico utilizado en sedantes de grado hospitalario, pero en dosis letales. Era una sustancia de acción rápida, un somnífero potente que induciría un coma profundo en segundos. ¿Quién se los dio? ¿Y por qué?
La policía contactó de nuevo al tendero del pueblo San Juan del Río. Este hombre, al ver la foto de los maestros, recordó la conversación con Ignacio. “La presa es bonita”, le había dicho, “pero últimamente ha habido movimiento extraño por esos rumbos”. Camionetas que iban y venían, campamentos abandonados. El hombre les contó sobre una banda de narcotraficantes que, según se rumoreaba, usaba la presa como punto de encuentro para sus transacciones. Los cuerpos de la pareja no tenían marcas de violencia. ¿Se equivocaron? ¿Los confundieron con otras personas? La respuesta yacía en el subfondo de la camioneta.
Los peritos, al examinar la Ford, encontraron lo que podría ser la clave del misterio: un compartimento secreto, debajo de la alfombra de la caja de la camioneta. Al abrirlo, encontraron 20 kilogramos de cocaína pura, cuidadosamente empaquetada. La droga estaba protegida por un sistema de vacío, envuelta en papel de carbón y una capa de plástico que impedía que los perros entrenados la detectaran.
El maestro Ignacio, sin saberlo, había estado transportando drogas. El sueño de su vida, el viaje que había planificado con tanto amor, se había convertido en la fachada de una operación de tráfico de estupefacientes. Lo habían contactado con el pretexto de un viaje gratuito, un vehículo pagado, y un sustento de por vida. La promesa era que el auto solo transportaría sus pertenencias personales y que las drogas serían transportadas en un camión de carga. Pero los hombres de la Suburban estaban esperando su cargamento. El maestro Ignacio, sin entender, no supo cómo reaccionar. En el momento en que se detuvo, con la pistola apuntándole, supo que el juego había terminado. Y los hombres lo sabían. La droga no estaba en el camión de carga, estaba en la pickup.
Los hombres, al ver que la pareja era inocente, que no sabían nada de la droga, se enfrentaron a un dilema. Las órdenes eran claras: matarlos. La banda de narcotraficantes no podía permitirse que hubiera testigos. Pero los maestros no eran testigos. Eran víctimas. Los hombres se alejaron, discutiendo qué hacer. ¿Los mataban? ¿O los dejaban ir? No podían dejar a los maestros ir, la organización era muy estricta, y el miedo al castigo era mayor que su conciencia. Así que tomaron una decisión, la más cruel de todas: les dijeron que subirían a la camioneta, que los llevarían a un lugar seguro, que todo era un malentendido. Los sedaron. La camioneta, con los maestros aún con vida, fue conducida hasta un punto remoto de la presa y fue empujada.
No murieron de ahogamiento. Murieron de amor. La maestra Carmen, en su último suspiro, tomó su álbum de fotos entre sus manos, como si tratara de proteger el último recuerdo que tenía de su vida. La policía, al analizar los cuerpos, descubrió que los esqueletos de los maestros se abrazaban. El maestro Ignacio, en su último aliento, se había aferrado a su esposa. Fue un acto de amor puro, de dedicación.
El misterio de la desaparición de los maestros Ignacio y Carmen es un recordatorio de que a veces, la verdad es más extraña y perturbadora que la ficción. Su historia se ha convertido en una leyenda en Oaxaca. Una leyenda sobre un viaje soñado que se convirtió en un misterio, un misterio que se ha mantenido durante décadas, esperando que alguien la contara.