
En el año 2000, un hallazgo tan insólito como escalofriante en las profundidades de la Reserva de la Biósfera Sierra Gorda, en el estado de Querétaro, reabrió un expediente de persona desaparecida que había permanecido archivado, frío y cubierto de interrogantes durante media década.
Lo que se inició como un tranquilo patrullaje de rutina en una de las zonas más inexploradas y olvidadas del estado, culminó en una revelación que no solo proporcionó un cierre dramático y doloroso a una familia, sino que también expuso a un depredador serial que había estado operando sin ser detectado en el corazón de la exuberante y virgen naturaleza mexicana.
La protagonista de este suceso, Elena Cárdenas, era una joven de 22 años originaria de Guadalajara, Jalisco. Recién egresada y con el anhelo de convertirse en bióloga dedicada al estudio de la fauna local, Elena se había obsequiado un viaje en solitario a la emblemática Sierra Gorda antes de comenzar su primer puesto de trabajo formal.
Su fervor por la naturaleza era palpable y cautivador. El 21 de agosto de 1995, se registró en el centro de visitantes de la delegación local, con una actitud radiante y llena de energía, preguntando por las rutas más prometedoras para la observación de aves y mamíferos.
Siguiendo las recomendaciones, se hospedó en una modesta posada en el Pueblo Mágico de Jalpan de Serra, desde donde partía al amanecer con su mochila y su cámara, dispuesta a capturar la belleza imponente de los helechos gigantes y los arroyos cristalinos de la región.
El 23 de agosto, el último día que tenía previsto en el parque antes de volver a casa, Elena salió muy temprano. Le comentó a la dueña de la posada que pasaría la jornada completa en la Ruta Escénica del Río Santa María.
A la mañana siguiente, su habitación estaba vacía y su equipaje personal intacto. La alarma se disparó casi de inmediato. Su automóvil, un viejo sedán compacto, fue encontrado estacionado en el inicio de la ruta, lo que confirmaba que había comenzado su caminata pero nunca había regresado al vehículo.
Lo que siguió fue una intensa operación de búsqueda y rescate que involucró a más de veinte Guardabosques, voluntarios de comunidades locales y la brigada de Protección Civil del estado.
Durante cinco días, peinaron palmo a palmo la selva, siguiendo pistas sutiles como huellas en el lodo y restos de empaques de galletas energéticas, pero Elena se había desvanecido en el denso follaje, como si el espeso ecosistema se la hubiera engullido.
La investigación a cargo de la Fiscalía General del Estado de Querétaro, bajo la dirección del Comandante Roberto Cruz, pronto se centró en un detalle aportado por una pareja de turistas del Bajío.
En la mañana de la desaparición, vieron a Elena al inicio de la ruta, conversando con un hombre de mediana edad, alto, delgado y con pelo entrecano, que vestía un uniforme verde olivo que se asemejaba al de un inspector ambiental.
El hombre le señalaba hacia el interior de la selva, y Elena asentía con confianza antes de que se separaran. Sin embargo, una verificación con las autoridades ambientales reveló un hecho profundamente inquietante: no había ningún inspector o Guardabosques de turno en esa zona específica esa mañana.
Esto transformó rápidamente el caso de una simple persona desaparecida a un expediente bajo circunstancias sospechosas, con un posible impostor y criminal como el principal hilo conductor de la tragedia.
A pesar de la recompensa ofrecida por la familia y la distribución masiva de volantes y notas de prensa, el rastro del hombre y de Elena se perdió por completo. La burocracia y la falta de recursos para las búsquedas en áreas remotas obligaron al Comandante Cruz a suspender la operación activa.
La única evidencia restante era el diario de Elena, encontrado en su habitación, con una última entrada llena de la alegría por la belleza de la Sierra Gorda y su sueño de volver, sin ninguna señal de miedo o ansiedad.
El caso Cárdenas se convirtió en una herida abierta en la memoria colectiva del estado, un recordatorio doloroso para los Guardabosques más antiguos de que, incluso en la inmensidad protegida de las reservas naturales, la maldad humana podía operar con impunidad.
Cinco años después, en junio de 2000, la madre naturaleza ofreció la respuesta de la manera más inesperada y cruda. Marco Antonio López, un Guardabosques con años de experiencia en la Sierra, se adentró en un sector remoto y sin senderos delimitados.
Tras varias horas de recorrido por el sotobosque, llegó a un claro donde se encontró con algo nunca antes visto: un hormiguero de dimensiones colosales, de casi dos metros de alto y tres de diámetro. Miles de hormigas negras, de gran tamaño y sumamente agresivas, cubrían la superficie, transportando trozos de material, incluyendo pequeñas piezas blancas que parecían óseas.
La curiosidad de Marco Antonio lo llevó a inspeccionar el montículo más de cerca. Al tocar la base con un palo, notó un objeto oxidado que sobresalía de la tierra: un viejo botón de metal de alguna prenda de vestir.
Con guantes y mucha precaución, comenzó a excavar con cuidado alrededor del botón, luchando contra la creciente hostilidad de las hormigas. Lo que emergió de la tierra no era una raíz, sino un trozo de tela azul desgarrada, y debajo, un hallazgo que le heló la sangre: restos óseos humanos. El Guardabosques se alejó inmediatamente y activó su radio, dando inicio a una compleja y delicada operación forense.
A la mañana siguiente, un equipo de la Fiscalía, un médico forense y el Comandante Cruz llegaron al claro. Tras el uso de insecticidas potentes y una excavación lenta y metódica para preservar la escena, se confirmó el horror: dentro del montículo se encontraba un esqueleto humano, sorprendentemente limpio y desprovisto de tejido blando debido a la acción de las hormigas.
El cuerpo yacía en una posición forzada y contorsionada. Entre los restos de ropa, un hallazgo en la mochila descompuesta lo reveló todo: una credencial de elector con el nombre de Elena Cárdenas.
El Comandante Cruz, quien había mantenido el caso Cárdenas vivo en su escritorio durante un lustro, se trasladó rápidamente al lugar. El análisis forense posterior confirmó la identidad mediante pruebas de ADN.
Los padres de Elena por fin tenían una respuesta, pero esta venía acompañada de una revelación mucho más terrible: la joven no había perecido por un accidente. Los expertos encontraron una fisura en el cráneo de Elena, un signo de trauma por un objeto contundente aplicado en la nuca.
Había sido atacada por la espalda con la fuerza suficiente para causarle una lesión cerebral grave o la muerte. El caso había pasado de desaparición a un expediente de homicidio calificado.
El principal sospechoso volvió a ser el misterioso hombre disfrazado de inspector. Cruz sabía que el criminal no podía ser un turista ocasional. La ubicación del cuerpo estaba a varios kilómetros del sendero, sin una ruta directa; el lugar solo era accesible si se conocía a fondo el denso ecosistema, lo que apuntaba a un lugareño, un ex empleado de la reserva o alguien con un conocimiento íntimo de la Sierra.
El Comandante elaboró una lista de personas con conexiones en el parque y antecedentes. Un nombre resaltó: Pedro Velasco, de 53 años, un ex leñador con una lesión de columna y un antecedente penal por agresión en 1985. Velasco vivía solo en una cabaña olvidada al borde del río y era conocido por su comportamiento antisocial y por pasar días enteros internado en el monte.
Un primer interrogatorio en la casa sucia y en ruinas de Velasco fue infructuoso. Negó conocer a Elena o poseer cualquier tipo de uniforme. Sin embargo, la perseverancia de la Fiscalía, impulsada por el Comandante Cruz, fue respaldada por una vecina, la señora Juana, quien recordó haber visto a Velasco realizando una quema de ropa y objetos con humo denso a finales de agosto de 1995.
Además, Cruz encontró registros de que Velasco había retirado una suma considerable de dinero en efectivo poco después de la desaparición y, lo más importante, que padecía trastornos mentales con tendencias sociopáticas, habiendo abandonado su medicación años atrás. Estos elementos proporcionaron la base necesaria para obtener una orden de cateo.
Tres días después, la policía y el equipo forense regresaron a la cabaña de Velasco. Tras someterlo, la búsqueda reveló la prueba irrefutable: bajo su cama, en una caja deteriorada, se encontraba un macabro alijo.
No solo estaba una segunda credencial de Elena Cárdenas y un brazalete grabado con su nombre, sino también joyas y fotografías de al menos otras dos mujeres desaparecidas en reservas naturales de la región central: Sara Montes y Sofía Hernández.
Acusado de los crímenes de las tres mujeres, Pedro Velasco se quebró durante el interrogatorio. Confesó que había estado siguiendo a Elena. Al verla sola, se puso una vieja chaqueta verde que simulaba un uniforme y se le acercó en el estacionamiento.
Le dijo que había avistado un jaguar en el sendero y la convenció de que lo siguiera por una ruta “segura” y desviada hacia el interior del bosque. Una vez lejos de cualquier testigo, la atacó con una piedra.
Su conocimiento del terreno lo llevó al gigantesco hormiguero, el lugar que consideró perfecto para ocultar el cuerpo, contando con la naturaleza para borrar los rastros. Velasco también admitió haber atraído y asesinado a Sara Montes y Sofía Hernández de manera similar.
El juicio de Pedro Velasco, en marzo de 2001, fue un evento mediático nacional. La evidencia de ADN, la confesión grabada y los testimonios de su conducta sellaron su destino. El jurado lo declaró culpable de tres cargos de homicidio calificado, y fue sentenciado a una pena de prisión máxima sin posibilidad de libertad.
Gracias a su confesión, los restos de Sara Montes y Sofía Hernández fueron localizados y sus familias también pudieron obtener un cierre, aunque doloroso. La historia de Elena Cárdenas es un sombrío recordatorio de la vulnerabilidad en las áreas remotas de México.
Marco Antonio López, el Guardabosques cuyo ojo observador condujo al descubrimiento, continuó su trabajo, ahora con una vigilancia renovada.
El pequeño montículo de tierra, que durante un lustro guardó un terrible secreto, se convirtió en un símbolo de la tenacidad de la investigación y del cierre que finalmente, aunque tarde, llegó a tres familias que habían vivido en la agonía de la incertidumbre.