En el corazón de Michoacán, donde las manos expertas de los alfareros moldean el barro y el tiempo parece fluir con una cadencia más pausada, se encuentra Capula, un pueblo de calles empedradas y casas de adobe que ha sido testigo de historias centenarias. Entre estas historias, la de Don Ernesto García y Doña Rosario Villaseñor era una de las más entrañables. Un matrimonio que, a lo largo de cinco décadas, se había convertido en una parte inseparable del paisaje de la comunidad, conocidos por su rutina, su amabilidad y el profundo amor que se profesaban.
Don Ernesto, a sus 79 años, era un hombre de hábitos inquebrantables. Jubilado del transporte público, había encontrado una nueva pasión en la reparación de radios viejos, una labor que realizaba con la paciencia de un artesano. Su guayabera beige y su sombrero de palma eran tan parte de su identidad como el silencio tranquilo de su voz. Doña Rosario, de 76, era la fuerza detrás de la calma de su esposo. Incansable, se levantaba antes del amanecer para preparar las corundas y tortillas que vendía en el tianguis. Su sello distintivo, además de su vestido de manta clara, era una pequeña libreta azul con elástico, una compañera inseparable donde anotaba cada detalle de su vida, desde las cuentas del día hasta los cumpleaños de sus nietos.
La pareja vivía una vida sencilla pero plena en la calle Revolución, un oasis de tranquilidad con un patio amplio y geranios en macetas de barro. Los domingos por la tarde, se sentaban en la banqueta, un ritual sagrado para observar la vida pasar y conversar con sus vecinos. Su hija, Leticia, una enfermera de 44 años que vivía en Morelia, los visitaba cada fin de semana, siempre con la misma propuesta: que se mudaran a la capital para estar más cerca de los servicios. La respuesta de Don Ernesto era invariablemente la misma: “Aquí está nuestra gente y nuestro barro, hija. Este es nuestro lugar en el mundo”. Una frase que, con el tiempo, adquiriría un peso melancólico.
El sueño de una parcela y la aparición del “licenciado”
En marzo de 2007, un nuevo sueño se apoderó de Don Ernesto: comprar una pequeña parcela de tierra cerca del agua, un proyecto simple pero poderoso para un hombre que anhelaba conectarse con la tierra. Quería sembrar maíz y frijol, y tener algo tangible que dejarles a sus nietos. En un pueblo donde las noticias viajan con la rapidez del viento, su intención pronto fue conocida por todos. Fue en este ambiente de conversaciones casuales que apareció un hombre que cambiaría sus vidas para siempre.
Una tarde, mientras Don Ernesto reparaba un radio en el patio, un desconocido se presentó en la puerta. Vestía camisa blanca de manga larga y pantalón de vestir gris, y llevaba un portafolio de piel sintética. Se presentó con modales educados como el “licenciado” Rafael Beltrán, un supuesto corredor de bienes raíces. Con un acento familiar que inspiraba confianza, el hombre desplegó documentos que parecían oficiales y un croquis a mano sobre la mesa. Ofrecía una hectárea y media cerca de la presa de Coincio por 120,000 pesos, una cantidad considerable pero al alcance del matrimonio. La ventaja, según el “licenciado”, era que la propiedad tenía “todos sus papeles en orden” y solo necesitaban un anticipo de 48,000 pesos para “apartarla”.
Doña Rosario, con su característica prudencia, abrió su libreta azul y comenzó a hacer cálculos. Tenían 98,000 pesos ahorrados. La idea de invertir casi la mitad de sus ahorros la ponía nerviosa, pero confiaba en el criterio de su esposo. Después de casi dos horas de conversación, el matrimonio decidió ver el terreno el sábado por la mañana. En su libreta azul, Doña Rosario escribió: Sábado 17 de marzo, 9am, ver terreno con Likan Rafael. Anticipo 48,000. Sin saberlo, estaba creando la única prueba tangible de lo que sucedería después.
Una mañana de marzo y una promesa rota
La semana transcurrió con la normalidad de siempre, aunque con una nueva emoción en el aire. Don Ernesto soñaba con las siembras, y Doña Rosario había verificado el saldo de su cuenta bancaria, sintiendo una mezcla de nerviosismo y orgullo por lo que habían construido con tanto esfuerzo. El viernes por la noche, Leticia, su hija, llamó desde Morelia y, con la cautela de alguien que ha visto muchas historias trágicas, les pidió que esperaran a que ella los pudiera acompañar. Pero Don Ernesto, un hombre de palabra, ya había dado su promesa al “licenciado”. “No te preocupes, hija. Es solo ir a ver el terreno. Regresamos antes de la comida”, le aseguró.
La mañana del sábado 17 de marzo de 2007, el cielo amaneció claro y fresco. Don Ernesto se puso su mejor guayabera, y Doña Rosario su vestido de flores azules. La libreta azul, como siempre, fue guardada en su bolso. A las 9:15, el vecino de enfrente, Don Refugio, los vio subir al asiento trasero de un Nissan Tsuru blanco con un parachoques abollado, conducido por el “licenciado”. Don Ernesto se despidió con la mano y gritó una última frase: “¡Regresamos antes de la comida!”. Fue la última vez que alguien en Capula los vio con vida.
A medida que las horas pasaban, la tranquilidad del sábado se transformó en una inquietud creciente. La ausencia del matrimonio era tan notoria como el sol de la tarde. Doña Rosario no apareció en el rosario, y el teléfono de la casa familiar sonaba sin respuesta. Leticia, en Morelia, sintió un escalofrío de angustia y decidió viajar a Capula. Al llegar, encontró la casa en perfecto orden, como si sus padres fueran a regresar en cualquier momento. Sin embargo, un detalle la alarmó profundamente: la libreta azul de su madre no estaba. La ausencia de ese objeto confirmaba que sus padres no se habían ido sin más, sino que habían partido con la intención de regresar.
La búsqueda de la verdad: una década de dolor
Al día siguiente, Leticia se presentó en la comandancia de policía de Capula. El “licenciado” Rafael Beltrán no existía. Su teléfono era falso, la dirección de su tarjeta de presentación era un lote baldío, y el supuesto contrato de compraventa era un simple formato genérico. La investigación reveló que Don Ernesto había retirado 50,000 pesos, lo que confirmaba la teoría del fraude. Sin embargo, sin cuerpos ni testigos, la búsqueda se convirtió en un laberinto sin salida.
Leticicia se negó a darse por vencida. Se convirtió en una detective aficionada, recorriendo hospitales, asilos y deshuesaderos en busca de pistas. Pegaba volantes con las fotografías de sus padres en pueblos lejanos, y mantenía una rutina obsesiva de búsqueda. El expediente de sus padres se convirtió en un “caso frío”, uno de los tantos misterios sin resolver en los archivos de la policía. Sin embargo, su fe inquebrantable la llevó a un lugar en particular: la presa de Coincio.
Durante diez años, Leticia visitó incansablemente el embalse. Las aguas oscuras y profundas parecían guardar un secreto, un enigma que la atormentaba. Un viejo pescador, Don Evaristo, se convirtió en su confidente. “El agua guarda todo, pero también sabe cuándo es tiempo de devolverlo“, le dijo una tarde de 2010, palabras que se quedarían grabadas en su memoria y que, a la postre, resultarían proféticas.
Los años pasaron, y Leticia continuó su búsqueda. Su vida quedó en suspenso, anclada en la fecha del 17 de marzo de 2007. No podía establecer una relación, no podía tomar decisiones importantes. El duelo por un desaparecido, como aprendió en un grupo de apoyo, es un círculo que nunca se cierra. Las autoridades le sugirieron que declarara a sus padres como muertos, pero ella se negaba rotundamente. “Mientras no haya cuerpos, mis padres siguen vivos para mí”, respondía.
La profecía del pescador
En 2017, diez años después de la desaparición, la sequía más severa que Michoacán había visto en décadas comenzó a causar estragos. El nivel de la presa de Coincio bajó de manera dramática, revelando extensiones de tierra que habían estado sumergidas por décadas. El paisaje, que antes era una vasta extensión de agua, se convirtió en un cementerio de viejos árboles, lodo agrietado y artefactos olvidados.
La noticia del descenso del agua en la presa llegó a oídos de Leticia, quien sintió un extraño presentimiento. Impulsada por una corazonada, se dirigió al lugar, acompañada de Don Refugio y un grupo de voluntarios. Mientras caminaban por la orilla expuesta, el corazón de Leticia latía con una mezcla de miedo y esperanza. Fue entonces cuando uno de los voluntarios gritó: “¡Miren, un carro!”. A pocos metros de la orilla, medio enterrado en el lodo, emergió el techo de un auto. Era un Nissan Tsuru blanco. Y el parachoques delantero tenía una abolladura notoria del lado derecho.
Las autoridades forenses y ministeriales fueron alertadas de inmediato. Con el uso de maquinaria pesada, el vehículo fue extraído. A medida que el lodo y el óxido se desprendían del vehículo, un detalle final confirmó la identidad del auto: la placa de un Nissan Tsuru modelo 1995. El análisis del auto fue rápido. En su interior, encontraron dos cuerpos esqueletizados. Los restos de un hombre de 79 años, y de una mujer de 76. Un hombre que vestía una guayabera beige y un sombrero de palma, y una mujer que llevaba un vestido de manta clara con pequeños botones de nácar. A un lado de los restos de Doña Rosario, la policía encontró el objeto que Leticia había buscado durante diez años. La libreta azul con elástico.
El misterio se había resuelto. El “licenciado” Rafael Beltrán había conducido el vehículo con el matrimonio a bordo hacia la presa, un lugar desolado y poco transitado, donde probablemente los asesinó y arrojó el auto al agua para ocultar el crimen. Los 50,000 pesos de Don Ernesto nunca fueron recuperados. La libreta azul, a pesar de los años bajo el agua, preservó una última anotación, el rastro de la verdad. “Sábado 17 de marzo, 9am, ver terreno con Likan Rafael. Anticipo 48,000”. Esa simple anotación se convirtió en el eslabón final de una cadena de eventos que la naturaleza, en su propia forma, se encargó de revelar.
La historia de Don Ernesto y Doña Rosario no es solo una historia de tragedia y engaño, sino también un recordatorio de que, a veces, la verdad se esconde a plena vista, esperando el momento justo para emerger. Leticia, la enfermera que se negó a darse por vencida, finalmente pudo cerrar el círculo. El dolor sigue ahí, pero ahora viene acompañado de la tranquilidad de saber que sus padres, después de una década de misterio, finalmente pudieron regresar a casa, al lugar donde está su gente y su barro.